Paul Bowles

Cuentos selectos


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más grande, y de todos modos ya habíamos leído todas las revistas.

      —Supongo que esto representa el impulso de destrucción innato en el Hombre —dijo ella, pateando una pelota de papel estrujado a lo largo del piso—. Y la próxima vez que intente morderte, se tratará de la inseguridad básica del Hombre.

      —No sabes qué aburrida eres cuando tratas de ser cáustica. Si quieres que me libre de él, me libro. Es bien fácil.

      Ella se inclinó para tocar al animal, pero este retrocedió con desconfianza hasta debajo de la litera. Ella se incorporó.

      —Él no me importa. El que me importa eres tú. Él no puede evitar ser un pequeño horror, pero no deja de recordarme que tú sí podrías evitarlo si quisieras.

      El rostro del esposo adoptó la impasividad que lo caracterizaba cuando estaba resuelto a no perder los estribos. Sabía que él esperaría para enojarse a que ella no estuviera preparada para el ataque. Él no dijo nada, tamborileó un ritmo insistente con las uñas sobre la tapa de una valija.

      —Naturalmente, no quiero decir de veras que seas un horror —continuó ella.

      —¿Por qué no? —dijo él, con una sonrisa agradable—. ¿Qué tiene de malo la crítica? Probablemente yo sea un horror, para ti. Me gustan los monos porque los veo como pequeños hombres modelo. Tú crees que los hombres son otra cosa, algo espiritual o Dios sabe qué. Sea lo que fuere, advierto que eres la que está siempre desilusionada y anda por ahí preguntándose cómo puede ser tan bestial la humanidad. Yo creo que la humanidad está muy bien.

      —Por favor, no sigas —dijo ella—. Conozco tus teorías. Nunca te convencerás de ellas.

      Cuando terminaron de empacar, se acostaron. Mientras él apagaba la luz de detrás de su almohada, dijo:

      —Dime honestamente. ¿Quieres que se lo dé al camarero?

      Ella apartó de una patada la sábana en la oscuridad. Por el ojo de buey, cerca del horizonte, alcanzaba a ver estrellas y el mar calmo le pasaba apenas por debajo. Sin pensar, dijo:

      —¿Por qué no lo arrojas por la borda?

      En el silencio que siguió, se dio cuenta de que había hablado con imprudencia, pero la brisa tibia que se movía con languidez sobre su cuerpo le hacía cada vez más difícil pensar o hablar. Mientras se quedaba dormida, le pareció escuchar que el esposo decía lentamente: “Creo que tú harías eso, creo que tú harías eso”.

      A la mañana siguiente ella durmió hasta tarde y, cuando se levantó para el desayuno, el esposo ya había terminado el suyo y estaba recostado, fumando.

      —¿Cómo estás? —le preguntó con alegría—. El camarero del camarote está encantado con el mono.

      Ella sintió un arrebato de placer.

      —Ah —dijo, sentándose—, ¿se lo regalaste a él? No hacía falta. —Miró el menú; era el mismo de todos los días—. Pero supongo que en realidad es mejor. Un mono no va bien con una luna de miel.

      —Creo que tienes razón —coincidió él.

      Villalta era agobiante y polvorienta. En el otro barco ya se habían acostumbrado a tener muy pocos pasajeros y fue una sorpresa desagradable encontrarse con que el nuevo estaba atestado de gente. El nuevo barco era un ferry de dos cubiertas pintado de blanco, con una enorme rueda de paletas en la popa. En la cubierta inferior, ubicada a no más de dos pies por sobre la superficie del río, los pasajeros y la carga estaban listos para viajar, apretados indiscriminadamente. La cubierta superior tenía un salón y alrededor de una docena de camarotes individuales angostos. En el salón, los pasajeros de primera clase desataban sus atados de almohadas y abrían las bolsas de papel de su comida. La luz anaranjada del sol poniente inundaba la estancia.

      Examinaron el interior de varios camarotes.

      —Todos parecen vacíos —dijo ella.

      —Entiendo por qué. No obstante, la intimidad sería de ayuda.

      —Este es doble. Y tiene mosquitero en la ventana. Es el mejor.

      —Voy a buscar a un camarero o alguien. Entra y ocúpalo.

      —Parece la sede del Ejército de Salvación a la noche siguiente de un desastre grave —dijo él cuando entró en el camarote—. No encuentro a nadie. De todas maneras, mejor nos quedamos aquí. Los otros cubículos están empezando a llenarse.

      —No estoy tan segura de si no preferiría estar en cubierta —anunció ella—. Hay cientos de cucarachas.

      —Y probablemente cosas peores —agregó él, mirando las literas.

      —Lo que hay que hacer es sacar esas sábanas sucias y acostarnos nomás sobre los colchones. —Miró el pasillo. El sudor le chorreaba por el cuello—. ¿Crees que es seguro?

      —¿A qué te refieres?

      —Toda esa gente. Esta bañera vieja.

      Él se encogió de hombros.

      —Es una noche sola. Mañana estaremos en Ciénaga. Y ya es casi de noche.

      Ella cerró y se apoyó contra la puerta, con una leve sonrisa.

      —Creo que va a ser divertido —dijo.

      —¡El barco se mueve! —gritó él—. Vayamos a cubierta. Si es que podemos salir hasta allí.

      Despacio el viejo barco empezó a cruzar la bahía hacia la costa oriental en sombras. La gente cantaba y tocaba guitarras. En la cubierta de abajo una vaca mugía sin cesar. Y el más intenso de todos los sonidos era el torrente de agua producido por las enormes paletas.

      Se sentaron en la cubierta, en medio de una multitud vociferante, apoyados contra los barrotes de la baranda, y observaron el ascenso de la luna por encima de los manglares. A medida que se aproximaban al lado opuesto de la bahía, parecía como si el barco fuera directo a estrellarse contra la costa, pero enseguida apareció un canal angosto y el barco se deslizó con cautela por allí. La gente se retiró de inmediato de la baranda, hasta apiñarse contra la pared opuesta. Ramas de árboles de la orilla empezaron a restregarse contra el barco, arañando las paredes laterales de los camarotes y luego azotando con violencia la cubierta.

      Ellos dos se abrieron paso a través de la muchedumbre y caminaron a través del salón hasta la cubierta del otro lado del barco; allí estaba pasando lo mismo.

      —Es una locura —declaró ella—. Parece una pesadilla. ¿A quién se le ocurre ir por un canal que no es más ancho que el barco? Me pone nerviosa. Voy a entrar a leer.

      El esposo le soltó el brazo.

      —Nunca puedes entrar en el espíritu de algo, ¿no?

      —Dime cuál es el espíritu y yo te veré si entro —dijo ella, alejándose.

      Él la siguió.

      —¿No quieres bajar a la cubierta inferior? Ahí parecen estar con más fuerzas. Escucha. —Levantó una mano. Desde abajo llegaban estallidos de risa reiterados.

      —Definitivamente no —dijo ella sin mirar alrededor.

      Él fue abajo. Había grupos de hombres sentados en bolsas de arpillera repletas y cajones de madera, jugando a tirar la moneda. Las mujeres estaban de pie detrás, pitando cigarrillos negros y chillando de excitación. Él las miró con atención, reflexionando que si les faltaran menos dientes serían personas apuestas. “Deficiencia mineral en el suelo”, comentó para sí.

      De pie al otro lado