Pino Imperatore

El asesino en su salsa


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de lo que soy capaz; ahora demuéstrenme cuán listos son para descubrirme”. Sin embargo, una excesiva seguridad lleva a cometer errores. El delito perfecto, como usted bien sabe, no existe. Me parece que la clave del enigma se esconde en la vida privada de Amedeo.

      —¿Qué tipo de relación tenían con él?

      —Prácticamente ninguno. De día nunca lo veíamos. De noche regresaba tarde.

      —¿El jueves lo vieron?

      —No —respondió Giuliana—. A las nueve y media mi marido y yo regresamos juntos del estudio. Los niños estaban con la baby-sitter. La despachamos, llevamos a los niños a la cama, luego una cena ligera, un poco de televisión y también nos acostamos. El viernes nos despertamos con los gritos de la señora de la limpieza que descubrió el cadáver y llamamos a la policía.

      —Sin embargo, hay un hecho sobre el que mi mujer y yo venimos reflexionando desde ayer. Después que el portero del edificio nos avisó que usted, inspector, vendría en vernos —dijo el abogado Orlando—. En noviembre, cuando Amedeo vino a cobrar el alquiler, se quedó charlando con nosotros más de lo habitual. Las otras veces, entraba, tomaba nuestro dinero del alquiler, nos firmaba el recibo y desaparecía. En cambio, el mes pasado, fue más allá de las formalidades y sin motivo me preguntó mi parecer sobre un asunto específico.

      Scapece paró las antenas.

      —¿Qué asunto?

      —La usura. De buenas a primeras, me preguntó si alguna vez me había pasado de participar, como letrado, en procesos por el delito de usura y cuáles serían las penas aplicables a los tiburones, o sea, a los prestamistas.

      —Sí, utilizó precisamente esa palabra: tiburones —confirmó al señora Ranieri.

      El inspector frunció el ceño.

      —¿Les dio la sensación de que estaba metido en un negocio de usura?

      Orlando estiró los brazos.

      —¿Quién puede saberlo, inspector? Preguntó indiferente, como si no tuviera que ver con él. Si estaba actuando, interpretó su parte de manera muy natural.

      De un tono muy diferente fue el encuentro del inspector con la inquilina del otro departamento del segundo piso, una rubia treintañera que abrió la puerta con una puesta en escena tan perturbadora como para hacer entrar en crisis el aparato hormonal de Scapece: baby-doll transparente en tul negro con bordes de seda; corpiño y culotte en encaje rojo¸ pantuflas del mismo color, con taco aguja y pompón de piel, un resplandeciente brillo labial en la boca.

      —¿La señora Mazza? —tartamudeó el inspector.

      —Aquí para servirlo —dijo la mujer con voz sensual—. Usted es el inspector Scapece, presumo.

      —Sí, soy yo. ¿Quiere que pase más tarde?

      —No, por favor. Lo estaba esperando.

      Siguiendo el movimiento armónico de los glúteos de la señora, Scapece entró en el departamento en el que había un dulce perfume a jazmines. Oculto en alguna parte, del estéreo salía una música ambient.

      La mujer lo hizo sentar en el sillón del living, puso su trasero sobre el brazo de una butaca y con una mano se tiró para atrás un mechón de cabello.

      —Llámeme simplemente Viola —dijo cruzando las piernas—. Es mi nombre.

      —Como guste —accedió el inspector, esforzándose por mantener una compostura profesional—. ¿Es usted casada?

      —Sí, pero me estoy separando. Mi marido no vive más conmigo.

      —¿Sabe por qué he venido?

      La mujer hizo una mueca de disgusto.

      —Por el homicidio de Amedeo. Qué muerte horrible. Era un muchacho lindo. Musculoso, bien dispuesto, cortés. Cuando me casé y vine a vivir aquí, lo noté en seguida.

      —¿Tuvo oportunidad de frecuentarlo? —la provocó Scapece.

      —Bueh, me hubiera encantado, era un tipo interesante —confesó Viola—. Pero más allá de alguna charla de escalera, evité todo contacto, porque mi marido era muy celoso. Qué puedo hacer. No me resisto a los encantos varoniles. Y también usted, querido inspector, me disculpe, encanto varonil tiene bastante. ¿Quiere algo para beber?

      Scapece esquivó la provocación.

      —No, gracias. ¿Hace cuánto que vive aquí?

      —Dos años y medio.

      —¿Tiene hijos?

      —No. Mi marido y yo hubiéramos querido tener, pero no se dio. Mejor así, prefiero sentirme libre.

      Para subrayar la declaración, la señora se acarició una teta.

      —Sobre gustos…. —improvisó Scapece abriendo el cierre del abrigo para hacerle tomar aire al tórax acalorado.

      Viola Mazza balanceó la pierna cruzada y la pantufla que tenía en el pie se le salió, junto al pompón.

      —Uy —se sorprendió la señora y se inclinó para recogerla, colocando su trasero a medio metro de la nariz del inspector.

      Scapece escuchó voces en la cabeza. En principio, la de un espíritu bueno: “Tranquilo, tranquilo, tranquilo, recuerda que estás en servicio”. Luego la de un espíritu maligno: “Esta es realmente una puta, aprovecha y estira una mano”.

      El espíritu maligno estaba por llevar la delantera sobre la mismísima mano, cuando el inspector escuchó a sus espaldas otra voz. Real, enérgica y femenina.

      —Viola, ¿qué estás haciendo?

      Scapece y la Mazza se dieron vuelta.

      Una mujer con los cabellos largos, color pantera. Llevaba puesto un taparrabos. Sus pechos eran enormes. “Seguramente, operados”, sentenció el espíritu bueno. “¿A quién le importa?”, afirmó el maligno.

      —Se me salió una pantufla —aclaró la señora Mazza.

      —¿Tienes todavía para mucho tiempo?

      —Unos pocos minutos.

      —Apúrate, te espera en el cuarto —la intimó la panterona. Y sin dignarse a mirar a Scapece, desapareció.

      —Es Loredana, una querida amiga —explicó Viola—. Tiene un carácter un poco vivaz, pero no es mala. Estábamos trabajando en algo juntas, por eso se puso nerviosa.

      Scapece no osó preguntar qué y cortó por lo sano:

      —No le robo más tiempo, señora. Hagamos así: si tuviera algo interesante para decirme sobre el homicidio de Caruso, me contacta.

      —¿Dónde?

      —En la comisaría de policía de Mergellina.

      “Dale tu número de celular”, dijo el espíritu maligno.

      “No se lo des y vete”, reprendió el espíritu bueno.

      —Mejor hagamos así —propuso el inspector a la señora—: me llama ahora a mi celular, así me grabo su número y usted graba el mío.

      “¡Bravo!”, se alegró el espíritu maligno.

      —Sí, sí, sí —chilló Viola.

      Scapece y Viola se llamaron y se registraron.

      La mujer se despidió con un cálido apretón de manos y una promesa:

      —Nos hablamos pronto, mi intrigante inspector.

      Antes de continuar con su recorrido, Scapece salió al jardincito del edificio a respirar un poco de aire fresco. Mientras sus pensamientos vagaban entre encajes, brillos labiales y pieles, el portero lo alcanzó.

      —Inspector, ¿cómo está? ¿Consiguió sacar alguna