Pino Imperatore

El asesino en su salsa


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entender algo, Peppe: me dejas sola mucho tiempo.

      —Me tienes podrido con la cantinela de la soledad. Puedes hacer amigas. Puedes salir y frecuentar algunas personas. O, te repito, ven a trabajar conmigo. No estés siempre tirada en el sillón. ¿Qué película estabas viendo?

      —La momia.

      —Tamaña porquería.

      —No entiendes nada. Por culpa tuya me perdí una parte.

      —No mientas: cuando llegué estabas en el mundo de los sueños. ¿Qué están haciendo nuestros hijos?

      —Seguramente duermen.

      —Fuerza, ve a la cama también.

      —No. Debo ver el final de la película.

      —Entonces, baja el volumen.

      —Ya está bajo.

      Peppe prestó atención. Efectivamente, el audio estaba apenas perceptible.

      —Angeli’, entonces el grito que escuché al entrar no era de la momia. ¡Era tuyo!

      Antes de acostarse, Peppe pasó por la habitación de los hijos.

      Diego roncaba a pleno.

      “Bendito sea —pensó Braciola—. Veintidós años de los cuales la mitad se lo pasó durmiendo. Bueno, por lo menos, no siente los gritos de la madre.”

      Isabella, en cambio, estaba todavía despierta. Había apoyado la almohada contra el respaldo de la cama y estaba concentrada leyendo un libro con un par de auriculares.

      —¡Hola, pa!

      Peppe se acercó y le dio un beso en la frente.

      —Hola, belleza mía.

      —¿Cómo te fue hoy? —preguntó Isabella dejando de lado el libro y los auriculares.

      —Fantástico. Con tu abuelo siempre hay diversión. ¿Cómo no te diste una vuelta? Cristina y Bettina te esperaban.

      —No tuve tiempo. Lo lamento. Terminé de trabajar tarde, luego fui a darles una mano a los muchachos de la asociación.

      Cabellera pelirroja, ojos color esmeralda y el rostro lleno de pecas, Isabella trabajaba como bióloga en un laboratorio de análisis clínicos y era voluntaria ayudando a personas en situación de calle.

      —¿Qué lees? —consultó con curiosidad Peppe sentándose al borde a la cama.

      Isabella le mostró la tapa del libro.

      —Una novela de García Márquez, El amor en los tiempos del cólera.

      —También lo leí hace algunos años —agregó Peppe—. Es una maravilla.

      —Una de las historias más románticas de la literatura.

      —Y a ti te han gustado siempre las historias románticas…

      Isabella creía en el amor verdadero y sincero, pero no lo había encontrado todavía. Sus noviazgos habían terminado todos de manera traumática, con el adiós o la traición del compañero. Sin embargo, ella no se daba por vencida. Estaba convencida de que en alguna parte del mundo había un hombre dispuesto a ofrecerle el corazón para toda la vida.

      —¿Escuchaste qué grito dio tu madre? —preguntó Peppe.

      —No, tenía los auriculares puestos.

      —Una cosa impresionante. Todavía tengo los pelos de punta debido al susto. Angelina se pone a ver esas películas con monstruos y le dan pesadillas. No sé cómo comportarme para sacudirla, para hacerla salir del entumecimiento.

      Isabella le apretó la mano.

      —Papá, debes tener paciencia. Yo le hablo a menudo y la dejo desahogarse. Lo sabes, es un poco depresiva, necesita ayuda.

      —¿Mañana vienes a la trattoria?

      —Ok, voy mañana a la noche.

      —¿Prometido?

      —Prometido. Resérvame el plato de costumbre.

      —¿Tu preferido?

      —Sí. Zucchini alla scapece.

      5

       Con lentitud y despreocupación

      En el corazón de Mergellina, en el centro de la plaza dedicada a Jacopo Sannazaro, el poeta humanista de La Arcadia, hay un símbolo mágico de Nápoles: la Fontana della Sirena. Un estanque circular del que emerge una roca atravesada por un grupo escultórico de figuras alegóricas. En la base aparecen plantas acuáticas y cuatro animales: un león marino, una tortuga, un caballo galopante y un delfín. En lo alto está Parthenope, con el pecho desnudo y una sonrisa apenas esbozada, una lira en la mano derecha, la cola de pez enrollada en los flancos y el brazo izquierdo elevado, como si quisiera abrazar a la ciudad entera.

      Los balcones del departamento en que vivía Gianni Scapece, en el cuarto piso de un edificio de comienzos del siglo XX, ubicado en la esquina entre la plaza y viale Gramsci, daban justo al monumento. Para el inspector, era un rito comenzar la jornada saludando a Parthenope. Apenas despierto, miraba hacia abajo y el instinto orientaba su mirada en dirección a la seductora sirena. Desde su regreso a Nápoles, durante los pasados dos meses, lo había hecho todas las mañana.

      La habitación era la misma en la que había pasado la infancia, la adolescencia y parte de la juventud; la casa de sus padres, desaparecidos con pocos meses de distancia uno del otro, hacía cuatro años. Primero había muerto su padre Nicola, el vendedor de pescados de la Torretta, amigo de Nonno Ciccio; luego su madre Maddalena, que no había soportado el dolor de la pérdida del marido, al que estaba ligada por un amor indisoluble.

      Luego del segundo funeral, Scapece había cerrado el departamento y no había querido ponerlo a la venta ni alquilarlo. Allí había demasiados recuerdos, nadie debía profanarlos.

      El inspector era hijo único, como Peppe Vitiello. Pero, a diferencia de Braciola, no había querido continuar con el camino paterno, no se había casado nunca y no tenía hijos. De niño había ayudado al padre en la pescadería; a continuación, la sed de conocimiento y la voluntad de someter a la justicia a las personas culpables de delitos lo habían llevado hacia otros lugares. Cuando ya era policía, se había graduado en Ciencias Criminológicas. Roma era la última ciudad en la que había trabajado antes de regresar a Nápoles. Para trasladar de la capital los libros de su biblioteca personal, había tenido que alquilar un flete. Policiales, noir, detectivescos, thriller, fantasy, ensayos históricos, tratados de psicología criminal e investigativa: cada misterio y delito lo atraía y fascinaba. No le gustaban los libros en formato digital; quería sentir el contacto con el papel, el olor de la tinta en la nariz, la consistencia de las páginas en las yemas de los dedos.

      También para la música era vintage: tenía muchos discos en vinilo, sobre todo de jazz y blues, que escuchaba en un viejo tocadiscos encastrado en un mueble de palo santo.

      Puso en la bandeja el álbum Like Someone in Love, de Art Blakey y, al son de “Noise in the Attic”, fue a darse una ducha. Mientras el agua corría por su cuerpo, volvió a pensar en un detalle que la señora Ruggiero le había revelado sobre la víctima de via Orazio: “Las mujeres le gustaban y él les gustaba a las mujeres”.

      También a Scapece le gustaban las mujeres, en calidad y abundancia. Y su atención por el universo femenino era recíproca en igual medida. Los cuarenta años bien llevados, los cabellos negros grises en las sienes y peinados hacia atrás, los ojos grises, las cejas espesas, las mandíbulas angulosas y un físico musculoso no lo hacían pasar inadvertido.

      A la belleza del macho latino asociaba una elegancia sobria y un estilo impecable de comportamiento; cuando las duras circunstancias de la vida lo requerían, sabía ser tenaz, fuerte, a veces inflexible; en los casos opuestos, exhibía una ternura plácida.

      La