Jaime Maximiliano Casas Barril

Una raíz para Gustavo


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libre en las tierras que la vieron nacer y nunca estaría dispuesta a ser tratada con el desprecio del perro de Cervantes. Contra las órdenes del reino, le enseñó a su hijo la lengua de sus antepasados, sus creencias y las costumbres prohibidas. Hardan nació en medio de una guerra. De su madre aprendió a ser más duro que las piedras sobre las que debieron apoyar sus cabezas para dormir en la Sierra Nevada, pero también a tener paciencia y saber esperar.

      Cuando Hardan tenía diez años, su madre cayó en un combate y él fue vendido como esclavo a un fabricante de jabones en Guadix. Intentó sin éxito fugarse dos veces y fue castigado con dureza. Entonces decidió crear un mundo interno para sí donde rezaba en la hora del término del crepúsculo y soñaba que alguna vez, en algún futuro y en un lugar desconocido, aunque no estuviera vivo, la justicia con forma de venganza dejaría caer su peso sobre los opresores.

      Hardan fue vendido otra vez en 1607 en el puerto de Almuñécar durante una de las masivas llegadas de moros. Exhibido sobre cajón en la plaza de Bibarralba, fue comprado por un intermediario accitano, por encargo del dueño de un hato en el extremo norte de la isla La Española, en un lugar que mucho después será conocido como Port de Paix.

      Los esclavos moros tenían en el mercado un precio superior a los negros. Hardan, de buen porte y excelente musculatura, prometía ser una inversión muy rentable. Podría cruzarlo con alguna negra o con una aborigen de las islas y esperar buenas crías. Tal vez el moro fuera el semental que diera inicio a una nueva raza. Sin embargo, a pesar de no haber presentado ningún problema grave en el largo viaje hacia su hato, ya libre de las cadenas, mostró una insubordinación casi suicida. Durante todo el viaje en el pañol de los esclavos se mantuvo en silencio y comió todas las basuras que le dieron. El traficante encontró raro que un hombre tan entero aceptara su condición de sometido con tal pasividad y se lo advirtió al nuevo dueño. Había vendido otros esclavos musulmanes y a ellos debía impedirles por la fuerza el rezo de sus cinco oraciones diarias. Con Hardan no fue necesario. Se comportaba como si Alá no tuviera ninguna importancia. Parecía mantener muy dentro de sí mismo alguna oscura determinación a la que estaba dedicando su vida después de la captura. Sería necesario vigilarlo y tener mucho cuidado. El amo consideró que si se trataba de eso, estaba en presencia de un poder fuera de lo común. Entonces él sabría domarlo y domesticarlo. Para ello tenía todo el tiempo del mundo.

      Las desobediencias del esclavo moro consistieron siempre en negarse a trabajar como otros lo hacían, hasta desmayarse, cuando estaba en juego su salud física. No hubo castigo suficiente para doblar su voluntad. Trabajaba todo el día con fuerza, se podría decir que hasta casi con entusiasmo, pero en un punto dado abandonaba cualquier labor y se quedaba quieto. Fue sometido a los azotes, privado de alimentos, se le impidió el sueño, pero siempre volvió a lo mismo.

      Una noche le metieron en la barraca una mujer negra para que la cubriera. Hicieron agujeros en las paredes vigilando atentos la cruza esperada. La mujer tenía instrucciones de excitarlo, y después de no llegar a ningún acuerdo con el moro, recurrió a todas sus habilidades para convencerlo. Se desnudó, bailó, reptó por el suelo como una serpiente avanzando sobre sus caderas. Manoseó al esclavo. Nada. Rogó, lloró. Nada. Al día siguiente llegó con la cara hinchada por los golpes y pidió ser cubierta, por piedad.

      Antes de contarte el desenlace de esta encrucijada, Gustavo, te diré que el amo había capturado a una mujer aborigen y la tenía a su servicio doméstico. Nunca tuvo impulsos libidinosos con ella. Tal vez la consideraba demasiado inferior o quizás fuera porque la mujer era más bien pequeña, no voluptuosa y, aunque decía algunas palabras sueltas de aceptación o negación, parecía muda la mayor parte del tiempo. Todos notaban que tenía la mente demasiado estrecha y no sería bien visto si se revolcaba con una tonta.

      La sirvienta había perdido a toda su familia en una redada. Tenía ancestros caribes y taínos, dos pueblos antagónicos: uno fuerte, el otro manso. Durante los meses que Hardan estuvo en el hato pudieron cruzar miradas varias veces cuando el esclavo era mandado con pieles a la bodega. Los ojos siempre apagados de la mujer se encendieron desde la primera vez. Dicen los sabios, Gustavo, que cuando la lengua está anudada, las pupilas hablan a gritos.

      Desde una distancia sideral, Hardan y la mujer se contaron sus sentimientos sin ser descubiertos por nadie.

      Entonces la negra estuvo implorando hasta que las luces del día comenzaron a ser vencidas por las sombras dentro de la barraca. Entregada a su destino, se retiró con los brazos caídos. El hombre, insensible al amor, fue castigado con veinte latigazos y arrojado después a la barraca.

      Apenas estuvo a solas, Hardan comenzó a rezar a Alá, el grande, en la hora del Maghrib, cuando se puso el sol. Después lo hizo en la hora del Isha, cuando el crepúsculo hubo desaparecido. Reconciliado con su Dios, actuó siguiendo la gran decisión que había madurado desde la primera vez que sus ojos vieron a la mujer.

      Esa noche, Hardan, con el abdomen pegado a las piedras, se arrastró hasta el dormidero de la sirvienta. Tenía la espalda llena de líneas rojizas a causa de los latigazos. Mezclando un mal español con un peor francés, le dijo a la hembra que no estaba dispuesto a morir sin dejar en el mundo un ser hecho de su carne para irse de la vida soñando con la venganza. La mujer escuchó el dolor del árabe y se dejó preñar por el sueño. Llámalo Hariz, decía entre jadeos. De él sacó Hariz sus pestañas de camello, el cuerpo velludo y su amor por las estrellas.

      El amo, cuyo nombre no merece estar en esta historia, fue uno de los devastadores de la gran isla La Española. Persiguió a los indígenas sobrevivientes de las primeras plagas europeas con armas de fuego, sables, espadas, hachas, mazas y comida envenenada. La respuesta de los aborígenes fue contestar ofensa con ofensa hasta morir. El amo se justificaba opinando lo mismo que publicó el jesuita Pedro de Mercado refiriéndose a tribus de Colombia y Perú: …«esta gente era inclinada al homicidio, porque era caribe, esto es, amiga de comer carne humana […] porque la ocupación y ejercicio de estos indios sólo era matar la gente, comer sus carnes, cortarles las cabezas y bailar con ellas».

      Caribe quiere decir «hombre más fuerte que todos los demás». Navegaban por los archipiélagos en botes rápidos de una línea imponiéndose en todas las Antillas.

      Según el cronista Pedro Mártir, vivían casi desnudos «introduciendo a veces sus vergüenzas en un calabacín de oro; en otras partes atan el prepucio con una cuerdecilla, sin soltarlo más que para practicar el coito u orinar […] son agilísimos, arrojan certeramente flechas envenenadas y con rapidez del viento van y vienen apoyados en sus arcos; son imberbes, y si les sale el pelo se lo arrancan unos a otros con ciertas tenacillas, cortándose el cabello hasta la mitad de las orejas […] desde los diez o doce años, cuando ya empiezan a sentir el aguijón del deseo carnal, llevan todo el día en ambos lados de la boca hojas de árboles, como el bulto de una nuez, sin quitárselas más que para comer o beber. Con esta medicina se ennegrecen los dientes hasta hacerlos tomar el color del carbón apagado […] los dientes les duran hasta el fin de su vida, jamás sienten dolores de muela ni padecen de caries […] las aludidas hojas son algo más grandes que las del mirto, suaves como las que produce el terebinto, y al tacto tienen la misma blandura que la lana o el algodón».

      Los taínos eran pacíficos, de buen corazón y amaban la buena convivencia. La piel era de color cobrizo, los ojos achinados, la frente inclinada hacia atrás; los cabellos, lacios, largos, negros; la estatura mediana y los cuerpos ágiles. Su idioma se transformó en la lengua franca del Caribe. Sus actividades preferidas eran la caza y la pesca. Navegaban en botes que llamaron canoas y capturaban peces con redes y anzuelos hechos con dientes de manatí. A los cangrejos los llamaban jaibas, a las tortugas verdes, carey.

      La noche en que Hardan sembró su sueño llegaron los secuaces del amo atraídos por los suspiros y lo capturaron. El amo aceptó que nunca podría domarlo. Por la insolencia cometida, ordenó ablandarlo a palos y echárselo a los perros alanos para que saborearan su carne.

      El dueño de la tierra y de todo lo que había sobre ella le permitió existir a la criatura haciendo una reflexión con forma de sentencia. «Si un árbol plantado en mi jardín da frutos», dijo, «por muy raros que sean, su primera condición es ser míos. Así lo quiso el Creador con Adán. Menos podría corresponderme a mí.