Pino Imperatore

El asesino en su salsa


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exhibió sus conocimientos bíblicos y herborísticos:

      —Una resina aromática, se utilizaba como planta medicinal. Como narran las Sagradas Escrituras, la llevó Melchor. Gaspar, en cambio, llevó el oro y Baltasar, el incienso.

      —Además, el incienso es otra cosa que nunca comprendí. Querido Baltasar, eres un rey y visitas a un recién nacido, ¿no? Un recién nacido que no es cualquiera: es el hijo de Dios. En consecuencia, digo yo, y lo digo sin ánimo de ofender, trata de quedar bien como Gaspar, llévale un objeto valioso. Qué sé yo, una pulsera de plata, un collar, un diamante. En cambio, no: el incienso. ¿Qué debía hacer el Niño Jesús con el incienso? Con un regalo así le haces pensar a esta criatura que la vida es una desilusión y un sufrimiento. Y si precisamente no quieres gastar tanto dinero, querido Baltasar, llévale algo útil: una caja gigante de pañales, un set de biberón, una cunita, un cochecito. O quizá un juguetito: un caballito mecedor, un trompo, un trencito. Así lo haces feliz. O un Evangelio ilustrado, que podía resultarle ilustrativo. Y ya que vas, lleva quizá una estufa a gas, que María y san José están a la intemperie y al frío y no pueden más sentir el aliento del buey y del asno en la nuca.

      Peppe y Diego rompieron a reír.

      Zorro lamió las manos de Nonno Ciccio a lo largo y lo ancho.

      Por algunos segundos, el Niño Jesús colgado de la cuerda se balanceó.

      8

       Visita a domicilio

      Via Orazio 190. El edificio de tres pisos en el que había sucedido el homicidio. Un edificio moderno, panorámico, con amplios espacios verdes bien cuidados en la parte exterior.

      Scapece se detuvo en el vestíbulo.

      El portero fue a su encuentro.

      —Buen día, inspector. Ayer por la mañana no tuve modo de presentarme: me llamo Pasquale Fabozzi, soy encargado de la vigilancia del edificio. He avisado a todos los inquilinos, lo están esperando.

      El inspector emprendió el primer tramo de escaleras: el edificio no tenía ascensor. Llegado al rellano del último piso, miró hacia la izquierda, a la casa en la que había sido asesinado Amedeo Caruso. Sobre la puerta, enmarcado por cuatro tiras de cinta adhesiva, una hoja registrada bajo Jefatura de Policía de Nápoles rezaba en el centro lo siguiente: “Inmueble bajo secuestro penal”.

      Al lado de la puerta, a la derecha, una placa, dos apellidos: Mancini y Garofalo. Scapece tocó el timbre. Le abrió un anciano, alto, de aspecto distinguido.

      —Inspector Scapece, de la comisaría de policía de Mergellina.

      —Encantado, Mancini. Por favor, entre, adelante.

      El hombre acompañó al inspector a una salita y se dirigió al corredor.

      —Voy a llamar a mi esposa.

      La habitación, adornada con muebles de madera oscura, era muy luminosa. Desde una ventana se veía el mar.

      Al saludar a Scapece, la esposa de Mancini manifestó agitación y cansancio. Tenía ojeras y un ligero temblor en una mano.

      —Esto no es un interrogatorio —puntualizó el inspector—. Es tan solo una charla informal. Estoy reuniendo elementos útiles para la investigación. Ustedes son los vecinos más cercanos de la víctima. ¿Conocían a Caruso? ¿Notaron algún hecho fuera de lo normal que pudiera relacionarse con él? Díganme lo que consideren más apropiado, con plena libertad.

      —Mi mujer y yo estamos conmocionados —comenzó a hablar Mancini—. En este edificio nunca ha sucedido nada extraño. Vivimos aquí desde hace más de veinte años. Entre nosotros los inquilinos nunca ha habido una pelea, una discusión. A Amedeo lo conocíamos, pero no lo frecuentábamos. Vino a vivir aquí hace tres años. Lo veíamos poco. Algunos meses nos pasó de cruzarlo solo una vez, cuando venía a retirar el dinero del alquiler.

      —¿Era el propietario de este departamento?

      —Los propietarios son sus padres. El edificio lo hizo construir su padre en los años sesenta. Pero en los últimos tres años, el alquiler lo venía a buscar él. Aquí somos todos inquilinos. Los Caruso no quisieron vender nunca.

      —Mi marido y yo hemos hecho varias veces una oferta por la adquisición del departamento, pero ellos siempre se negaron —agregó la señora Garofalo—. Pagamos una cifra bastante elevada, como los otros inquilinos, y a veces nos ha dado ganas de mudarnos. Luego lo hemos vuelto a considerar, porque estamos encariñados con este lugar. Via Orazio es una zona tranquila, lejos del caos de la ciudad. Pero quizá ahora volvemos a discutirlo. Hace dos noches que no duermo pensando en lo que sucedió. Amedeo era un muchacho educado, de buenos modales. Es verdad que en su casa había mucho ir y venir. Pero no tenemos derecho a juzgar; cada uno elige hacer la vida que quiere.

      —¿Qué tipo de ir y venir, señora?

      —Mujeres, inspector. Muchas mujeres.

      —¿Y también en la noche entre el jueves y el viernes Caruso recibió una mujer?

      —Sobre esto puedo informarle yo —intervino Mancini—. Era más o menos la una de la mañana y yo estaba leyendo un libro en mi estudio, que da a la calle. Estoy acostumbrado a quedarme hasta tarde, tengo una edad en la que me bastan pocas horas de reposo. Escuché detenerse un auto frente al edificio, con una frenada brusca. Miré por la ventana y escuché voces. Después de un rato, se abrió la puerta del lado del pasajero y descendió Amedeo. Dijo algo a quien estaba conduciendo y tambaleándose se dirigió hacia la casa. El auto arrancó y se fue.

      —¿Estaba borracho?

      —Seguramente.

      —¿Qué tipo de auto era?

      —Deportivo. No quisiera equivocarme, pero creo que era un BMW.

      —¿Lo había visto antes?

      —Hace algunas semanas. Pero en aquella ocasión, Amedeo salió del auto con una muchacha.

      —En cambio, la otra noche, entró solo a la casa.

      —Sí. Lo escuché llegar al palier, y abrir y cerrar la puerta. Luego nada más.

      —¿Ningún ruido? ¿Ninguna voz?

      —No, inspector. Poco después fui a la cama con mi esposa y me dormí.

      —¿Viven solos?

      —Sí. Somos jubilados. Tenemos una hija casada que vive en las afueras de Nápoles.

      —Les agradezco la disposición —concluyó Scapece—. Si les viene a la mente algún detalle, búsquenme en la comisaría.

      La pareja que vivía en el departamento de abajo estaba compuesta por dos abogados de unos cuarenta años, Massimo Orlando y Giuliana Ranieri. Él penalista, ella abogada civil. Trabajaban en uno de los estudios jurídicos más famoso de Nápoles y tenían dos hijos, ambos pequeños.

      —Un niño de diez años y una niña de ocho —precisó la señora Ranieri—. Intuyeron que en el piso de arriba pasó algo grave, pero preferimos no decirles la verdad.

      —Se habrían asustado —agregó el marido.

      Scapece estuvo de acuerdo.

      —Tomaron una buena decisión. Es mejor tener a los niños alejados de ciertas cosas. ¿Ahora dónde están?

      —En casa de mis padres —respondió la mujer.

      —¿Qué piensan de este asesinato?

      —Es una locura —intervino Orlando.

      —¿Por qué dice que es una locura? ¿Piensa que es obra de un desquiciado?

      —No sabría… —dudó el abogado—. Habría que preguntarle a un psiquiatra. En mi carrera me he ocupado de algunos casos de homicidio y nunca vi algo con estas características. No me gustaría estar en sus zapatos, inspector. Creo que la