Paul Bowles

Cuentos selectos


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de miedo en la cara. Al caer por el borde, el enano dio un alarido. El ruido que hizo en el agua fue como el de una gran piedra. Dos de los hombres que estaban nadando fueron deprisa hacia él. Los otros salieron corriendo detrás de Amar.

      —¡Golpeó a Lazrag! —gritaban.

      Confundido y asustado, Amar había dado media vuelta y corría rampa arriba. Iba dando tropezones en la oscuridad. Un abultamiento de la pared le raspó el muslo desnudo. Los gritos a sus espaldas eran cada vez más fuertes y acalorados.

      Llegó a la sala donde había dejado su ropa. Nada había cambiado. Los hombres seguían conversando alrededor del brasero. Amar tomó deprisa el montoncito de ropa, se metió el albornoz y corrió hacia la puerta de la calle con las demás prendas bajo el brazo. El hombre que tocaba el laúd junto a la puerta lo miró con cara de susto y lo llamó para que se detuviera. Amar, las piernas desnudas, corría calle arriba hacia el centro de la ciudad. Quería estar en un lugar bien iluminado. La poca gente que andaba por la calle no se fijó en él. Al llegar a la estación de autobuses la encontró cerrada. Entró en un parquecito que había enfrente, cuyo quiosco de música con su armadura de hierro estaba medio hundido en la nieve. Allí, en un banco de piedra helada, Amar se sentó para vestirse tan disimuladamente como pudo, usando el albornoz a modo de pantalla. Temblaba de frío. Pensaba con amargura en su mala suerte y lamentaba haber dejado su ciudad, cuando una figurita se le acercó en la penumbra.

      —Sidi —le dijo—, acompáñame. Lazrag te está buscando.

      —¿Adonde? —preguntó Amar al reconocer al niño del hammam.

      —A casa de mi abuelo.

      Indicándole que lo siguiera, el niño comenzó a correr. Atravesaron callejones y túneles hasta llegar a la parte más poblada de la ciudad. El niño no se molestaba en mirar hacia atrás, pero Amar sí. Se detuvieron por fin frente a una puertecita al lado de un pasillo muy estrecho. El niño tocó con fuerza. Una voz desabrida llamó desde dentro:

      —¿Chkoun?

      —¡Annah! ¡Brahim! —gritó el niño.

      Con gran parsimonia el viejo abrió la puerta y se quedó mirando a Amar.

      —Pasen —dijo por fin; y después de cerrar la puerta los condujo a través de un patio lleno de cabras hasta un cuarto interior, donde había una lucecita parpadeante. Fijó su mirada severa en la cara de Amar.

      —Quiere pasar la noche aquí —explicó el niño.

      —¿Cree que esto es un fondouk?

      —Tiene dinero —dijo Brahim, optimista.

      —¡Dinero! —exclamó el viejo con desprecio—. ¡Es lo que has aprendido en el hammam! ¡A robar! ¡A sacarle el dinero a la gente! ¡Y ahora los traes aquí! ¿Qué pretendes? ¿Que lo mate y te dé su dinero? ¿Es demasiado listo para ti? ¿No puedes quitárselo tú? ¿Es eso?

      La voz del viejo se había convertido en un grito, y su agitación iba creciendo. Se sentó en un cojín con cierta dificultad y permaneció un rato en silencio.

      —Dinero —volvió a decir al fin—. Que se vaya a un fondouk o a unos baños. ¿Por qué no estás en el hammam? —miró a su nieto con suspicacia.

      El niño agarró a su amigo por la manga.

      —Vamos —le dijo, y tiró de él hacia el patio.

      —¡Llévalo al hammam! —gritaba el viejo—. ¡Que se gaste su dinero allí!

      Volvieron a las calles oscuras.

      —Lazrag te busca —dijo el niño—. Son veinte los hombres que andan por la ciudad para atraparte y llevarte otra vez con él. Está muy enojado y va a convertirte en pájaro.

      —¿Ahora adónde vamos? —preguntó Amar con aspereza. Tenía frío y estaba muy cansado, y aunque no creía en realidad en las historias del niño, deseaba salir de aquella ciudad hostil.

      —Vamos a caminar para alejarnos de aquí lo más posible. Toda la noche. Por la mañana estaremos en las montañas y no nos encontrarán. ¿Podemos ir a tu ciudad?

      Amar no contestó. Le agradaba que el niño quisiera quedarse con él, pero decírselo no le parecía conveniente. Siguieron por una callecita que serpenteaba colina abajo, hasta que dejaron atrás todas las casas y estuvieron en campo abierto. Ahora el sendero atravesaba un valle angosto, y se juntaba con la carretera más allá de un pequeño puente. Aquí, el paso de los vehículos había apisonado la nieve, y se les hizo mucho más fácil andar.

      Llevarían tal vez una hora de camino en un frío cada vez más intenso, cuando un gran camión pasó junto a ellos. Se detuvo un poco más adelante y el conductor, un árabe, ofreció llevarlos.

      Amar y Brahim montaron en la parte trasera, y con unos sacos vacíos hicieron una especie de nido. El niño estaba muy contento de ir como volando por el aire oscuro de la noche. Las montañas y las estrellas giraban por encima de su cabeza, y el camión producía un potente rugido mientras avanzaba por la carretera vacía.

      —¡Lazrag nos encontró y nos ha convertido en pájaros! —gritó cuando ya no pudo contener su alegría—. Nadie volverá a conocernos.

      Amar dio un gruñido y cerró los ojos. Pero el niño siguió observando el cielo, los árboles y los acantilados durante mucho tiempo antes de quedarse dormido.

      No era aún de día cuando el camión se detuvo cerca de un manantial.

      Con el silencio, el niño se despertó. Oyó el canto de un gallo a lo lejos, y luego al camionero, que se aprovisionaba de agua. El gallo volvió a cantar; un delgado y débil arco de sonido que se extendía por la fría penumbra de la llanura. Todavía no clareaba. El niño se arropó en el montón de sacos y andrajos, y sintió el calor de Amar, que dormía.

      Cuando amaneció estaban en otra parte del país. No había nieve. En cambio, los almendros en flor cubrían las colinas por donde el camión pasaba velozmente. El camino serpenteaba cada vez menos a medida que descendían, hasta que de pronto surgió de entre las colinas un sitio debajo del cual había un vasto vacío que titilaba. Amar y el niño se quedaron mirándolo y se dijeron el uno al otro que debía de ser el mar, que brillaba con la luz de la mañana.

      El viento primaveral empujaba la espuma de las olas a lo largo de la playa; jugaba con las vestiduras de Amar y del niño y las hacía ondear hacia la tierra mientras caminaban junto al agua. Por fin encontraron un sitio resguardado entre las rocas, donde se desvistieron y dejaron la ropa sobre la arena. Al niño le daba miedo meterse en el agua, y dejar que las olas rompieran entre sus piernas le pareció diversión suficiente, pero Amar quería hacerle ir más allá.

      —¡No, no!

      —Vamos —Amar insistía.

      Amar bajó la mirada. Andando de costado, un cangrejo enorme había surgido de un lugar oscuro entre las rocas y se le acercaba. Dio un salto hacia atrás, aterrorizado, y perdió el equilibrio. Cayó con todo su peso y se golpeó la cabeza contra uno de los peñascos. El niño se quedó muy quieto para observar el animal que avanzaba hacia Amar con precaución por el borde espumoso de las olas que iban a morir en la playa. Amar yacía inmóvil, y el agua y la arena formaban arroyos diminutos sobre su cara. Cuando el cangrejo llegó a sus pies el niño dio un salto, y con una voz enronquecida por la desesperación, gritó:

      —¡Lazrag!

      El cangrejo se escabulló con rapidez detrás de una roca y desapareció. La cara del niño estaba radiante. Corrió hacia Amar y levantó su cabeza por encima de una ola que acababa de romper y, lleno de emoción, le dio unas palmadas en la cara.

      —¡Amar! ¡Le hice huir! —gritó—. ¡Te salvé!

      Si no se movía, el dolor no era insoportable. Así que se quedó quieto. Sentía el calor del sol, el agua que corría suavemente sobre él, la brisa suave y fresca que venía del mar. Sentía también cómo temblaba