Pino Imperatore

El asesino en su salsa


Скачать книгу

      —Aquí son todas personas respetables, reservadas, que apenas se conocen. Cada una se ocupa de sus asuntos.

      “Por esto, como ha declarado Mancini, entre los inquilinos nunca ha habido una pelea —reflexionó Scapece—. Se ignoran unos a otros.”

      —Todos están conmocionados por la tragedia —continuó el encargado—. Yo mismo todavía no consigo entenderlo. Amedeo, hay que reconocerlo, tenía la capa a vuoto a perdere, pero nadie imaginaba algo espeluznante como lo que ha sucedido.

      —¿Qué significa la capa a vuoto a perdere?

      —Que era un joven un poco errático. Le gustaba despilfarrar dinero y darse la buena vida. Utilizaba el dinero de los alquileres y otras bonificaciones que le venían de su padre. Por Dios, no quiero decir que andaba en alguna red de mala vida, eso no, no era realmente el tipo, salía a por restaurantes, viajaba, estaba inscripto en un gimnasio, era mujeriego.

      —¿Consumía alcohol, drogas?

      —Drogas, no sé. En cuanto a beber, sí, bebía, y bastante, por cierto. Una vez volvió tan ebrio que no consiguió meter la llave en el portón de entrada. Me llamó por el portero eléctrico, le abrí, luego tuve que acompañarlo arriba porque solo no se las podía arreglar. Mientras subíamos las escaleras, vomitó.

      —Uno de los inquilinos me contó que la otra noche regresó alrededor de la una; lo trajo el auto de alguien.

      —Sí, tengo el sueño ligero, presté atención. Sin embargo, no me levanté para mirar. Ya estaba acostumbrado a escucharlo regresar tarde.

      —¿Alguna vez lo vio discutir o pelearse con alguien?

      —No, nunca.

      Scapece levantó la mirada hacia los balcones del edificio.

      —Me falta el primer piso. ¿Quién vive allí?

      —En el primer piso estoy yo, que vivo solo —respondió el encargado—. Y luego está Guido Pappalepore. Es un excapitán de barco de la Marina militar. Inspector, si yo fuera usted, evitaría ir a hablarle.

      —¿Por qué?

      El hombre hizo girar el índice junto a la sien.

      —Está un poco loco. No está bien de la cabeza. Le hará perder mucho tiempo. Para él existen solo el mar y los barcos. Hace años su esposa se largó y se fue a esconder sabe uno a dónde. Ni siquiera el programa Chi l’ha visto? consiguió encontrarla.

      El encargado tenía razón. Pappalepore embarcó a Scapece en el barco de vapor de sus divagues mentales y lo obligó a hacer un viaje en la historia de la navegación: de las embarcaciones vikingas a los trasatlánticos, de las carabelas de Colón a los acorzados lanzamisiles de la Segunda Guerra Mundial.

      El excapitán lo retuvo por más de una hora, mostrándole decenas de modelos de navíos que tenía desparramados por toda la casa. Sobre estantes, mesitas, columnas de mármol, escritorios, incluso sobre las mesitas de luz del cuarto.

      El inspector aprendió las diferencias entre galeras y galeones, corbetas y fragatas, y supo —detalle importante para el aumento de sus conocimientos históricos— cuántas pérdidas sufrió la flota otomana durante la batalla de Lepanto.

      Para ver en detalle las reproducciones en miniatura de las legendarias embarcaciones Victory y Santísima Trinidad, Scapece desenfundó su lupa. Nunca debería haberlo hecho. Pappalepore interpretó el gesto como un vivo interés por el tema y se lanzó a una erudita disquisición sobre las excepcionales capacidades militares de Horace Nelson y de Baltasar Hidalgo de Cisneros, que combatieron mar adentro en la batalla de Trafalgar y citó con mucha admiración las palabras que el almirante británico le dijo a un capitán suyo antes de morir: Kiss me, Hardy!

      Varias veces el inspector intentó desviar el rumbo de la conversación hacia el homicidio de Caruso, pero Pappalepore, atrapado y fascinado por la oportunidad de poder compartir la propia pasión, no prestó atención a las exhortaciones del inspector. Solo en un momento se le escapó un juicio sobre el coinquilino asesinado: “Era un jovenzuelo cobarde, merecía tener el fin que tuvo”.

      —¿Por qué? —preguntó Scapece.

      —Todas las veces que me lo crucé, nunca me devolvió el saludo militar.

      El inspector entendió que no había esperanzas y decidió despedirse.

      Pappalepore le agradeció la visita regalándole una pequeña piragua polinesia.

      —Así juega con su hijo.

      —Capitán, no tengo hijos.

      —Los tendrá.

      En el vestíbulo, el encargado estaba al acecho.

      —¿Cómo le fue, inspector?

      —Me hizo sufrir el mal de mar.

      —Se lo advertí.

      —Tenga, señor Fabozzi, se la regalo —le dijo Scapece colocándole entre las manos la piragua—. Para que haga jugar a sus nietos.

      En la calle, el inspector llamó por teléfono a Improta.

      —¿Buenas noticias, Gianni? —preguntó el comisario.

      —La personalidad y el comportamiento de la víctima me resultan más claros. También tuve un encuentro cuasi erótico y a continuación aprendí interesantes nociones de náutica.

      —¿Qué?

      —Después le cuento.

      —Me contactaron los colegas de la Jefatura de Policía: Amedeo Caruso tenía la patente suspendida porque hace dos meses lo encontraron conduciendo en estado de ebriedad. En octubre, además, estuvo involucrado en una pelea en un establecimiento en Vomero.

      —Una conducta coherente con su estilo de vida. Más tarde visitaré a los padres. Y trataré de ir más a fondo.

      El inspector hizo una segunda llamada a la trattoria Parthenope.

      Le respondió Braciola.

      —Amable Inspector, ¿cómo está?

      —Muy bien, Peppe. Por favor, ¿podría reservarme una mesa para hoy a la noche? Vuelvo a visitarlos.

      —¿El rinconcito de siempre?

      —Sí.

      —Pero nada de pulpo con garbanzos. Esta noche le hago probar un magnífico bacalao al horno con papas. ¿Alguna objeción?

      —Ninguna.

      9

       La infelicidad

      Los Caruso vivían en via Manzoni, en una mansión de estilo Liberty rodeada de un parque lleno de plantas exóticas. Al ver la fachada, Scapece reflexionó acerca de la riqueza de los propietarios. Ludovico, el padre de Amedeo, era uno de los personajes más polémicos de la alta burguesía napolitana. Titular de una empresa constructora muy conocida en la ciudad en los años noventa, había terminado en la cárcel acusado de haber sobornado a algunos políticos para obtener licitaciones y financiamiento; luego la investigación se había desdibujado y el constructor había terminado con una condena leve.

      Al mirar con mayor atención la mansión, el inspector notó signos de decadencia. A lo alto, sobre la cornisa, el yeso estaba resquebrajado y del techo surgían malezas; una de las ventanas de la planta baja tenía el vidrio roto.

      A través de la escalera interna con balaustrada de bronce y esculturas inspiradas en el arte clásico, un empelada doméstica escoltó a Scapece hasta arriba.

      En un salón lleno de espejos y pinturas, sentado en una butaca al lado de una chimenea en la que ardían troncos gruesos, esperaba Ludovico Caruso. Vestía un traje beige con chaleco. En sus ojos había irritación.

      La conversación