Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


Скачать книгу

fu ni fa, sin pies ni cabeza, que son la sustancia de este nuevo y curioso prototipo de ficción cómica. Por un lado, el colaborador de una agencia de viajes y mariconcete desatado César Augusto (Óscar Fentanes) y, por el otro lado, el meritorio galán cantante de la guapa Betty y barboncillo comisario infiltrado entre hampones Gregorio (Juan Garrido).

      Volvamos a empezar, pues. Gracias a la ayuda del otrora célebre baladista roquero de gran arete Javier Bátiz (él mismo), que le había dado chamba en su fatigadamente sicodélica y envejecida orquesta, el padrotón detective con atuendos de cuero Gregorio (Juan Garrido) había logrado colarse con permanencia voluntaria en el Hotel del Prado, quería reconquistar a su dulcemente bronca novia celosa Betty (Olivia Collins de mallas rojas y esponjada cola de caballo), babeaba por demostrar sus habilidades como karateca exterminador, y además se proponía desenmascarar y capturar a una pandilla de malhechores tarolas donde medraban creaturas como cierto zotaco narciso bigotudo (Juan Moro, el actor favorito de COTSA, 1989, y del poder judicial salinista) con delirantes resonancias extrafílmicas en cada

      una de sus frases (“Ya estuvo, no te preocupes por el cadáver”); para cumplir apoteósicamente su designio justiciero, el policía disfrazado contará con la atropellada pero oportuna ayuda de varios pícaros del hotel, tales como el agente de viajes César Augusto (Óscar Fentanes) y el manoseador / manoseado guía de turistas Juan Camaney (Luis de Alba). Pero la película es también muchas cosas confusas más, demasiadas, hasta la oligofrénica sobresaturación de risotadas (“Pónganse charrascas”).

      La comicidad folicular se encuentra ligada a una cadena rígida, de la que constituye el último eslabón. A la desesperada búsqueda de un personaje totalizador y definitivo dentro del cine, por más de doce años, la carrera del cómico gordito Luis de Alba resultaría una demostración por el absurdo del dictum de Cocteau: “El manantial siempre desaprueba el itinerario del río”. He aquí la típica trayectoria de un folículo sebáceo en su postrer reducto, el engrandecimiento y decaída en tobogán de una glándula de sebo en la piel de nuestras risas, y no es por azar que uno de los más picarescos gags autoirrisorios de Las calenturas de Juan Camaney sea aquel en que, con codicia mezclada de horror, una ninfómana insaciable ve levantarse bajo las sábanas lo que puede ser un pene descomunal, pero pronto descubre que es De Alba, irguiéndose con carita de falsa alarma y carota de amarga realidad (“No te espantes, soy yo”). Su plumaje histriónico es de ésos.

      En el cine, Luis de Alba comenzó a verter desafiantes verborreas como un infeliz apocado con intermitencias (en cosas como El Apenitas de Arturo Martínez, 1978), creció en prominentes roles de lumpenmachismo excremencial y homofóbico (tipo La pulquería del Güero Castro, 1980), inmortalizó al televisivo-teatral personaje de el Chico de la Ibero lleno de erizantes repulsiones clasistas (“Ay, un naco”), se multiplicó hasta la dispersión en los papeles de su show de el Pirrurris como cualquier Polivoz con aspiraciones de Héctor Suárez o Benny Hill (“Chido, que la pasa chido”), confirmó su semicalva decadencia prematura en pudibundos desenfrenos fálicos invariablemente frustrados por la moralina de Televicine (tipo El rey de los taxistas de Alazraki, 1987) y ha decidido resurgir como ave fénix en la taquilla gracias a Juan Camaney, su última creatura-reducto, a fuerza de ostentar ese nombre hasta en la camiseta de su policía barriobajero de Los verduleros (Adolfo Martínez Solares, 1988) y de que lo enarbolara como ábrete-sésamo de nalguitas el resbaloso repartidor de tienda de Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1988).

      El mote deriva de un juego de palabras (Come on, hey!) y de una expresión popular (“A poco te crees muy Juan Camaney”) en boga durante las épocas pachucas de los cuarentas. Sin embargo, en su manifestación fílmica, a lo Luis de Alba, el remoquete de Juan Camaney corresponde a un vivillo aprovechado, medio cínico, medio correlón, medio erotómano, medio reprimidón exasperado, por lo que sus invocadas “calenturas” son más bien hipotéticas. Calentura, aquí, es un estado permanente de ávida disponibilidad genital (“¿No me hace su traslado de dominio?”) hasta con cualquier afanadora. Calentura es una verborragia desinhibida (“Sí quiero casarme, te pongo tu hotel, te doy tu chupe para que chupes de a madres, porque yo soy un macho de a madres”). Calentura es un canal del desagüe para el espectador voyeur entre la oportunidad providencial y el acto fallido (“Otra que se me va por falta de feria”). Calentura es ofrecer un voluminoso cuerpo indeseable y de antemano proclive al percance ibargüengoitiano a la hora de la braguetera verdad con alguna lanzadaza (“Me lastimó con el zíper”) o a la huida a rastras, por agotamiento, aunque lazado del pie, en el reptante corredor, por la perversa.

      La buena suerte de Camaney como inepto técnico de mantenimiento hotelero no tiene límites. Ya desde el prólogo, la torpeza del personaje ha hecho explotar la caldera de los baños, lo cual le sirve para apreciar desde muy cerquita (observación participante) un desfile de rozagantes encueradas al vapor (“Ay güey, esto parece el planeta de los simios”), detiene en la estampida a la más guaposa (“Yo la salvo, véngase para acá”) y en vano se arregla en el precio, pues carece del dinero suficiente. Su sombrerito de grueso estambre admite utilizaciones sorprendentes; finge que se le cae varias veces sobre los muslazos y caderas de la asesinadita semidesnuda, para irle metiendo mano cada vez más arriba, hasta culminar en el desarmante asombro necrofóbico de impune remordimiento (“Me vi gaviota”). Su camisa floreada de turista sedentario y su gruesa correa de pulsera (inequívoco signo de virilidad agresiva) enmarcan con obsequiosidad sus mejores hazañas seductoras; a la babosa y suntuosa visitante rubia deseosa de diversión (Princesa Lea), la arroba durante un paseo por la ciudad, al narrarle la historia de cuando Adán y Eva descubrieron las vocales al mismo tiempo que sus zonas erógenas (“Oooh”, y le pica el ombligo / “Uuuh” y le señala el chiquito), o abriéndose de brazos para rozar los opulentos senos de la turista encima del cofre de un auto, al platicarle el cuento de la vaca Carambella y el toro Carambola (“Dime Cara, nada más, porque las bolas se me quedaron en el alambre”).

      Sus lonjas chimpancescas y sus colgantes tetillas no son óbice para ponerse a comparar lúbricamente bofeces y adiposidades (“A falta de pan, tortas de papa”) con la chocantona vedette argentina (“Ahí la llevamos”) que se hospeda en el cuarto 69 (“La habitación número rico”) y siempre anda de ofrecida. Al acecho de la perpetua travesura subrepticia, el cabroncito Camaney se rehúsa a echar polilla antes de tiempo. Nada lo acompleja ni avergüenza. Siempre tiene la respuesta adecuada, y la sorraja en andanadas. No necesita degradarse demasiado, como los Flacos y los Zayas, para hacer reír. Se muerde el obeso índice, junta sus manitas tocochas, se rasca la oreja, restira su chiclote, rompe el turrón con piquetes de panza, se saca de onda con gran facilidad, hace hondas reflexiones de pueril obviedad (“¿Sabes quién fue el que la mató? El asesino”), se gana la virginidad de una lunamielera en virtud de una labor de intimidación psicológica (“Entonces usted nunca tururú, nunca le han embarrado frijoles a su tostada, ¿es virgen?, le va a doler, yo se lo digo, le va a doler, yo todavía no me repongo”), electrocuta al empleado que le pedía un “toque”, se viste de mujer para ir a sentársele en las piernas al jefe gansteril aunque más bien parezca luchadora de sumo con enaguas (“¿Peso mucho, mi amor?” / ”No, si pareces gacela”), esgrime como escudo su brasierazo, remata a un tipo traidoramente por el piso a la hora de los fregadazos y respeta sumisamente a la autoridad en su puntual irrupción (“Hijo de tu pin..., perdón comandante”).

      Este Juan Camaney de Luis de Alba es ya sólo un machín picudo por autoexcitación, por ociosidad, por inercia, casi a pesar suyo. Única prueba de subsistencia cómica, su beligerancia verboerotómana proviene con desesperación de un cuerpo lastrado, que ya ni lo impulsa, ni lo auxilia, ni le responde, y de una ficción hipermachina en teoría, que lo desborda. A la zaga de sí mismo.

      La comicidad folicular rubrica la crónica festiva del rebajamiento femenino como la más alegre de las prácticas sociales. ¿Son inmutables los resortes de la comicidad mexicana, desde Niní Marshall Catita y Mauricio Garcés? El ridículo y la vejación misóginas llegan a su límite festivo en oligopelículas multívocas como Las calenturas de Juan Camaney, destinadas al más rascuache disfrute masculino. Todas las hembras y rorras que aparezcan en ella serán reducidas a meros folículos oóforos, risibles folículos de Graff, divertidas glándulas ováricas en forma de ovisacos donde están contenidos los óvulos del ultraje glorioso. Entre