Paul Bowles

Cuentos selectos


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por cada una que me consiga.

      —Khamstache —dijo el qaouaji, y extendió rápidamente los dedos de la mano izquierda tres veces seguidas.

      —Nunca. Diez.

      —No es posible. Pero si espera hasta más tarde puede venir conmigo. Me dará lo que quiera. Y si hay tetas de camella las conseguirá.

      Pasó al otro cuarto y dejó al profesor bebiendo el té y escuchando el creciente coro de perros que ladraban y aullaban mientras la luna ascendía en el cielo. Un grupo de clientes entró en el café y se quedó conversando en el cuarto principal alrededor de una hora. Cuando se fueron, el qaouaji apagó el fuego y se detuvo junto a la puerta.

      —Vamos —dijo, mientras se ponía el albornoz.

      En la calle había poco movimiento. Todos los puestos estaban cerrados y la única luz era la de la luna. De vez en cuando un transeúnte dirigía al qaouaji un breve gruñido a modo de saludo.

      —Todo el mundo lo conoce —dijo el profesor para romper el silencio.

      —Sí.

      —Me gustaría que todos me conocieran —dijo el profesor antes de darse cuenta de lo infantil que debía de sonar su comentario.

      —Nadie lo conoce —dijo el otro con voz áspera.

      Habían llegado al extremo opuesto del pueblo, que estaba en un promontorio que dominaba el desierto, y por una ancha grieta en el muro el profesor vio la blancura interminable, interrumpida en las zonas próximas por lunares de oasis. Pasaron la abertura y bajaron por un caminito que iba y venía entre las rocas hasta el bosque de palmeras más cercano. El profesor pensó: “Podría degollarme. Pero tiene el café…, seguro que lo descubrirían”.

      —¿Queda lejos? —preguntó con indiferencia.

      —¿Está cansado? —replicó el qaouaji.

      —Me esperan en el hotel Saharien —mintió.

      —No puede estar allá y aquí —dijo el qaouaji.

      El profesor se rio. Se preguntó si esto le parecería al otro una señal de nerviosismo.

      —¿Hace mucho que tiene el café de Ramani?

      —Trabajo allí para un amigo. —La respuesta entristeció al profesor más de lo que hubiera imaginado.

      —Oh. ¿Trabajará mañana?

      —Imposible decirlo.

      El profesor tropezó en una piedra, cayó al suelo, se hizo un rasguño en una mano. El qaouaji dijo:

      —Tenga cuidado.

      El olor dulzón y oscuro de la carne podrida estaba de pronto en el aire.

      —Agh —dijo el profesor, y dejó de respirar—. ¿Qué es eso?

      El qaouaji se había cubierto la cara con el albornoz y no respondió. Pronto dejaron el hedor atrás. Caminaban en terreno llano. Adelante, el sendero estaba bordeado a ambos lados por altas paredes de adobe. No había brisa y las palmas no se movían, pero se oía el agua que corría detrás de las paredes. Y el olor de excrementos humanos fue casi constante mientras caminaban entre las paredes.

      El profesor aguardó hasta que le pareció lógico preguntar con cierta irritación:

      —Pero ¿adónde vamos?

      —Ya —dijo su guía, y se agachó a recoger unas piedras de la cuneta—. Agarre unas —aconsejó—. Hay perros malos aquí.

      —¿Dónde? —preguntó el profesor, pero se detuvo y cogió tres piedras grandes y puntiagudas.

      Continuaron andando sigilosamente. Al final de las paredes el desierto luminoso apareció frente a ellos. Cerca se veía un morabito en ruinas, su pequeña cúpula medio derrumbada, la fachada destruida por completo, y, más allá, algunos grupos de palmeras atrofiadas, inútiles. Un perro furioso se aproximaba corriendo en tres patas. El profesor no oyó su gruñido grave y persistente hasta que estuvo bastante cerca. El qaouaji le lanzó una piedra grande que le dio de lleno en el hocico. Hubo un extraño chasquido de mandíbulas, y el perro corrió de costado en otra dirección, fue a chocar ciegamente contra unas rocas y se quedó dando vueltas a un lado y a otro como un insecto herido.

      Se apartaron del sendero y atravesaron un terreno sembrado de piedras filosas, siguieron más allá de las pequeñas ruinas y las palmeras hasta llegar a un sitio donde la tierra se hundió de pronto frente a ellos.

      —Parece una cantera —dijo el profesor, recurriendo al francés para la palabra “cantera”, cuyo equivalente en árabe no recordaba en ese momento. El qaouaji no respondió. Se detuvo y volvió la cabeza como si quisiera escuchar algo. Y, en efecto, desde abajo, pero desde muy abajo, llegaba el débil y grave sonido de una flauta. El qaouaji asintió lentamente varias veces con la cabeza. Luego dijo:

      —El camino empieza aquí. Se ve bien hasta el final. La piedra es blanca y la luna brilla. Puede ver bien. Ahora yo regreso a dormir. Es tarde. Deme lo que quiera.

      De pie al borde del abismo, que en aquel momento parecía más profundo, mientras miraba de cerca la cara oscura del qaouaji enmarcada en el capuchón de su albornoz, el profesor se preguntó a sí mismo qué era con exactitud lo que sentía. Indignación, curiosidad, tal vez miedo, pero sobre todo alivio; y la esperanza de que esto no fuera un truco y que el qaouaji lo dejara en paz y se volviera al pueblo sin él.

      Dio un paso atrás para alejarse del borde. Como no quería sacar la billetera, buscó un billete suelto en sus bolsillos. Por suerte tenía uno de cincuenta francos y lo sacó para dárselo al qaouji. Sabía que el otro estaba contento, de modo que no hizo caso cuando le oyó decir:

      —No es suficiente. El camino es largo y hay perros.

      —Gracias y buenas noches —dijo el profesor. Se sentó con las piernas cruzadas y encendió un cigarrillo. Se sentía casi feliz.

      —Sólo deme un cigarrillo —pidió el hombre.

      —Claro —dijo con cierta frialdad, y le dio el paquete.

      El qaouaji se acuclilló junto a él. Su cara no tenía un aspecto agradable. “¿Qué le pasa?”, se preguntó a sí mismo el profesor y, de nuevo, al ofrecerle su cigarrillo encendido, sintió miedo.

      El hombre tenía los ojos entrecerrados. Era la representación más burda del acto de estar concentrado en tramar algo que el profesor hubiera visto. Encendido el segundo cigarrillo, se atrevió a preguntarle al árabe, que seguía inmóvil en cuclillas:

      —¿En qué está pensando?

      El otro chupó sin prisa el cigarrillo, y parecía que estaba a punto de decir algo. Luego puso cara de satisfacción, pero no habló. Había comenzado a soplar un viento fresco que hizo tiritar al profesor. Las notas de la flauta subían a intervalos desde las profundidades, mezcladas a veces con el áspero sonido de las hojas de las palmas cercanas que se raspaban unas a otras.

      El profesor se vio diciendo para sus adentros: “Esta gente no es primitiva”.

      —Bueno —dijo el qaouaji, y se levantó con lentitud—. No me dé más dinero. Cincuenta francos es suficiente. Es un honor. —Volvió a hablar en francés—: Ti n’as qu’à discendre, to’droit.

      Escupió, se rió entre dientes (¿o era que el profesor estaba histérico?) y se alejó deprisa a grandes pasos.

      El profesor estaba muy nervioso. Encendió otro cigarrillo, y se dio cuenta de que sus labios se movían de manera automática. Decían: “¿Esto es un dilema, o un problema? Es ridículo”.

      Durante varios minutos permaneció sentado sin moverse, aguardando a recuperar el sentido de la realidad. Se tendió de espaldas en el suelo duro y frío y alzó los ojos a la luna. Era casi como mirar directamente al sol. Desviando un poco la vista