Jaime Maximiliano Casas Barril

Una raíz para Gustavo


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ser libres y cuidarla como a su madre. Como a María, quien tendría que morir para abandonar el imperio más asesino y rapaz de cuantos han existido.

      El bastardo Hernández no era malo, Gustavo. Tampoco era un hombre bueno. Para eso se necesita voluntad. Era, como te dije, sobreviviente en el submundo. Lope de Vega escribió una seguidilla que decía: «Vienen de San Lúcar, rompiendo el agua, a la Torre del Oro, barcos de plata». Desde el siglo anterior muchos grabadores difundieron la imagen de la gran ciudad con una rima tan ostentosa como simple: «Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla». En 1647, el cronista Gil González Dávila escribió sobre la ciudad: «Corte sin Rey. Habitación de Grandes y Poderosos del Reyno y de gran multitud de Gente y de Naciones… compuesta de la opulencia y riqueza de dos Mundos, Viejo y Nuevo, que se juntan en sus plazas a conferir y tratar la suma de sus negocios. Admirable por la felicidad de sus ingenios, templanza de sus aires, serenidad de su cielo, fertilidad de la tierra…».

      En la otra Sevilla situada al margen de tantas alabanzas, un día en la noche, a orillas del Tagarete, María recibió por la espalda una puñalada que le perforó el pulmón izquierdo. No llevaba bolsa. Primero la encontraron los perros. No quiero hablarte de esta escena, nieto. Para Hernández, la puñalada fue directa a su corazón. No quiso llorar sobre la tierra aborrecida, y junto a la pena sintió un alivio, porque la única soga que lo ataba a esta Corte sin Rey se había cortado.

      Quienes creen en designios celestiales podrán pensar en alguna jugada del destino. La peste bubónica que saltó desde África y atacó Valencia en junio de 1647 llegó a Sevilla dos años después, matando a unos setenta mil habitantes, la mitad de la población. Hernández no estaba; fue apresado antes en una leva de reclutamiento y enviado al Nuevo Mundo en una urca de origen holandés como marinero improvisado. Tuvo suerte. Como es sabido, nadie podía viajar a América ni embarcar mercancías sin permiso de la Casa de Contratación de Sevilla. Todo lo que provenía de las Indias tenía la obligación de someterse al control de la Casa y pagar allí mismo el impuesto de un veinte por ciento a la Corona. La mayoría de quienes se convertían en marineros eran reclutados por la Carrera de Indias para objetivos comerciales. De aquí eran sacados para entrar a la Armada y reforzar el poderío naval del imperio. Por regla general era preciso obligarlos, porque la navegación comercial era más ventajosa y menos arriesgada. Los reclutados eran gente cuya única experiencia en el mar consistía, por lo general, en haber vivido en algún puerto cumpliendo labores asociadas al cabotaje. La calidad de esos navegantes estaba, a no dudar, en entredicho. Después de ser obligados, subían a los barcos pensando en sacar cualquier provecho, establecerse en América o, si la suerte no los favorecía, regresar con algún pellizco de la fortuna esquiva. En los buques de la Armada existía el aliciente de burlar los controles de la Casa de Contratación, recibir un sueldo y poder desertar en cualquier momento. Al regreso, los capitanes rellenaban los huecos con tripulantes nuevos y así se hacía la vista gorda sobre estos manejos.

      Una nave era una empresa comercial antes que nada. Algunos capitanes solían ser los dueños de las embarcaciones y vigilaban su cuidado, asumiendo las labores de comando los contramaestres, personas con experiencia reconocida. El objetivo era el negocio, y las naves de la armada, la escolta de estas operaciones. Los capitanes pensaban más en maximizar beneficios que en servir a la Corona. Solían embarcar a miembros de su servidumbre, haciéndolos pasar por marineros, y cobraban la soldada, el sueldo pagado por el Estado. Además, reservaban un espacio para el contrabando. Sin poder eliminarlo, se llegó al extremo de establecer reglamentos, como fue el caso del tabaco, asignando un número de botijas correspondiente al rango del contrabandista. De un extremo a otro: 500 para el capitán, 10 para cada marinero. Por su parte, la Corona sacó a la venta los cargos de generales, almirantes y capitanes de mar y guerra. Ocupando sus navíos más en asuntos mercantiles que en militares, estos capitanes competían con los barcos comerciales, quitándoles sus fletes sin pagar un céntimo a la Casa de Contratación. Además, solían llevar pasajeros en las naves de guerra a quienes les cobraban un alto pasaje y una cara manutención. Teniendo en cuenta todo esto, se comprenderá que la conducta de la marinería a la hora del combate no era la más adecuada.

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