montaraces para secar la carne y venderla a los navegantes, en los cotos del reino las cosas se hacían de otro modo. Podrás ver en el cuadro La cacería real del jabalí los detalles de la noble empresa. Los vasallos cerraban el sitio usando lienzos fuertes como cerco para encerrar a los animales. Después los perseguían con perros hasta cansarlos. Por fin, a prudente distancia, les daban sendos tiros de gracia. Algunas de sus cabezas terminaban disecadas y bien barnizadas en las paredes de palacio. Podrás ver en el lienzo a Felipe IV y a Gaspar Guzmán, conde-duque de Olivares. El resto de los ubicados fuera del cerco forman la infaltable comparsa que siempre acompañaba a su majestad donde fuera.
Velázquez nació en Sevilla en 1599. No muy lejos de allí, en los territorios de Granada, cerca de un pequeño poblado a orillas del Mediterráneo, Almuñécar, aparecería en el mundo otro ser, unos veinte años después. La miseria en España marcaba distancias irremontables entre los seres humanos. Arriba, sobre las nubes, casi codo a codo con el Rey Sol, los nobles, los títulos, obispos, curas acomodados; abajo, casi subterránea, peleando espacio con las lombrices, la masa, la carne del imperio, los hijos de nada.
En tu país natal, Gustavo, el toqui Pelomtraru (Águila Luminosa) venció a los españoles en la batalla denominada por ellos el desastre de Curalaba, en 1598. Los empujó hacia el norte después de destruir las siete ciudades de la ocupación. Esa era la España de la que hablaba con cierta nostalgia Antonio Machado en 1921: «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora». Y en 1624, para colmar desgracias, Carlos I de Inglaterra declaró la Guerra de los Treinta Años.
Como te decía, cerca de Almuñécar, una mujer que calla las quejas del vientre dándole trabajo a la entrepierna, va en ancas de un brioso caballo. Las riendas las lleva Hernández, el hidalgo que la había enamorado en un par de horas en la posada donde llenó el buche con un vino tan adulterado como sus sentimientos. Pudo ponerla sobre un mesón y desfogarse en sus nalgas sin necesidad de mirarle la cara sucia. Pero esa noche, Hernández no se conformaba con la muda aceptación de lo inevitable. Buscaba ser deseado o, por qué no, querido, aunque fuera un poco. Estas cosas ocurren, nieto, como ya debes saber, cuando el humano sueña. Le prometió por su honor que volvería a buscarla y encontraría en sus haciendas un lugar donde asentarla, porque, según dijo, no podría olvidar jamás sus ojos profundos. Se abrieron las nubes del cielo para la mujer y por un instante cayó un rayo de sol en su existencia.
El coito ocurrió no muy lejos, en la Cueva de los Siete Palacios, dentro de una de las siete bóvedas de piedra. Allí la mujer gritó su nuevo sueño convertido en placer y dio gracias al Creador por esta gran ventura. Por su parte, Hernández, después de limpiarse con las faldas de la mujer, la llamó puta y la castigó con una bofetada por la ofensa de haberse atrevido a creer que tendría alguna importancia en el resto de su vida. Subió a su caballo y la dejó ahí mismo, en su lugar, bajo tierra, con una vergüenza que no permitió salir ninguna lágrima. Durante el camino de regreso, paso tras paso, terminó por admitir que nunca olvidaría al maldito y comenzó a soñar con matarlo algún día, consagrando los años venideros a este nuevo sueño imposible. Para purificar su promesa decidió no entregarse a nadie más aunque gritara de hambre, hasta que el parto de su venganza no le doliera.
El futuro se hizo presente cortándole la regla y anunciándole que tendría de verdad un parto si el destino no decía otra cosa. Jamás hubiera creído posible sentir tantas emociones contradictorias mientras se inflaba su vientre. Odió al bebé formando un cuerpo a sus expensas sin aportar nada más que otra carga de miseria. Y también lo amó por ser una parte del hidalgo que ahora era absolutamente suya. Cayó en una depresión y se convirtió en ermitaña hasta considerar a su hijo, en realidad, como una feliz desgracia.
El oxímoron nació varón, con el pelo amarillo y los ojos del color de la miel, como si de verdad el sol se hubiese dado un paseo por la vida de su madre.
–Eres hijo de un hidalgo, y sólo tendrás como nombre su apellido –le dijo un día, cuando el pequeño mamaba con más empeño que resultados–. Entonces también eres Hijo de Algo. Eres el más puro Hidalgo Hideputa de España.
Muy lejos, a orillas del río Yamuna, veinte mil obreros levantaban el Taj Mahal por orden del emperador Shah Jahan. En Leiden, Holanda, René Descartes publica en forma anónima su Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias. En el reino de Granada, la madre del hijo del sol toma una decisión grave para huir de la indigencia y tratar de salvar la vida del niño Hernández. Se echa en los hombros un bulto con las pertenencias de toda su vida y pone la frente apuntando hacia Sevilla, con un pequeño que ya podía dar pasos propios para seguirla.
Los hijos plebeyos de Europa, en especial de España y Francia, no eran como tú, Gustavito; parecían pertenecer a una subespecie o, por lo menos, a una etapa en la vida por la que todos querían pasar muy rápido. Ya a los siete años los niños debían trabajar como adultos, pero sin remuneración alguna. Cuando no eran queridos, del mismo modo como hicieron los romanos durante gran parte de su imperio, eran «expuestos», es decir, abandonados a su propia suerte con unos pocos días de vida. Algunos eran recogidos para sufrir un porvenir que ya te imaginarás, otros morían en la calle y eran arrojados a una acequia. Pero a orillas del Sena, como junto al Guadalquivir, eran exhibidos por sus padres implorando limosnas. Con la intención de conmover a los transeúntes, les quebraban los brazos y las piernas y los volvían a entallar, deformes. Sevilla tenía unos ciento cincuenta mil habitantes y se había constituido en la capital mercantil del imperio. Si las cosas iban demasiado mal, siempre existiría este recurso final antes de la muerte.
La madre, llamémosla María en recuerdo de la virgen, era una mujer temerosa de Dios. Después de saber lo que habían hecho los curas en las Indias y estar a punto de ser quemada como bruja puta por la Inquisición, buscaba estar lo más lejos posible del Demiurgo, tan bien asentado en los altares de las cortes. Le enseñó a su hijo que toda la riqueza del mundo era un robo tan gigantesco que nunca nadie podría cuantificarlo. Entonces era inútil pedir justicia. Pero sí cabía hacer otra cosa. Con mucha habilidad y prudencia se podían cambiar los bienes, en especial metálicos, de una bolsa a otra. Nadie sería capaz de asegurar al pequeño una vida larga, pero él sí podía, si no tenía miedo, hacer más llevaderos los tiempos reducidos. No tan larga, pero sí más intensa.
Ya en Sevilla, María hizo una cueva junto al arroyo Tagarete, cerca de la desembocadura del Guadalquivir. Allí pasaba las noches durmiendo con un ojo abierto. Al frente tenía los grandes muros de la ciudad; un poco más lejos, la vista de las naves que partían a las Indias y volvían obligadas al destino fijado por la ley. Al poco tiempo, la mujer y su hijo se trasladaron a la calle de la Pajería. Los burdeles de esta vía angosta y tortuosa sobrevivirán a las órdenes de prohibición dadas por Felipe IV. María dejó de ser una puta aventurera para convertirse en una residente del Arenal, en las inmediaciones del arrabal de la Carretería. Este sería el ambiente donde educaría a Hernández en la dura tarea de sobrevivir.
En esos barrios de la sucia Sevilla se hacía de todo. En las gradas de la Catedral se vendía a los esclavos, muchos de ellos sujetos por argollas en la nariz y con la frente marcada a fuego con una DSE, «de Sevilla»; también oro, sedas, plata labrada, piedras preciosas y diversas mercancías de Oriente. Hasta el arrabal llegaban las telas y las baratijas para los marineros y los soldados. Las casas se levantaban adosadas a los muros de la ciudad. Según el relato de Antonio Cavanillas, Murillo opina sobre su propia ciudad: «La basura en las calles y los malos olores eran un mal general. Terminar con el grito de: ¡agua va!, común en todas las ciudades europeas, era el sueño de los munícipes. No era raro que un viandante sordo o remiso, a la hora de ponerse a buen recaudo, se viese salpicado de meados o heces fecales. Se sucedían los bandos prohibiendo tirar a la vía pública animales muertos, estiércol de caballo, escombros o aguas sucias. Mierda humana, en román paladino. En pleno Arenal se levantaba el monte del Malbaratillo, formado por las basuras e inmundicias que arrojaban desde siempre los vecinos».
La ciudad conservaba el mismo espíritu que tenía cuando Miguel de Cervantes estuvo prisionero en ella. El escritor hizo esfuerzos por viajar al Nuevo Mundo. A los cuarenta y tres años, dolido por su pobreza, envió una petición al rey Felipe II: «Pido y suplico humildemente cuanto