el sueño de Hardan salió del vientre amado, estuvo reposando sobre el pecho caribe con el cordón umbilical intacto. No hubo llanto alguno. El mismo corazón que le había transmitido un ritmo de vida desconocido para el amo, lo siguió acompañando en el mundo abierto durante el tiempo suficiente como para que Hariz aprendiera el verdadero lenguaje de los humanos.
El dueño creó una conveniente distancia con quien llamó «el engendro» y ordenó a la madre no tener más crías. Quería la exclusividad. Lo mantuvo bajo vigilancia para saber si crecía bien y entrenarlo cuando ya pudiera desear a una mujer. No fuera a ser que se apareara con su propia madre y un pecado semejante sucediera en su minúsculo pero bien atendido reino.
La partera del sueño de Hardan le enseñó a su hijo las cosas que sabía de sus pueblos y también a callarlas. Siempre cuidando no dejar al descubierto su inteligencia, le dijo en susurros que la palabra vida se decía Bi y que madre era Bibi. Padre era Baba, y amo era Anki, persona malvada. El mundo, como tu voluntad, Hariz, le dijo, deben ser Apito, sin fin.
Pudo la madre estar con su hijo al amamantarlo, pero apenas aprendió a caminar lo alejaron de ella. Durante toda la niñez le contó al oído, a escondidas, como un secreto íntimo, sus conocimientos del mundo y de Hardan. Hasta que un día los hombres de confianza le hablaron al amo de unos dientes muy negros.
El patrón mandó a degollar a la madre y envió al engendro a vivir en el corral de sus caballos. Respondería con su vida por el bienestar de las bestias. No debía existir otro vínculo para él que no fuera la ciega obediencia de sus órdenes. Ningún pariente, ningún amigo. Esta cruza de playa con selva, desierto y dunas, podía ser prometedora, pero lo ponía nervioso. Hariz, de piel oscura como las olivas, con un vellón en el tórax, cabellos cortados hasta la parte superior de las orejas y ojos oscuros, grises, con dos puntos de luz negra como pupilas, aprendió a correr junto al galope brioso de los tordillos traídos de Andalucía. Los superaba cuando quería. Abría los brazos en el punto más veloz de su carrera y aleteaba imitando a los albatros que solían llegar desde un horizonte infinito a poner sus huevos en la isla. Creció vigilado, pero pudo gozar de cierta libertad de movimiento cuando defendía los caballares de las entradas de perros silvestres; fueron una herencia de los primeros invasores españoles que los usaron para combatir a los aborígenes. Los perros se quedaron en los bosques y formaron jaurías organizadas a la perfección, con claras jerarquías cuando salían a buscar sus presas. Hariz aprendió de ellos a olfatear el miedo que paraliza a las presas y también a superarlo. De otras bestias, de tanto recibir órdenes perentorias cuya desobediencia le hubiera costado la vida, aprendió a entender el holandés, el español, el francés, el inglés, un poco de italiano y algo de portugués. Todas las lenguas que cruzaron el gran océano para saborear el oro y la plata se anudaban en su garganta cuando quería hacer oraciones largas, porque jamás reconoció a ninguno de esos idiomas como propio. Si estuviera obligado a poner en orden de importancia a sus enemigos, Gustavo, diría que odiaba más a los españoles desembarcados contra natura, forrados en metal, desplegando escritos interminables con una verborrea infinita.
Sin otros bienes que los otorgados por la naturaleza, creció analfabeto y quiso guardarse para sí su más preciado secreto. Nunca, nadie, hasta que la desventura cayó como un hachazo sobre su vida, supo que su mano hábil era la del demonio. Hariz había nacido zurdo. Solía amarrarse la mano izquierda a la cintura y se obligaba a comportarse como cualquier diestro.
Podrás imaginarte, nieto, cómo fue la vida del beduino taíno caribe con menos privilegios que un perro.
Un día de esos corrió una voz grave por las chozas de la hacienda. Los siervos del amo se movían inquietos y cuchicheaban entre sí. Los capataces recibieron pistolas de refuerzo con triple carga y también la orden de cavar una trinchera rodeando la casa del señor. No se les dio comida a los perros y se los mantuvo atados.
–Dicen, mi señor, que unos bucaneros de La Tortuga cruzaron el canal. Vienen a cazar sus jabalíes.
–¡Cuántos son!
–No lo sé –contestó el capataz–... dicen…
–¡Qué dicen!
–Que estos bosques son de ellos.
–¡Dicen! ¡Dicen! ¡Hijos de puta! ¡Tráeme al que escuchó lo que dicen o te corto las orejas!
El interrogatorio que practicó el capataz no arrojó luces sobre la identidad del interlocutor de los bucaneros. Es un rumor, decían los peones, como la neblina; aparece y se va. Entonces el amo pensó que el contacto más probable para oír un rumor de esos era el engendro Hariz, pues se pasaba demasiado tiempo con los caballos sin otros ojos sobre él. Pensó también en comerciar con los invasores y conceder la carne, pero no el cuero. Sin embargo un olor insoportable a rebelión se apoderó de su olfato político. Nadie podía andar por ahí reclamando propiedad sobre las cosas que eran suyas. Entonces mandó a buscar al sospechoso.
–Los haraposos de La Tortuga han estado hablando contigo – dijo, lanzando las palabras como los dados en una apuesta.
Hariz le clavó las pupilas y el primer latigazo fue para bajarle la frente. Los otros dos para obligarlo a hablar. Pero el único sonido fue el de los chasquidos.
En ese preciso momento, Gustavo, ocurrió algo muy imprevisto; se me ocurre pensar que tal vez Hariz sí tuvo conversaciones con los filibusteros y sabía qué estaba a punto de suceder.
El estallido del mosquete de cañón largo anunció la muerte y un capataz cayó al suelo, con el pecho perforado. A continuación el aire se llenó de alaridos y apareció a corta distancia el brillo de los alfanjes y las hachas. Los invasores venían bien informados. Corrieron abriéndose paso hacia la bodega de las pieles. No eran más de siete, pero tenían el aspecto de un centenar de diablos, con las caras pintadas de negro, las pecheras de cuero estampadas con sangre añeja, calzones anchos, piernas peladas y grandes bolsas en las espaldas. Su arma vencedora era la sorpresa, pero, antes de ella, un buen soplo.
El amo ordenó la retirada hacia la casa para aprovisionarse de armas, mientras desenvainaba su sable español de doble filo. Antes de correr, alcanzó a ver en la cara de Hariz una inconfundible hilera de dientes negros formando la sonrisa que bien podría ser entendida como parte de la venganza de Hardan. El odio pudo más que el amor a sus pieles. Enfurecido, el patrón ordenó a tres peones sujetar al caribe beduino hasta inmovilizarlo, y botando una baba espesa por las comisuras de su boca blandió el sable hasta cortar en tres golpes el brazo derecho del engendro. Luego corrió hacia la casa, pero los bucaneros habían actuado con demasiada velocidad. Los alanos estaban sangrando en el suelo, la peonada de rodillas y las pieles reducidas a la mitad.
Hariz dio tan sólo dos alaridos de dolor antes de desmayarse. Los bucaneros le cauterizaron el miembro mutilado con brasas ardientes y se lo llevaron junto con las pieles.
Se salvó, Gustavo.
Medio año después, cuando dejó de sentir el dolor fantasma del brazo ausente les contó a sus nuevos hermanos que era zurdo. Festejaron con ron y costillas de cerdo.
Ahora corresponde armar la otra parte de nuestro personaje.
Pero antes, a propósito de cacerías de jabalíes, te contaré de una famosa, ocurrida en 1635, muy lejos de los infortunios del Caribe. Es preciso remontar las estelas de los barcos hasta meterse al Guadalquivir y llegar al corazón comercial del gran imperio del mundo. Casi todo lo que salió por las Antillas entró por esa vía hasta llegar a las bolsas reales y dilapidarse en lujos que dejaban a los dioses del Olimpo como vulgares pordioseros. Podemos ver los detalles de la cacería inmortalizada por el divino Velázquez. El artista escaló las empinadas alturas del reino dando brochazos y pinceladas maestras hasta llegar al corazón de Felipe IV, conocido entre otros apodos como el «Rey Planeta». Se instaló en las cortes como pintor de cámara y consiguió ser nombrado miembro de la Orden de Santiago. Te corresponderá a ti, nieto del alma, imaginar qué niveles hubiera alcanzado sin dedicarse a retratar delincuentes cortesanos o, también, cuál es el precio que debe pagar un autor porque sus obras están obligadas a circular convertidas en mercancías. La fama, Gustavo, el oxígeno