Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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gozosamente una doble naturaleza. Un nuevo paradigma nacional durante los procesos desnacionalizadores del salinismo: me degradan, me ridiculizan, me humillan, luego existo. La risa en vacaciones es la más alevosa y descarnada representante del humor ojete porque en ella la humillación se ejerce, se disfruta, se consiente y se diversifica con plena conciencia, como un exorcismo social. La degradación, el ridículo y la humillación se reúnen para constituir la única comprobación posible de existencia fuera del anonimato (sinónimo de intemperie y abuso), con la garantía de regresar intempestiva e irremediablemente a él. El humor ojete de La risa en vacaciones se erige en nuevo modelo del cine mexicano porque permite a sus espectadores conquistar vicariamente, aunque sea por veinte infames segundos, una ínfima parte de la utópica cuota de popularidad prometida por Andy Warhol a todo el mundo.

      Conciencia y poder, transferencia y consentimiento, pero identidad al fin. El espectador otorga la venia para el juego abominante que, por falta de consulta previa, se le había ahorrado a la víctima. El espectador corre a comprobar si fueron orines lo que depositó la buenona con tripa artificial dentro del mingitorio. El espectador arremete a bolsazos contra el intruso que lo arremedaba, y escapa. El espectador persigue ocasionalmente a sus inopinados verdugos, levanta con discreción un embarrado billete de a diez mil, intenta aprovechar cada situación en beneficio propio, se refocila con los ultrajantes arrebatos del ciego fingido, coloca obedientemente la bomba-bebé debajo de un vehículo con la convicción de que pronto estallará, y sale corriendo despavorido una y otra vez. La ojetez despliega un espejo unanimista antes de reproducirse por partenogénesis, engendrando más ojeteces. La estética del humor ojete sólo puede consumarse como el arte de la fuga despavorida y la cínica carcajada de la cámara inepta con tremendo lente, revelada al final dentro de su escondite rubricando las hazañas playeras del ciego fementido: reflejo de su propio reflejo vejatorio y paradigmático.

      Pero sin duda el culminante punto clave del film está representado por los gags del billete con caca. Obvia significación freudiano-bowniana: excremento (real) sobre valores excremenciales (simbólicos), mierda sobre mierda. El ciclista y el vejete levantan con mirada subrepticia el billete, lo limpian discretamente con la mano y se lo embolsan. Metafóricamente, lo mismo hace el nuevo consumidor de cine mexicano. Cualquier mierda televisivamente promovida que le proyecten en la pantalla, se la embarra en los ojos, se la traga y se ríe, dándole merecidas vacaciones a su espíritu.

      La risa en vacaciones era una gran metáfora del consumo fílmico.

      La carcajada escatológica

      ¿De veras va a venir a chupárnosla? Transilvania, ¿qué eso no queda por la Tapo? La escatología de los mitos lastrados arranca estruendosas carcajadas en El vampiro teporocho de Rafael Villaseñor Kuri (1989).

      Un añoso letrero indicador recién colocado señala el renombre del lugar (“Transilvania. Habitantes: un vampiro”) y una pinchurrienta galería de antorchas en disposición circular conduce al sótano del castillo donde yace el féretro del conde Drácula (Pedro Weber Chatanuga), inmovilizado desde hace siglo y medio (¿medio qué?). Por las prisas, el más torpón de los tres sabios internacionales de bata blanca que han descubierto el cuerpo incorrupto, lo semirreanima al sacarle la estaca del corazón, pero vuelve a clavársela (“No se preocupen, ya se la metimos”), a tiempo para mandar al sanguinario vampiro más allá de la estratosfera, a bordo de un cohete de Cabo Cañaveral, y hacerlo estallar por siempre en el espacio sideral. Con tan mala fortuna, que un trozo de la cápsula, llevando adentro al aterrado monstruo, viene a caer en las afueras de la ciudad de México.

      Aturdido y cegado por la luz, fuera de contexto y sediento de sangre, el vampiro camina a tientas en torno de un árbol (“¿Otra vez encerrado?”), comprueba la avería de sus poderes sobrenaturales, intenta en vano que lo lleve en su camión un transportista que se bajó a orinar en la carretera (“Pinche viejo maricón”), logra volver a volar, es perseguido por un perro mordelón en la granja de una niña rubia que le ofrecía margaritas con angelical sonrisa, y el desmejorado ultraterreno va a dar por la noche con un corrillo de teporochos reunidos alrededor de una fogata callejera. Después de hacer colectivamente mofa del estrambótico forastero con acento de ultramar, el único de los teporochitos que consigue apiadarse es el lumpenabogado Topillos (Mario Zebadúa Colocho), quien, al verlo ávido de sangre fresca de hembras, lo alecciona contra el sida. Por encajarle sus colmillos con condones inflados a una suripanta en la vía pública, nuestro vampiro centenario será encarcelado y sometido a interrogatorio, junto al resbaloso travesti Cleopatra González (Enrique Herranz), de moño rojo en el pelo, hasta que ambos escapan a toda carrera, tras confundir la insinuación de “mordida” que le hace un policía al monstruo con una solicitud de mordisco.

      Estampado por azares de vuelo contra un camión de mudanzas, nuestro conde transilvano convertirá en sus lacayos a tres macheteros barbajanes con bodega en la Pantitlán: el Mantecas (Charly Valentino), el Zopilote (Memo de Alvarado Condorito) y el Tripas (Humberto Herrera). Expulsado junto con sus seguidores de un cabaret de medio pelo en sofisticada fiesta de disfraces draculescos y luego de cierto incidente penoso con la pirujona Afrodita (Rebeca Silva), el monstruo quedará muy disminuido, a merced de sus tres lumpenazos. Lo exhibirán como curiosidad de feria, se lo llevarán de putas y lo alcoholizarán, sin importarles las riquezas prometidas en Transilvania.

      Electrocutado al fin por un cable de alta tensión y con el hocico sangrante, nuestro vampirazo será conducido a un sanatorio de la Secretaría de Salud, en donde su situación cambiará, atendido con esmero por la enfermera morticia Roxana (Gabriela Goldsmith) y atragantándose con la sangre de infinidad de pacientes, aunque se le crea víctima de una leucemia de tipo aún desconocido. Remate feliz con sorpresa: el vampiro y su rubia paisana seguidora disfrutarán de sus latrocinios a bancos de sangre, haciendo picnic de humor negro en un parque público, mientras el machetero Zopi(lote) muestra a uno de sus compañeros de mingitorio sus colmillos crecidos de repente, a semejanza del viejo pederasta Joe. E. Brown al final de Una Eva y dos Adanes de Wilder, 1959 (“Un vampiro al año no hace daño”).

      El mito macabro y terrorífico por excelencia del cine de horror se lastra, se lumpeniza, pierde otra de sus escamas, se desquicia. Vuelto por enésima vez lúdico, ahora se ha tornado escatológico, en todos sentidos del término: se envuelve con un amasijo de entidades excremenciales y suciedades culturales, encarna el destino final de un personaje de superstición convertido en leyenda, y reporta las postrimerías del cine cómico mexicano de los ochentas.

      Del vampiro caído, todos hacen leña, hasta el director de cabecera de Chente Fernández lanzado al cine de albures (Villaseñor Kuri) con sus profusos argumentistas (Luis Berkis, Antonio Orellana). Ya nada queda de la superstición original acerca del conde erotómano y empalador, que a decir de sus estudiosos (Laszowska Gerard) era una mezcla de supersticiones nativas rumanas, supersticiones germanas importadas y supersticiones errantes gitanas, a las que podrían añadírseles las primitivas supersticiones literarias de Bram Stoker (Drácula, 1897), las supersticiones ornamentadas por las clásicas ficciones vampíricas del cine expresionista / fantástico (Murnau, Browning) y las supersticiones aclimatadoras del cine de horror mexicano (desde El vampiro de Méndez, 1957) hasta Alucarda de López Moctezuma, 1975). Un hato de supersticiones hibridizadas, supersticiones desechas, supersticiones regenerables, supersticiones autoirrisorias; sólo faltaban El vampiro teporocho y su escatología de la superstición gastada y denigratoria para desatar carcajadas en su desaprensivo público popular.

      Con la mirada puesta en La danza de los vampiros (Polanski, 1967) y en las sabrosas paginitas de alguna expedita sátira vampírica de Woody Alien, cada vez que un estudiante de cine se halla en crisis de inspiración, o se siente sagazmente original, acomete un ejercicio fílmico sobre vampiros cotorros, sin perdón alguno al lugar común: Vampiro-vampiro de Benlliure, 1974; Vampiro de Domínguez-Herrera, 1983; El conde se esconde de Liguori, 1985, y muchas cuequerías más. Por el lado del cine estadunidense, año con año un buen puñado de películas se reapropia del tema, tan vampirizable, en registros de toda clase, como babosa comedia juvenil (tipo Vampiro adolescente de Jimmy Huston, 1987), como congestionada parábola posmoderna (tipo Los muchachos perdidos de Schumacher, 1987), como exasperación neorromántica (tipo Cuando cae la oscuridad de Bigelow, 1987). Inclusive, siguiendo