Paul Bowles

Cuentos selectos


Скачать книгу

era hora de visitar una ciudad vecina, donde su padre le había dicho alguna vez que vivían unos primos suyos.

      Temprano por la mañana se dirigió a la estación de autobuses. Todavía estaba oscuro, y el autobús vacío llegó mientras bebía café caliente. Todo el camino fue de curvas y ganchos por las montañas.

      Ya era de noche cuando llegó a la otra ciudad. Aquí había más nieve en las calles y hacía más frío. Como esto no era lo que Amar quería, no lo había previsto, y le molestó tener que rebozarse hasta los ojos con el albornoz al salir de la estación. Era una ciudad inhóspita, se dio cuenta enseguida. Los hombres llevaban agachada la cabeza y si se rozaban con alguien ni siquiera alzaban la mirada. Salvo en la calle principal, donde había un poste de luz a cada tantos metros, el alumbrado parecía inexistente, y las callejuelas a la derecha y a la izquierda estaban completamente a oscuras; las figuras vestidas de blanco que entraban en ellas desaparecían al instante.

      —Mal sitio —dijo Amar entre dientes. Se sintió orgulloso de venir de una ciudad mejor y más grande, pero esta satisfacción se mezclaba con la ansiedad de tener que pasar la noche en aquel lugar hostil. Desistió de la idea de preguntar por sus primos en ese momento y se puso a buscar un fondouk o unos baños, donde podría dormir hasta el amanecer.

      El alumbrado terminaba unos pasos más adelante. Más allá, la calle parecía descender de pronto y se perdía en la oscuridad. La nieve se extendía en una capa de grosor uniforme, y no la habían apartado aquí y allá como en las cercanías de la estación. Alargó los labios para expulsar el aliento en forma de nubecitas de vapor. Al entrar en la zona sin luz oyó el lánguido rasguear de un laúd. La música salía de una puerta a su izquierda. Se detuvo a escuchar. Alguien que se aproximaba desde la dirección contraria se acercó a la puerta y preguntó al hombre del laúd, o eso le pareció a Amar, si no era “demasiado tarde”.

      —No —contestó el músico, y tocó unas cuantas notas más.

      Amar se acercó a la puerta.

      —¿Hay tiempo todavía? —dijo.

      —Sí.

      Amar pasó por la puerta. Dentro no había luz, pero sintió en la cara una bocanada de aire caliente que salía del pasillo a su derecha. Siguió adelante, tocando con una mano la pared húmeda que se prolongaba a su costado. No tardó en llegar a una gran habitación mal iluminada. En distintos lugares y formando varios ángulos sobre el suelo de baldosas, yacían figuras humanas dormidas envueltas en mantas grises. En un rincón apartado había un grupo de hombres semidesnudos sentados alrededor de un brasero; bebían té y hablaban en voz baja. Amar se les acercó despacio, con cuidado de no pisar a los que estaban durmiendo.

      El aire húmedo y caliente era opresivo.

      —¿Dónde están los baños? —preguntó Amar.

      —Por allá —dijo uno de los del grupo, sin siquiera alzar los ojos. Señaló el rincón oscuro que estaba a su izquierda. Y, en efecto, ahora Amar cayó en la cuenta de que una corriente de calor provenía de aquella parte de la habitación. Se dirigió al rincón sin luz, se desvistió y, después de ordenar su ropa en un montoncito sobre una estera de junco, anduvo hacia el calor. Pensaba en lo desafortunado que había sido llegar a aquella ciudad al anochecer, y se preguntaba si su ropa estaría segura durante su ausencia. El dinero lo llevaba en una bolsita de cuero que le colgaba del cuello. Sin pensarlo pasó los dedos por la bolsita bajo su barbilla, mientras se volvía para mirar la ropa una vez más. Al parecer nadie le había visto desvestirse. Siguió andando. No convenía mostrarse demasiado receloso. Pronto se vería envuelto en una discusión de la que acaso saldría mal parado.

      Un niñito surgió de la oscuridad y se le acercó gritando:

      —Sígueme, Sidi, te llevaré a los baños.

      Estaba muy sucio y desharrapado, y más que un niño parecía un enano. Guiaba a Amar y no paró de hablar mientras descendían en la oscuridad por unas escaleras resbalosas y calientes.

      —¿Llamarás a Brahim cuando quieras tu té? No eres de aquí. Tienes mucho dinero…

      Amar lo cortó.

      —Te daré unas monedas si me despiertas por la mañana. No esta noche.

      —Pero, ¡Sidi! No me dejan entrar en la gran sala. Tengo que quedarme a la entrada, y muestro el camino del baño a los señores. Luego vuelvo a la entrada. No puedo ir a despertarte.

      —Dormiré cerca de la entrada. Allí hace más calor, de todas formas.

      —Lazrag se va a enojar y pasarán cosas horribles. No volveré a casa, o si vuelvo será convertido en pájaro y mis padres no sabrán que soy yo. Es lo que hace Lazrag cuando se enoja.

      —¿Lazrag?

      —Es el dueño de este lugar. Ya lo verás. No sale nunca. Si saliera, el sol lo quemaría en un segundo, como una paja en el fuego. Al pasar por la puerta caería en la calle todo chamuscado. Nació en la gruta, aquí abajo.

      Amar no ponía mucha atención al parloteo del niño. Bajaron por una rampa de piedra, un paso ahora, otro después en la oscuridad, y tocaban la áspera pared mientras avanzaban. Adelante se oían un chapoteo y unas voces.

      —Es raro, este hammam —dijo Amar—. ¿Hay un estanque?

      —¡Un estanque! ¿No has oído hablar de la gruta de Lazrag? No tiene fin y el agua es profunda y caliente.

      Mientras el niño hablaba, salieron a una terraza de piedra elevada unos cuantos metros por encima del borde de un estanque muy grande, alumbrado desde debajo de donde ellos estaban por dos bombillas desnudas; el estanque se extendía en la penumbra y sus límites eran invisibles en la tiniebla total que comenzaba un poco más allá. Del techo colgaban unos picos de piedra. “Carámbanos de hielo gris”, pensó Amar mientras miraba con asombro a su alrededor. Pero aquel era un sitio muy caliente, y el vapor se extendía en un manto fino sobre la superficie del agua y se elevaba constantemente en jirones hacia el techo de roca. Un hombre que chorreaba agua pasó corriendo junto a ellos y se lanzó al estanque. Varios hombres más nadaban en círculos en la zona iluminada por las bombillas, pero ninguno se aventuraba a alejarse hacia la oscuridad. El ruido de las zambullidas y las voces resonaban con fuerza contra el techo de poca altura.

      Amar no era buen nadador. Se volvió hacia el niño para preguntarle si el estanque era muy profundo, pero ya había desaparecido rampa arriba. Retrocedió un paso y se recostó en la pared de piedra. Había una silla baja a su derecha, y en aquella luz cenicienta le pareció ver una pequeña figura junto a la silla. Se quedó un rato mirando a los bañistas. Los que estaban al borde de la terraza se enjabonaban a conciencia; los que estaban en el agua nadaban de un lado para otro sin salir del estrecho radio de las luces. De pronto una voz cavernosa sonó al lado de Amar, que miró al suelo al oírle decir:

      —¿Quién eres tú?

      La cabeza de la criatura era grande; tenía un cuerpo pequeño, sin patas ni brazos. La parte inferior del tronco terminaba en dos carnosidades que parecían aletas. Dos tenazas cortas le salían de los hombros. Era un hombre el que estaba tendido en el suelo, y desde allí miraba a Amar.

      —¿Quién eres? —repitió en un tono claramente hostil.

      Amar titubeó antes de contestar:

      —Vine a bañarme y a dormir.

      —¿Quién te dio permiso?

      —El hombre de la entrada.

      —Fuera de aquí. No te conozco.

      Amar enfureció. Después de dirigir una mirada despectiva al pequeño ser, comenzó a andar hacia los hombres que estaban lavándose junto al agua. Pero, más rápido que Amar, el otro se movió para cerrarle el paso. Levantó la cabeza de nuevo y habló:

      —¿Crees que puedes bañarte aquí cuando te he dicho que te vayas?

      Soltó una risita corta, un sonido débil pero muy grave. Se acercó más a Amar y con la cabeza