Pino Imperatore

El asesino en su salsa


Скачать книгу

      —Puede ser. Eso lo dirá la autopsia.

      Improta se ensombreció.

      —¿Por qué tanto ensañamiento?

      —Odio, comisario. Solo un odio desmesurado puede llevar a un acto tan cruel. No hay otra explicación. Un odio acumulado en el tiempo, debido a motivos que debemos descubrir.

      —¿Y por qué la coreografía culinaria? ¿El ajo, el aceite, el peperoncino, la sartén…?

      —Tengo una hipótesis, pero debo elaborarla mejor para no sacar conclusiones apresuradas.

      —Adelante con eso —dijo Improta apoyando las manos sobre el escritorio—. Antes de Navidad debemos meter al asesino en la cárcel. ¿Piensas que el delito es obra de una sola persona?

      —Es muy probable. La dinámica hace pensar que fue así.

      —Buen trabajo, Gianni. Y no te olvides la lupa.

      —Nunca —respondió Scapece sacando del abrigo su inseparable compañera de investigaciones.

      La comisaría ocupaba los primeros pisos de uno de los tantos edificios construidos en Mergellina después de que rellenaran el terreno que, entre los siglos XIX y XX, se había ganado a la costa. Cuatro departamentos adaptados, con ambientes altos y amplios, con frisos en yeso sobre el techo, restos de murales con algunas escenas campestres y marinas sobre algunas paredes.

      La oficina de Scapece, en el segundo piso, tenía un ventanal que daba a la calle. El inspector se apoyó en los vidrios y miró hacia la trattoria Parthenope. Las persianas del local estaba levantadas, las luces en el interior, encendidas. Más allá de la puerta de entrada se entreveían sombras en movimiento.

      —Quizá estén ordenando —pensó el inspector con una sonrisa.

      7

       Oro, incienso y cerveza

      Braciola estaba en una mesa en el centro de la sala, la cabeza apoyada sobre la palma de una mano y un aire de resignación.

      Diego, con cara de dormido y los cabellos despeinados, apoyado en un taburete sorbía un café y atendía los pedidos.

      Nonno Ciccio depositó un bolso sobre una mesa y los escrutó.

      —Parecen La Pietà de Miguel Ángel. Fuerza, ¡un poco de alegría!

      Peppe y su hijo no reaccionaron.

      Zorro, enroscado en un rincón, bostezó.

      —Diego, ¿estás listo para comenzar con las maniobras? —preguntó Nonno Ciccio.

      —Sí —respondió el muchacho—. ¿Trajiste el aparejo?

      —Está todo aquí adentro —dijo el supervisor de la Parthenope señalando con un índice el bolso.

      —¿Qué tengo que hacer? —preguntó Peppe.

      —Nada —retrucó su padre—. Observa.

      —¿Estás convencido de querer hacer esto?

      —Convencidísimo.

      —¿Es verdaderamente necesario?

      —Muy necesario. La Virgen de Piedigrotta se me apareció en sueños y me ha dado su aprobación.

      Braciola levantó las manos en señal de rendición.

      Nonno Ciccio abrió el cierre del bolso, extrajo un metro enrollable y se lo entregó al nieto.

      —Lo primero es medir el largo de la sala de la puerta de entrada hasta allá, donde colocamos el pesebre. Si la memoria no me engaña, deberían ser casi catorce metros.

      Diego ejecutó la operación y confirmó:

      —Trece metros y ochenta centímetros.

      Nonno Ciccio sacó del bolso un taladro eléctrico.

      —Haz un agujero sobre el marco de la puerta de entrada y otro allá en el fondo, sobre el pesebre. Calcula con precisión las distancias: los agujeros deben estar a la misma altura y ambos en el centro de las paredes.

      Con ayuda del taburete, Diego midió y agujereó.

      Zorro se tapó las orejas con las patas.

      Peppe sudó frío.

      —Dentro de los agujeros encastra eso —le dijo Nonno Ciccio al nieto entregándole dos piezas con unos ganchos con anillos.

      Diego las colocó.

      Nonno Ciccio le pasó un rollo de cuerda roja.

      —Ata esto a los ganchos. Por favor, aprieta fuerte nudos y que la cuerda esté bien tensa.

      Diego siguió las órdenes a la perfección.

      —Y ahora el gran final —dijo Nonno Ciccio extrayendo con cuidado del bolso dos cajas de cartón. De la primera salió una estatuita del Niño Jesús. De la segunda, un pequeño bajorrelieve que representaba a los tres Reyes Magos en viaje bajo un cielo estrellado, con la estrella que les indicaba el camino. Ambos objetos eran de porcelana pintada a mano y tenían por detrás un gancho con un pasador.

      Peppe y Diego se acercaron para admirarlos. Zorro para olfatearlos.

      —Son hermosos, ¿no? —dijo Nonno Ciccio—. Los adquirí en San Gregorio Armeno. Ahora los colgamos de la cuerda, pero con cuidado. Diego, ¿cuánto dijiste que mide la distancia entre la puerta y el pesebre?

      —Trece metros y ochenta centímetros.

      —Hoy es diez de diciembre, por lo que faltan quince días para Navidad. Divide trece coma ochenta por quince y dime cuánto es.

      Diego, que tenía un cerebro matemático impresionante, hizo la división mentalmente y le pasó el resultado:

      —Cero coma noventa y dos.

      Nonno Ciccio le pasó el Niño Jesús.

      —Toma, átalo a la cuerda. A noventa y dos centímetros de la puerta. Y recuerda: cada día, debes desplazarlo hacia adelante noventa y dos centímetros, de modo que para Navidad llegue al pesebre. En la noche del 24 para el 25, cuando den la medianoche, lo desatamos de la cuerda, lo hacemos descender del cielo hasta la gruta de Belén y lo colocamos entre José y la Virgen.

      Diego, cuya notable masa corpórea tendía a emular la redondez paterna, subió al taburete y se inclinó a un lado.

      —Cuidado, que te caes —le gritó Peppe.

      El joven se enderezó, tomó las medidas y enganchó la estatuita a la cuerda.

      —Bravo —lo elogió Nonno Ciccio—. Ahora dime, ¿cuántos días faltan para el 6 de enero?

      —Veintiocho.

      —¿Y cuánto es trece coma ochenta dividido veintiocho?

      —Aproximadamente, cero coma cuarenta y nueve.

      —Entonces, cuelga a los Reyes Magos a cuarenta y nueve centímetros de la puerta. Y no te olvides: debes hacerlos desplazarse cuarenta y nueve centímetros por día, de modo que el 6 de enero, fiesta de la Epifanía, lleguen también ellos sobre el pesebre. En ese momento, los desenganchamos y los colocamos frente a la gruta, así van a entregar el oro, el incienso y la cerveza al Niño Jesús.

      —La mirra, no la cerveza —corrigió Peppe.

      —Ya sé que llevan mirra, pero también les importaba la cerveza, hazme caso —dijo Nono Ciccio—. Para hacer un trayecto largo e incómodo en la grupa de los camellos, la cerveza sirve.

      —Sí, papá, pero regalarle cerveza a un recién nacido no sería una opción apropiada.

      —De hecho, se la dieron a san José. Sabían que era un buen trabajador y que cada tanto, entre un trabajito y otro, se tomaba un traguito. No había nada malo en ello. Ya ese pobre santo