Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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tan neutras como mostrarles folletos de hoteles veracruzanos (“Éste le va a encantar: Hotel Palo Alto, o los Coyoyes de King Kong”). Hay un detective chafón (Carlos Rotzinger) que presta a quien sea del bar la llave de su cuarto, dictaminando sobre las medidas de alguna aspirante a gozar del tumefacto foliculoma (“80-80-80, eso es un méndigo bóiler”), sin que el suertudo crédulo se inmute (“No importa, voy a ver si le apago el piloto”). Y en la cúspide está el gerente de la agencia de viajes (Jorge Arvizu el Tata), un irascible betabel con bigotes de sobaco, cuya única gracia consiste en hacer funcionar un rolling gag al final del cual siempre termina abofeteando a su estúpida secretaria y amantucha por todas partes: le da una bofetada derribadora en la oficina (“Te he dicho que no me chiquitees”), le da una bofetada noqueadora ante el mostrador para registro (“Ya te ordené, en esta película cultural, que no me digas chiquito”) haciéndose aclamar por los empleados del hotel cual Maromero Páez (“Se lo ganó, se lo ganó”), le da una bofetada tumbadora hacia atrás de los sofás de espera que la hace irse de fondillo (“Y no me pongas esa cara cuando te estoy golpeando”) antes de poseerla salvajemente detrás del mueble (“No te estoy apapachando”), y le da una bofetada aérea que la manda a volar al agua de la alberca (“No eres una tonta, eres una pendeja, y no te pongas a nadar cuanto te estoy madreando”).

      Esquina oponente. De entre las féminas-carne de cañón, rubicundas glándulas con patas y demás echeverristas Princesas Lea que pueblan el film (“Pechos venezolanos, caderas jarochas y un etcétera etcétera que es lo que mejor tiene”), hay dos tipas verborrágicas y taimadas que parecen pensantes, aunque no abusan. La primera es esa gauchita culopronto que se anuncia a sí misma como la vedette Diana Herrera al hospedarse en el hotel (es la vedette Diana Herrera), repite hasta la saciedad la misma muletilla porteña (“¿No es cierto?”), se entusiasma de tiempo completo (“¡Qué bella se ve la ciudad conmigo! ¡No me la imagino sin mí!”), tiene exigencias inolvidables (“Administrador: quiero un elevador rápido para mí sola” / ”Quiero más luz para apreciar toda mi belleza”) y explica de consoladora manera la derrota de Las Malvinas (“Para ser nuestra primera guerra, un segundo lugar no fue nada despreciable”). Cuando llegue a su alcoba el advenedizo arreglatodo Camaney dejándose manosear las tetillas (“En vez de pibe, vino pebeta”), plantee sus expectativas genitales (“Estoy acostumbrado a hacerlo por lo menos treinta veces”) y termine de gozarse con la deschavetada gauchita de mil maneras (“A la chimichurri, a la hojita de plátano, a la tejocote”), el gordito en el hartazgo propondrá hacerlo “de a torta de aguacate”; se apagan las luces, se escuchan frases equívocas (“Esto que me estás haciendo no es de caballeros” / ”Tampoco es de damas hablar con la boca llena”), pero al encenderse de nuevo las luces, la argentina locochona se estará atragantando con una torta de aguacate, que Camaney le embarra por toda la cara. La otra nenorra medio abusada, que más bien se pasa de lista, es una Reinita de Cananea (la volcánica Edna Bolkan) que, hasta no casarse de blanco, le niega el “último detalle” a su novio bodoquito (César Bono). Pero, en la noche de bodas, un supuesto miedo al dolor de la desvirginización le hará expulsar de la suite al impaciente recién casado, con un ramito de azahar hasta en los calzoncillos, y logrará perderle el temor al sexo en brazos del generoso apaciguador Camaney (“¿Ya te convenció el señor que no te va a doler? / ”Sí, no me dolió nada”). Glándulas serán, pero glándulas aprovechadas.

      La comicidad folicular reordena avinagradamente las estrategias del escarnio al homosexual. Del insulto asumido para abordarlo en la vía pública (“Te he visto en el cine, en María Candelaria: eras la marrana”) a la autoirrisión aceda cuando se prueba un esplendoroso ropaje en Plaza Galerías (“Estoy en mis días difíciles, me dio un soponcio” / “Quiero la copa de brasier más grande, la Copa del Mundo, ahí sí le cabe la mano a mi viejo”), el cejudo mariconazo tamalesco que encarna avasalladoramente el coguionista Óscar Fentanes no es un travestido exagerado y grotescamente involuntario, como los que acostumbra interpretar el Caballo Rojas o el Flaco Ibáñez, sino un floripondio ejemplar. Una loca desatada que se le lanza a cualquier pantalón.

      Llama “Mi vida” a Camaney para espantarle una conquista femenina, ríe desarticuladamente echando la cabeza hacia atrás, se pavonea en su blusa rosadita con gazné de tul turquesa, jamás contesta descolones (“Mendiga llorona loca”), se conduele cual foliculario publicista de sí mismo (“No juegues con mis penas, ni con mis sentimientos, que es lo único que tengo”) y compadece a los temerarios disfrazados de mujeres a mitad de la seudorgía con los hampones (“A mí me gusta, pero los demás qué culpa tienen”).

      Y el humor machista que se le endilga al jotazo radiante contagia a medio mundo y a la película en su apoteosis final. Contagia al niñote aquel que sueña con ser bailarina del Blanquita, contagia al travesti horrendo que no obstante recibe propuestas viriles para hacerlo “de a lagartija” (“Tú te echas a correr y yo te parto tu pinche madre a pedradas”) y contagia al Grupo Gelatina formado por Camaney con sus cuates seductoramente travestidos (“Nos llamamos Pata, Peta, Pita, Pota... y Lulú”), que terminan alzando en conjunto la patita y las faldas para despedirse de los espectadores foliculizados, mostrando coquetonamente sus traseros (“Chicas, chicas de hoy, tururú”).

      El exceso sexocómico

      El exceso sexocómico traiciona de inmediato a su ideal de vida libérrima. Y eso que siempre agarra al ideal por sus partes más nobles. De acuerdo con la jerarquía de valores del machismo bestial y la lumpen erotomanía al alcance de todos, la condición de lanchero (acapulqueño para más señas) resulta envidiable, pues consiste en estar incansablemente lanza allí donde hay en demasía, dejarse simplemente usar para el imprevisto placer a cualquier hora y en ocasiones hasta con posibilidad de escoger de quién hacerse coger, rebullir a sus anchas en la verdadera vida que constituyen las vacaciones perpetuas, vegetar fuera de presiones en la güeva eterna, hartarse del consumo suntuario de mar y sol con cocteles de mariscos recuperadores, hablar difícilmente sin pelos en la lengua, tener contacto oral todo el tiempo con el Chico Medallas y usufructuar a manos llenas la cosecha de mujeres morenas y rubias que nunca se acaba (gringas de preferencia), quizá con salsero fondo rítmico del grupo musical de Memo Muñoz y sus Nueve de Colombia (“Cumbia de los lancheros” como canción-tema), conjunto exclusivo de Frontera Films, la compañía responsable de las multimillonarias sagas de Los verduleros (Los marchantes del amor) (1986 / 1987), El día de los albañiles (1983 / 1988), Los gatos de las azoteas (1987), y ahora llegando a su culminación con Tres lancheros muy picudos (Sucedió en un verano) de Adolfo Martínez Solares (1988).

      Si por añadidura esos desiderables lancheros se reclaman y pavonean como muy picudos, quiere decir que se trata de los más destacados en su infatigable actividad de picar rorras, los lidercillos mandamases que le pueden picar el-que-te-platiqué a medio mundo, los irresistibles galanazos que no dejan una sin picar, los mejores albureros, los duelistas de imbatible verba genitohumilladora, los detentadores del máximo filo en la lengua y el pene, los hombres-glándula más solicitados e indoblegables. Para el anticipado deleite picante de la miseria ingenuosexual, así se imaginan los contenidos de la película los espectadores enterados del submundo picardiento. Así se programan mentalmente las aventuras sexocómicas de esos Tres lancheros muy picudos, cuarto largometraje de Adolfo Martínez Solares (El día de los albañiles, 1983; Los verduleros, 1986; Los verduleros 2, 1987), con guion original de él mismo y su veteranísimo padre Gilberto de los mismos apellidos (más de 120 películas desde 1938). Y así debería ser, así parece que será, pero algo se revela irremediablemente desviado desde las primeras escenas turístico-subliminales del cuasi relato.

      Los tres pujantes lancheros en cuestión nada conservan del fáunico Tin-tán de Simbad el mareado (G. Martínez Solares, 1950), ni de los bonancibles fortachones Andrés García y Jorge Rivero en Paraíso (Alcoriza, 1969); su deprimente realidad es otra y apenas podría compararse con la de Rafael Inclán en El Mofles en Acapulco (Durán Escalona, 1988). Los tres lancheros muy picudos no son más que dos esmirriados histriones jactanciosos y un longevo enano cabezón, que nunca debieron dejar de ser meros comparsas. Como se ven los tratan y los trata la ficción, aunque el voluble apunte de intriga argumental de los Martínez Solares haga a veces denodados esfuerzos por enaltecerlos, con gracia infecciosa, con humor sidoso, cuando los héroes se ven