Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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del padre septuagenario y el cine senil del hijo cuarentón, por igual, a veces casi compitiendo entre ellos dentro de la carrera del exceso permitido. Exceso de desnudeces, exceso de mostración de cópula-soft, exceso de albures superexplícitos, exceso de gags procaces o vejatorios. Ahí están, por ejemplo, la sodomización de una encuerada Rossy Mendoza por un encuerado Alfonso Zayas en la trastienda de un puesto del mercado de Los verduleros, el dúo de criadas buenonas fornicando al unísono encima de los encueradísimos protagonistas de Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1988), las inmemorizables barbajanadas de los personajes de ambos sexos de la inabordable saga-amiba El día de los albañiles o el rebajamiento de Lina Santos como hembra comprada en condominio para el disfrute de los Tres mexicanos ardientes (G. Martínez Solares, 1986).

      La vulgaridad conceptual del exceso sexo-cómico desborda ampliamente los planteamientos bobalicones de la pornografía suave para amas de casa, pero acepta medirse en los mismos términos y por la misma escala. Con calzones o sin calzones, he ahí el dilema. Y ya soplando vientos de adecentamiento y neorrepresión de la modernidad salinista, ése es un dilema que jamás logra resolver Tres lancheros muy picudos, producto típico de la desescalada sexocómica en apogeo de sus excesos. Así pues, Zayas y su anónima gordaza buenona con aletas y escafandra pero toda tetas al agua, hacen una docena de lujuriosas cabriolas copulatorias mientras simulan bucear, aunque sin bajarse por completo sus taparrabos; incluso la tipa se mete al mar con una prenda inferior negra y sale con una de franjas blancas, por un error de continuidad elemental muy mal aprovechado. Luego, Zayas desatado en short mima y jadea en posturas copulatorias de a perrito, y hasta galopa sobre la grupa de la Escobar, azotándola con el tallo de un clavel, sin que ella tampoco renuncie a sus prendas pudendas, de caprichosa lencería blanca que incluye antebrazos con encaje. En la cúspide erótica, los acostones con la deslumbrante Lina Santos resultan de lo menos mandado, pese a su antiquísima profesión, pero en cambio Zayas se revuelca sin pudor con la vedette Angélica Ruiz en los límites tolerados por la pornografía suave con sexo retorcido y, en el apoteósico bailongo final dentro de un restaurante playero de Aca entre exhibiciones de esquí, el despótico enano Tun-tún controla los devaneos promiscuos de la Aparicio dándole nalgaditas entre las diminutas tiras de piel de tigre que fingen cubrirla.

      Por lo que respecta a la desescalada del albur, tal parece que éste ha desertado milagrosamente de Tres lancheros muy picudos. Sólo emerge de manera fugaz: cuando Zayas se ofrece como maestro de buceo al marido de la gorda (“Yo se la hundo”), cuando Lina-Linda asiente en que el héroe la acompañe en sus correrías a domicilio (“Te doy la mitad de todo lo que me entre”) y alguna otra. En compensación, se recurre en abundancia a la leperada pura, al grado de que Tres lancheros muy picudos ya corre con la fama de ser “la película más lépera del cine nacional”, aunque el asunto esté realmente muy reñido, a saber (“Estaba ahí, chingada madre” / ”Son ustedes unos idiotas, unos estúpidos y además unos pendejos” / “Yo siempre he querido cogerme a un enano y no me voy a quedar con las ganas” / “Ahora sí te llevó la chingada, pinche vieja” / “Si ahorita me echo un palo, en vez de venirme me voy”). Ningún escándalo, nada nuevo bajo el sol del exceso, ni siquiera el desquiciado ingenio mecánico del albur. Sólo el tedio de las repeticiones y el lujo altisonante, hasta la banalización encanijada y el run-rún empobrecido.

      Si el exceso sexocómico funcionaba a tropezones, los juegos de palabras sustitutas resultan ahora consternantes (“Me dijo que era viuda”; “Te dijo beoda, cabrón” / “Métele un jab”; “¿Yab para qué?”). Resta, otra vez, revivir el viejo prestigio de la situación cómica y el estallido del chiste visual; resucitar el imperio del gag. Pero incluso los mejores gags teóricos de Tres lancheros muy picudos han sido ejecutados de manera burda y con eficacia infinitesimal: el gag de la viejita que oye escabrosidades con prendidaza atención desde su asiento posterior en un aeroplano (seguida después por toda la tripulación), el gag impertinente de la caída de un cenicero durante el faje con Lina, el gag del enano queriendo llevarse cargado a un maniquí viviente, el rolling gag de los enfermeros con crecientes colmillos vampíricos, el gag de Zayas huyendo a toda carrera con el volante al que lo dejaron esposado y el formidable gag de Tun-tún abriéndose las esposas de una mordida.

      La desescalada del exceso sexocómico ha provocado un contagio omnidireccional, una atroz reacción en cadena. Se ha hecho acompañar por la desescalada de la vida libérrima, por la desescalada de la comedia híbrida, por la desescalada de la desinhibición erolingüística y por la desescalada del gag explosivo. La vergüenza se revela gemela de la desvergüenza, la falsa desinhibición rebota como una angustiosa inhibición al cuadrado, y la escalada / desescalada del exceso sexocómico pone al descubierto, de manera aversiva, hasta el infortunio, que la audacia estridente en la comicidad nacional nunca pudo sacudirse a la inocentada que acabaría por devorarla.

      El humor ojete

      Estalla en off una anacronizante tonadilla roquera de Alejandra Guzmán cual amenaza ecuménica (“Ahí viene la plaga”) y, tras un prólogo cantinflesco que muestra a los habitantes de la ciudad más poblada del mundo como viles devoradores de tacos o cucarachescos miembros de largas colas hasta para entrar al metro y a la oficina pública o al espectáculo porque se reproducen con avidez de conejos (“Reproducirse en esa forma... adentro chulita”), La risa en vacaciones de René Cardona hijo (1989) se presenta cebollescamente a sí misma, sin gracia alguna, como “un valioso documento en tres partes” y, de inmediato, da comienzo la primera de ellas, con apenas 75 minutos de duración y subtitulada, a falta de un rubro menos mamón, “Documental del homo sapiens ante la naturaleza muerta, en lo que quedaba del paraíso terrenal”.

      Luego, en principio, con el viejo truco de la “cámara oculta”, se trata de hacer caer por sorpresa a cualquier incauto transeúnte en situaciones chocarreras. Se trata de imaginar e institucionalizar un cúmulo de incidentes previstos por un escondido equipo de rodaje y provocados con ayuda de incógnitos actores de cuarta categoría que ni apellido alcanzaron en la iconografía introductoria del film: un filtrante Pedro (Romo), el estirado Pablo (Farell), el barbudo Paco (Ibáñez), la sexosa Sol (Amín), la aventada Gaby (Barrera), la conchuda Ana (Romero). Se trata de sistematizar la tomadura de pelo con reacciones impredecibles pero controlables. Se trata de engendrar el grado cero del humor ojete. Ahí está ya, pues, la plaga de la trampa callejera, multiplicándose y reiterándose al infinito, sin previo aviso pero con total impunidad, según las zoológicas premisas / sobredeterminaciones cantinflescas ya enunciadas (cucarachas,conejos, homos apretadamente sapiens, naturalezas muertas), en parques capitalinos (el de Churubusco en la Country Club a la cabeza) y con algunas locaciones (no demasiado locas) en Acapulco.

      Para jugar el juego se necesitan por lo menos dos participantes: el desfachatado inductor lleno de sangre fría y la víctima fortuita a la que nadie parece haberle pedido su aceptación para intervenir (o no habría juego). Sin embargo, en ocasiones se confabulan hasta seis o siete verdugos (algunos incluso disfrazados de policías) contra una sola víctima, a la manera de una turba de linchamiento burlesco. De uno u otro modo, el juego deberá surgir a pesar suyo y pese a todo, contando con la tácita complicidad festiva del espectador. Ya se han emplazado en unidades móviles las cámaras con teleobjetivo del fotógrafo Gastón Hurtado y, prodúzcase o no alguna chispa en el juego, los celebratorios arreglos tropicalosos de Pepe Arévalo y sus Mulatos (“Pasito tun-tún” / “Toda la vida” / “En el mar la vida es más sabrosa”) se encargarán de inventar el agudo encanto, dinamizar la hipopotámica ligereza, glorificar el inexistente donaire y desbordar con alegría cualquier tiesura del conjunto.

      Ahí están, pues, la dama buenota que se saca una tripa artificial en el wc público ante la estupefacta mirada masculina, el irigote de un tipo colérico que agrede a cierto joven tranquilo en una parada de autobuses porque se atrevió a verse en su enorme espejo, el peatón insolente que remeda los pasos de los paseantes por las veredas de un jardín, la urgente vacuna contra la bomba de cobalto con intimidante agujota hipodérmica, la corista que se desnuda y le baila al entusiasmo viril para después querer cobrarle descomunales sumas de dinero, el alquilador de una escalerilla para alcanzar mingitorios demasiado altos, el enano abusivo que se hace levantar en brazos para telefonear desde una caseta asediada por cierta fingida cola de impertinentes, el gorilón que agobia