Paul Bowles

Cuentos selectos


Скачать книгу

dando brincos estrambóticos de un lado para otro, lo que deleitaba a los niños, sobre todo por el maravilloso y discordante ruido como de cencerros que producía. Y por lo general dormía durante las horas calientes del día, en compañía de los camellos.

      La caravana se encaminó hacia el sureste, y evitaba toda forma sedentaria de civilización. En pocas semanas llegaron a otra meseta por completo despoblada y con escasa vegetación. Allí se detuvieron y levantaron campamento, mientras los mehara pastaban en libertad. Todos estaban contentos en aquel lugar; hacía más fresco y había un pozo a pocas horas de distancia en una ruta poco frecuentada. Fue allí donde concibieron la idea de llevar a Fogara al profesor para venderlo a los tuareg.

      Pasó un año entero antes de que llevaran a cabo este proyecto. Para entonces el profesor estaba mucho mejor adiestrado. Podía ejecutar saltos mortales, producía unos gruñidos terribles que, sin embargo, tenían algo de cómico. Y cuando los reguibat le quitaron las latas de la cara descubrieron que podía hacer unas muecas admirables mientras bailaba. También le enseñaron a hacer algunos gestos obscenos y elementales que nunca dejaban de provocar chillidos de deleite entre las mujeres. Lo exhibían sólo después de alguna comida particularmente abundante, cuando había música y jolgorio. Él se adaptaba con facilidad al sentido de ritual de aquella gente, y había desarrollado una especie de “programa” básico que presentaba cuando aparecía en público: bailaba, se revolcaba por el suelo, imitaba a ciertos animales y por último se abalanzaba sobre los espectadores con una rabia fingida para ver la confusión e hilaridad resultantes.

      Cuando tres de los hombres lo condujeron a Fogara, llevaban consigo cuatro camellos, y él montó en el suyo como los otros, con toda naturalidad. No tomaron ninguna precaución para vigilarlo, salvo que lo mantuvieron siempre entre ellos, con un hombre siempre a la zaga del pequeño grupo. Avistaron las murallas al amanecer, y aguardaron todo el día entre las rocas. Al anochecer el más joven se dirigió al pueblo, y tres horas más tarde volvió con un amigo, que llevaba un grueso bastón. Querían que el profesor ejecutara su número allí mismo, pero el hombre de Fogara tenía prisa por volver al pueblo, de modo que todos se pusieron en marcha en sus mehara.

      Una vez en el pueblo, se dirigieron a casa del fogari, y tomaron café en el patio, sentados entre los camellos. Allí, el profesor presentó su acto una vez más, y en esta ocasión hubo un jolgorio prolongado y mucho frotar de manos. Llegaron a un acuerdo por cierta cantidad de dinero, y los reguibat dejaron al profesor en casa del hombre del bastón, que se apresuró a encerrarlo en un cubículo que daba al patio.

      El siguiente resultó ser un día importante en la vida del profesor, pues fue entonces cuando el dolor volvió a despertar en él. Un grupo de hombres llegó a la casa, y entre ellos había un venerable caballero mejor vestido que los otros, que lo lisonjeaban sin parar y besaban con fervor sus manos y los bordes de sus vestiduras. Esta persona insistía en hablar en árabe clásico de vez en cuando para impresionar a los demás, que no habían aprendido una sola palabra del Corán. De modo que su conversación iba más o menos así: “Tal vez en In Salah. Esos franceses son unos imbéciles. La venganza divina está próxima. No nos impacientemos. Hay que adorar al más alto, y que el anatema pese sobre los ídolos. Con la cara pintada. Por si la policía quiere mirar de cerca”. Los otros escuchaban y asentían lenta y solemnemente con la cabeza. Y, encerrado en su casilla cerca de ellos, el profesor escuchaba también. Es decir, reconocía el sonido del árabe de aquel viejo. Las palabras entraban en su conciencia por primera vez en muchos meses. Ruidos, luego: “La venganza divina está próxima. Es un honor. Cincuenta francos es suficiente. No me dé más dinero. Bueno”. Y el qaouaji acuclillado junto a él al borde del acantilado. Luego: “Que el anatema pese sobre los ídolos”, y más sonidos ininteligibles. Se dio la vuelta en la arena, jadeante, y lo olvidó. Pero el dolor había comenzado. Obraba en una especie de delirio, porque ya había empezado a recobrar la conciencia. Cuando el hombre abrió la puerta y lo azuzó con el bastón, dio un alarido de rabia, y todos se rieron.

      Le hicieron ponerse de pie, pero no quería bailar. Se quedó plantado frente a ellos; miraba fijamente el suelo, obstinado en no moverse. Su propietario estaba furioso, y las risas de los otros le irritaron tanto que tuvo que despedirlos; como no se atrevía a manifestar su ira ante el anciano, les dijo que aguardaría un momento más propicio para mostrarles la mercadería. Pero cuando se fueron le dio al profesor un fuerte golpe en el hombro con el bastón, le dijo varias obscenidades y salió a la calle dando un portazo. Fue directamente a la calle de las ouled naïl, porque estaba seguro de que los reguibat estarían allí, gastando el dinero con las chicas. Encontró a uno de ellos en una tienda, acostado todavía mientras una ouled naïl lavaba los vasos de té. Entró, y por poco decapita al hombre antes de que éste intentara siquiera incorporarse. Luego tiró la navaja a la cama y salió corriendo.

      La ouled naïl vio la sangre, dio un grito y corrió a la tienda vecina, de donde no tardó en salir en compañía de cuatro chicas, con las que fue deprisa al café para decir al qaouaji quién había matado al reguiba. En cuestión de una hora la policía militar francesa lo capturó en casa de un amigo, y lo llevaron a rastras al cuartel. Aquella noche nadie dio de comer al profesor, y a la otra tarde, durante el lento agudizarse de su conciencia provocada por el hambre que aumentaba, se puso a dar vueltas por el patio y los cuartos adyacentes. No había nadie. En uno de los cuartos vio un calendario colgado en la pared. El profesor lo observó con inquietud, como un perro que mira una mosca frente a sus narices. En el papel blanco había unos objetos negros que producían sonidos en su cabeza. Los oía: “Grande Épicerie du Sahel. Juin. Lundi, Mardi, Mercredi…”.

      Los minúsculos signos que componen una sinfonía pueden haber sido trazados mucho tiempo atrás, pero al traducirse en sonidos se vuelven inminentes y poderosos. Así, en la mente del profesor comenzó a sonar una especie de música hecha de sentimientos, cuyo volumen iba creciendo mientras él miraba la pared de adobe, y tuvo la impresión de que estaba interpretando algo que había sido escrito para él hacía mucho tiempo. Tenía ganas de llorar; tenía ganas de dar rugidos y recorrer aquella casita volcando y destrozando los pocos objetos rompibles. Su emoción no iba más allá de este deseo singular y arrollador. De modo que, gritando con todas sus fuerzas, arremetió contra la casa y lo que contenía. Luego atacó la puerta de la calle, que resistió algún tiempo y por fin se rompió. Se escurrió trepando por el agujero en los tablones destrozados, y sin dejar de gritar y agitando los brazos por encima de su cabeza para producir con las latas el mayor estrépito posible, empezó a galopar por la calle silenciosa hacia las puertas del pueblo. Algunas personas lo miraron con gran curiosidad. Cuando pasaba por el taller mecánico, el último edificio antes de llegar al alto arco de adobe que enmarcaba el desierto, un soldado francés lo vio. “Tiens —dijo para sus adentros—, un poseído.”

      El sol caía de nuevo. El profesor pasó corriendo debajo del arco, volvió la cara al cielo rojo y siguió trotando por la Piste d’In Salah, derecho hacia el sol poniente. A sus espaldas, desde el taller, el soldado, para probar suerte, le disparó al azar. La bala pasó zumbando peligrosamente cerca de la cabeza del profesor, y sus gritos se elevaron hasta convertirse en un lamento de indignación mientras agitaba los brazos con más furia y daba grandes saltos a cada pocos trancos en accesos de terror.

      El soldado se quedó observando con una sonrisa la figura que hacía cabriolas y se empequeñecía en la creciente oscuridad del ocaso, y el castañetear de las latas se fundió con el gran silencio que había más allá de la puerta. La pared del taller donde se recostó despedía algo del calor que el sol había dejado allí, pero ya el frío de la luna había comenzado a penetrar en el aire.

      1945

      Junto al agua

      La nieve derretida caía gota a gota de los balcones. La gente caminaba deprisa por la callecita que olía siempre a fritura de pescado. De vez en cuando una cigüeña pasaba volando bajo, con sus patas como palillos que le colgaban de la barriga. Los pequeños gramófonos chirriaban día y noche detrás de las paredes de la tienda donde el joven Amar trabajaba y vivía. En pocas partes de la ciudad recogían la nieve de las calles, y ésta no era una de ellas. Así que durante los meses de invierno iba