Paul Bowles

Cuentos selectos


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del precipicio; a la luz de la luna parecía que estaba a millas de distancia. Y no había nada que pudiera usar para darle proporción; un árbol, una casa, una persona… Estaba atento al sonido de la flauta, pero sólo oía el viento que pasaba rasándole las orejas. De pronto sintió un vivo deseo de correr de vuelta hacia el camino, y se volvió a mirar en la dirección por donde el qaouaji había desaparecido. Al mismo tiempo pasó los dedos suavemente por su billetera, que tenía en el bolsillo del pecho. Luego lanzó una escupida por el borde del acantilado. Después orinó en el mismo lugar mientras escuchaba con atención, como un niño. Esto le dio el ímpetu para emprender el descenso por el sendero hacia el abismo. Lo curioso era que no sentía vértigo. Pero tuvo la prudencia de no mirar a su derecha, donde estaba el borde. La bajada era constante y abrupta; su monotonía lo puso en un estado de ánimo parecido al que le había causado el viaje en autobús. De nuevo repetía en voz baja rítmicamente: “Hassan Ramani”. Se detuvo, furioso consigo mismo por las connotaciones siniestras que el nombre le sugería ahora. Concluyó que estaba exhausto por el viaje.

      “Y por la caminata”, agregó.

      Ya había descendido un buen trecho del vasto acantilado, pero la luna, que estaba justo sobre su cabeza, alumbraba como al principio. Sólo el viento había quedado atrás, en lo alto, para errar por entre los árboles y levantar el polvo de las calles de Aïn Tadouirt, para introducirse en el vestíbulo del Grand Hotel Saharien y por debajo de la puerta de su pequeña habitación.

      Se le ocurrió que debía preguntarse a sí mismo por qué hacía algo tan irracional, pero era lo bastante inteligente para saber que, si estaba haciéndolo, por el momento no era importante buscar explicaciones.

      De pronto sus pies pisaron terreno plano. Había llegado al fondo antes de lo que esperaba. Siguió caminando con recelo, como si temiera otra pendiente traicionera. Con aquella luz tenue y uniforme era difícil estar seguro. Antes de que supiera lo que había ocurrido, tenía el perro encima, una pesada masa de pelaje que le empujaba hacia atrás, unas uñas afiladas que le arañaban el pecho, unos músculos que forcejeaban para clavarle los dientes en el cuello. El profesor pensó: “Me niego a morir así”. El perro cayó de espaldas; parecía un perro esquimal. Cuando saltó de nuevo, el profesor gritó muy fuerte: “¡Ay!”. El perro cayó sobre él y hubo una confusión de sensaciones, dolor en alguna parte. También se oían voces cercanas, y no podía entender lo que decían. Sintió un objeto frío y metálico que alguien empujaba brutalmente contra su espina dorsal, y durante un segundo el perro quedó colgando por los dientes de un lío de ropa y, tal vez, carne. El profesor comprendió que era el cañón de un arma. Levantó las manos y gritó en magrebí: “¡Llévense al perro!”. Pero el cañón siguió empujándolo; y como el perro, que estaba de nuevo en el suelo, no volvió a atacarlo, el profesor adelantó un paso. El arma no dejó de empujarlo, y él siguió avanzando. Volvió a oír voces, pero el que estaba justo detrás de él no decía nada. Al menos a juzgar por los sonidos, había gente corriendo de un lado para otro a su alrededor. Porque los ojos —se percató en ese momento— los tenía bien cerrados desde el ataque del perro. Los abrió. Un grupo de hombres avanzaba hacia él. Vestían las prendas negras de los reguibat. “La tribu reguiba es una nube que oscurece el sol.” “Cuando un reguiba llega, el hombre justo se aparta.” En cuántas tiendas y mercados había oído estas sentencias, pronunciadas en tono de broma entre amigos. Nunca en presencia de un reguiba, eso sí, pues esta gente no frecuentaba los poblados. Enviaban a algún representante disfrazado para que negociara con elementos dudosos la venta de bienes saqueados. “Una oportunidad —pensó fugazmente el profesor— para comprobar la veracidad de estas afirmaciones.” En ningún momento dudó que esta aventura fuera a resultar una especie de advertencia por la imprudencia que había cometido; una advertencia que, al recordarla, tendría algo de siniestro y algo de farsa.

      Dos perros aparecieron por detrás de los hombres que se aproximaban, y, enseñando los dientes entre gruñidos, se arrojaron contra sus piernas. Le indignó ver que nadie se fijara en esta infracción de las reglas de la etiqueta. El arma le empujó con más fuerza cuando trató de eludir el ruidoso ataque de los animales. Volvió a gritar: “¡Los perros! ¡Llévenselos!”. Recibió otro violento empujón del arma y cayó al suelo, casi a los pies del gentío que tenía enfrente. Los perros le tiraban de las manos y los brazos. Con las patadas de una bota se apartaron dando gañidos, y luego la bota, con más fuerza, dio un puntapié al profesor en la cadera. Siguió un coro de puntapiés provenientes de distintos lados, y durante un rato le hicieron rodar por el suelo a golpes. Se dio cuenta de que varias manos se metían en sus bolsillos, los vaciaban. Intentó decir: “Ya tienen todo mi dinero. ¡Dejen de patearme!”. Pero sus músculos faciales, de tan machacados, no obedecían; sentía que estaba frunciendo los labios, y eso era todo. Alguien le dio un golpe tremendo en la cabeza. Pensó: “Por lo menos voy a desmayarme, gracias a Dios”. Seguía oyendo las voces guturales que no podía entender, y se dio cuenta de que lo ataban con fuerza por el pecho y los tobillos. Siguió un silencio negro que se abría de vez en cuando como una herida para dejar entrar el sonido profundo y dulce de la flauta, que tocaba la misma secuencia de notas una y otra vez. De pronto sintió un dolor insoportable en todas partes, dolor y frío. “Entonces he estado inconsciente, después de todo”, pensó. Y sin embargo el momento presente era sólo como la continuación inmediata de lo que había pasado antes.

      El día comenzaba a clarear. Había algunos camellos cerca de donde él estaba tumbado; podía oír su laboriosa respiración, los gorgoteos. No quería ni siquiera intentar abrir los ojos; temía que le fuera imposible. Pero cuando oyó que alguien se acercaba comprobó que podía ver sin dificultad.

      Bajo la luz gris de la mañana, el hombre miraba desapasionadamente al profesor. Con una mano le apretó las narices. En cuanto el profesor abrió la boca para respirar, el hombre le agarró la lengua y tiró de ella con todas sus fuerzas. El profesor sintió náuseas, trató de recuperar el aliento; no vio lo que iba a ocurrir. No llegó a distinguir el dolor causado por el brutal estirón del dolor causado por el filo del cuchillo. Luego vino un interminable periodo de asfixia, mientras el profesor escupía sangre mecánicamente, como si él mismo no fuera parte del proceso. La palabra “operación” le daba vueltas en la cabeza; aplacaba en cierta manera su temor mientras volvía a hundirse en la oscuridad.

      Cuando la caravana partió el sol ya estaba en lo alto. El profesor, consciente pero en un estado de completo estupor, seguía babeando sangre y sufriendo ataques de náusea; doblado en dos, lo metieron en un saco que ataron al costado de un camello. En la parte baja del enorme anfiteatro había una entrada natural entre las rocas. Los camellos, veloces mehara, iban poco cargados en aquel viaje. Salieron en fila y subieron despacio por una suave ladera, más allá de la cual comenzaba el desierto. Aquella noche, durante una parada detrás de unos montes bajos, sacaron al profesor, que seguía en un estado que le impedía pensar. Sobre los polvorientos andrajos en que se había convertido su ropa, le pusieron una serie de extraños cinturones hechos con sartas de tapas de lata. Uno tras otro, fueron atando estos relucientes adornos alrededor del torso, de los brazos y las piernas, aun alrededor de la cara del profesor, hasta que estuvo envuelto por completo en una armadura que lo cubría con sus escamas metálicas y circulares. Fue en un ambiente de júbilo en el que ataviaron de esta manera al profesor. Uno de los hombres sacó una flauta y otro, más joven, hizo una caricatura, no carente de gracia, de una ouled naïl ejecutando la danza del bastón. El profesor estaba como ausente; para ser exactos, existía en medio de los movimientos que hacían aquellos otros hombres. Cuando terminaron de vestirlo para que se viera como ellos querían, metieron algo de comida por debajo de las ajorcas de hojalata que le colgaban de la cara. Aunque masticaba mecánicamente, después de un momento casi todo fue a parar al suelo. Volvieron a meterlo en el saco y lo dejaron allí.

      Dos días más tarde llegaron a uno de sus campamentos. Había mujeres y niños en las tiendas, y los hombres tuvieron que ahuyentar a los perros bravos que habían dejado allí para protegerlos. Cuando sacaron del saco al profesor hubo gritos de miedo, y pasaron horas antes de que la última mujer quedara convencida de que era inofensivo, aunque desde el principio nadie había dudado que fuera una posesión valiosa. Pocos días más tarde volvieron a ponerse en marcha. Se llevaron todo consigo, y viajaban sólo de noche, pues