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Empuje y audacia


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máxime en las migraciones, donde las mujeres tradicionalmente han tenido un papel secundario y subordinado a los proyectos de los hombres y la familia, tales como los de reagrupación o con fines matrimoniales (Torrado, 2012).

      En el caso de las migraciones transnacionales, el protagonismo ha sido masculino, quedando las mujeres relegadas a los citados proyectos de reagrupación o matrimonio; por ello, aquellas que migran en solitario, ya sea de forma voluntaria (con proyectos de autonomía o de huida de las leyes patriarcales) o de forma forzada, se alejan del paradigma tradicional de «la buena mujer». También en comunidades tradicionales las migraciones de niñas y jóvenes, a pesar de constituir una estrategia de supervivencia de las propias familias, habitualmente no cuentan con el beneplácito y apoyo de la comunidad siendo penalizadas por ello. Estos castigos serán permanentes durante los trayectos, en el destino y/o si se produce la repatriación o retorno, en cuyo caso es prácticamente imposible la aceptación de su comunidad y de su propia familia, que lo considerará un deshonor y/o un fracaso al no proceder conforme a las expectativas y tradiciones culturales que determinan la forma en que las mujeres deberían actuar (Torrado, 2015).

      A cada circunstancia a la que deben enfrentarse las niñas y adolescentes, dada la posición de inferioridad que ocupan en la estructura social, se añade la de afrontar la migración y la incorporación a un mercado laboral desconocido. Es habitual ignorar estas situaciones problemáticas a las que, en general, se enfrenta la población migrante que se agravan en el caso de las niñas, asimismo se pasa por alto la consideración prioritaria de su condición de víctimas de las redes y objeto de múltiples violencias. Por ejemplo, si se tuviera en cuenta que buena parte de los corredores migratorios son de gran riesgo para las mujeres y niñas, y que en ellos muchas son víctimas de agresiones sexuales o de explotación, al llegar a España y ser interceptadas se debería indagar sobre las circunstancias que han tenido que afrontar en sus trayectos migratorios y sobre los posibles daños producidos en su persona, lo que lamentablemente en la mayoría de los casos no ocurre.

      Sin contemplar estas interseccionalidades que ayudan a visibilizar las múltiples opresiones que modelan las relaciones sociales en las niñas, tales como el racismo, la etnicidad, el género, la nacionalidad, la religión o la propia clase social (Crenshaw, 1991; Hill Collins, 1990) no se pueden medir los impactos que producen ni es posible su correcto abordaje, pues estos sistemas de opresión social actúan de forma interrelacionada, donde la discriminación, como hemos ido mencionando, procedente no sólo de la pobreza, sino de la condición de mujer, menor e irregular, son condiciones acumulativas a la vulnerabilidad en origen, el trayecto y el destino, y afectan a la consecución de sus expectativas migratorias (Gimeno, 2013). Así, mientras en los niños varones, las expectativas migratorias son mayoritariamente económicas, en las niñas y adolescentes aparece con mayor frecuencia la centralidad de la «agencia», con elementos de autonomía y huida u oposición a los mandatos patriarcales de sus sociedades de origen (matrimonios de honor, ablación); sin embargo, a pesar de que algunas de ellas deciden migrar por propia voluntad y de forma autónoma, la mayoría acaban siendo mal acompañadas en los trayectos por varones que supuestamente ofrecen protección, pero acaban instrumentalizándolas y violentándolas para obtener lucro de su mercantilización.

      En el estudio de las múltiples formas de opresión de las que son objeto los menores migrantes y la intensidad con la que se percibe esa opresión, se ha observado que los menores varones tienen una menor percepción de la opresión que las niñas y las adolescentes, posiblemente derivada de que son objeto de menor violencia en los trayectos, de no permanecer bajo situaciones de trata en los destinos y de contar con mayor apoyo social y familiar. De hecho, cuando verbalizan sus temores y peligros, los varones se circunscriben al viaje por mar a bordo de embarcaciones precarias, a la situación de hacinamiento, a las mareas o la interceptación policial, o incluso a un futuro incierto donde no puedan cumplir sus objetivos o afrontar las exigencias familiares de envío de remesas (Torrado, 2015). Mientras en las niñas y jóvenes la sensación de miedo y vulnerabilidad es percibida en todo el proceso migratorio, es decir, desde que salen, mientras transitan y al llegar a los países de acogida. Esto tiene relación con haber transgredido los mandatos tradicionales de género, las normas patriarcales de sus comunidades de origen o por el contínuum de violencias que se ejercen contra ellas por el hecho de ser mujeres, además de los procesos de cosificación y mercantilización sexual de las que son objeto, más que con las condiciones precarias del traslado o el futuro incierto. En muchas de las comunidades de origen, existe la creencia tribal de que migrar constituye un ritual a la adultez y que ser varón, joven y sano es una garantía segura de éxito. De ahí que, en general, los niños y adolescentes varones, cuenten con mayor apoyo social y familiar a través de un apoyo afectivo o económico pues las familias depositan en ellos sus esperanzas de mejora.

      En este tipo de migraciones, las variables de sexo y edad marcan notables diferencias, tanto con respecto a las migraciones de personas adultas como dentro de las migraciones de menores, en las que las niñas y las jóvenes quedan expuestas a más situaciones de mayor vulnerabilidad y violencia, así como a una mayor invisibilidad que dificulta su identificación (Hadjab Boudiaf, 2018). Muchas de ellas «huyen del fuego para caer en las brasas» porque son la última opción de supervivencia de las familias cuando no hay un varón joven que asuma la responsabilidad, siendo forzadas a migrar como mercancía de las redes de trata internacionales con las que contraen importantes deudas. Otras, que migran voluntariamente y bajo expectativas de mejora de sus vidas o huyendo de las normas patriarcales, tienen también una alta probabilidad de ser captadas por esas redes, pues las menores se han convertido en la actualidad en una mercancía altamente lucrativa ante el aumento de la demanda prostitucional de varones occidentales que muestran sus preferencias hacia mujeres racializadas cada vez más jóvenes.

      Esto no es una cuestión baladí, y por ello es preciso detectar, identificar y organizar la protección de las víctimas, pues no se puede seguir aceptando que millones de menores en el mundo, sean invisibles para los Estados a pesar de ser objeto de explotación sexual (Save the Children, 2008; Torrado, 2012). En ese sentido, podemos asegurar que un tercio del total de víctimas de trata de personas a nivel mundial son niños y niñas. De ese 30% el 23% son niñas, el 70% va a explotación sexual frente al 27% de niños, mientras el 50% de estos van a explotación laboral por un 21% de niñas. En cuanto a la geografía del tráfico, más de la mitad de las niñas víctimas de trata procede de América Central y el Caribe (55%), a la que le siguen África Occidental (40%) y el sudeste asiático (25%) (UNODC, 2018). No obstante, estas cifras son mínimas y no reflejan la dimensión real del problema, pues son datos que proceden de fuentes oficiales y, por tanto, se basan en los casos que han sido interceptados o identificados.

      Lo que parece fuera de toda duda es que la trata de seres humanos se ha convertido en un negocio transnacional muy lucrativo que tiene conexiones con la delincuencia organizada, los conflictos armados y las migraciones. Muchas personas huyen de la violencia y la persecución, sobre todo las mujeres y las niñas que son especialmente vulnerables. En ese sentido, la urgencia y la violencia las convierten en diana de decisiones migratorias precipitadas y peligrosas que las exponen con mayor frecuencia a las redes de trata con fines de explotación sexual. En el caso de las menores es un fenómeno difícilmente mensurable pues las redes han adquirido un gran nivel de versatilidad para vulnerar los controles en frontera y en destino (Embajada de Estados Unidos en España, 2009).

      Los niños y jóvenes varones que viajan clandestinamente, ya sea por propia voluntad o con el apoyo de familiares, lo hacen apoyándose en las redes de tráfico irregular de personas para el traslado entre fronteras, lo que no los relega necesariamente a una situación de trata, pudiendo disfrutar al llegar al destino de cierta autonomía, eso sí, no exenta de riesgo, pues si las condiciones de exclusión son extremas, pueden acabar en actividades ilegales controladas, igualmente, por las redes. Sin embargo, nos encontramos que, en el caso de las niñas y jóvenes, tanto aquellas que viajan por propia voluntad como las que tienen el apoyo de sus familias, muchas incluso disponen de documentación «legal», tienen mayor riesgo de ser captadas por las redes de trata, tanto en origen como en el trayecto y el destino, siendo en muchos casos impermeables a los controles fronterizos. En algunos casos, cuando son interceptadas por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no suelen ser identificadas como menores o como víctimas de trata, ya sea porque las propias víctimas