Juan Pablo Pino Posada

Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX


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estudio de Hugo Friedrich, Die Struktur der modernen Lyrik –que renuncia por demás a una definición en sentido estricto de lírica moderna (2006 [1956]: 10)– entiende por estructura una serie de semejanzas en el modo de ser, una comunidad de estilo en medio de la nutrida diversidad de expresiones individuales. Dicha comunidad consiste en la ruptura con la tradición, a saber, con la tradición lírica clásica, romántica, naturalista y declamatoria (Friedrich, 2006: 12). Dieter Lamping despliega la iniciativa de Friedrich en dos vertientes: la ruptura, dice, se produce con respecto al lenguaje –surgen nuevos modos de representación y percepción– y con respecto a las formas –surgen nuevas maneras de versificación– (2008: 7). De lo primero es ejemplo el uso específico de ciertos recursos –símbolos, comparaciones, metáforas, montajes y juegos con el lenguaje– con el propósito de convertir en extraños los referentes mentados. De lo segundo, sobre todo el uso del verso libre y la experimentación con la rima y con la partición estrófica (cf. Lamping, 2008: caps. II y III). ¿Participa de estas novedades el conjunto de la lírica arturiana? La respuesta es sí, aunque por supuesto no en todos los aspectos y, en los casos afirmativos, de manera más bien tímida –“sin estridentismos”, como dice Martha Canfield (2003: 578)–, esto es, de manera atemperada y no en la línea de lo que Friedrich denomina la “modernidad dura [harte Modernität]” (2006: 10). Adicionalmente, la vehemencia del sí dependerá de la fase creativa que se tenga en mente: hay razones para considerar de mayor modernidad los poemas tardíos que los poemas de juventud.

      En cuanto a las formas de los versos –para empezar con la segunda vertiente propuesta por Lamping– el lector no encontrará en la obra completa de Aurelio Arturo un solo poema que se ajuste plenamente a algún modelo clásico de versificación.25 Tampoco hallará ningún poema con rima consonante en todas sus estrofas ni, lo que es más llamativo, ningún poema que aplique con cabal consecuencia la rima asonante, pese a que, en más de un caso, pareciera esa la pretensión.26 Lo mismo ocurre con la cantidad silábica: descontando las excepciones de “Clima” y “Silencio” –compuestos, como bien lo registra Pabón Díaz, por una serie ininterrumpida de endecasílabos–, en vano se buscará un poema con un único metro. Y, aunque en la sumatoria de estrofas se marca la preferencia de Aurelio Arturo por las de cuatro versos, muy pocos de los poemas en los que ellas predominan permanecen en efecto fieles a dicha forma estrófica; por lo general, aparecen una o dos estrofas que, conformadas por otro número de versos, quiebran el isomorfismo.27

      Resulta difícil no pensar que Aurelio Arturo, en los poemas en los que se propuso seguir una convención formal –lo cual, valga decir, no ocurre ni siquiera en la mitad de los casos, pues a la mayoría de poemas los estructura el verso libre–, persiguió al mismo tiempo dar cabida a la discontinuidad: sumándole versos a una estrofa, alargando la longitud del metro, interrumpiendo la sucesión de la rima. Este desapego –sin radicalidad– frente a la tradición formal se incrementa a lo largo de los años de escritura, más allá de que ya existan señas claras de él en los primeros poemas de juventud y de que, a la inversa, en 1961 aparezca publicado por primera vez “Madrigales”, una de las pocas excepciones de continuidad en la forma estrófica.

      Una transformación semejante en el devenir de la obra se observa a propósito del tipo de lenguaje lírico, la otra vertiente citada por Lamping. Varios poemas de la primera fase de creación exhiben aún trazas de la tradición oratoria en español: “Ciudad de sueño”, “El grito de las antorchas”, “En azul lejano”, por ejemplo, son poemas donde prolifera el pathos. Se cede en un buen número de versos a la atracción por la excitación del hablante, por la exclamación, por los imperativos, por la interjección, por el énfasis: “[...] oh rúas de mi júbilo” (“Ciudad de sueño”, v. 11), “Oh babélicos / [...] Traed el hierro en sus diez mil transformaciones” (“El grito de las antorchas”, vv. 17, 23), “¡Oh juventud que te quedaste soñando / en el valle de la estrella más sola!” (“En azul lejano”, vv. 24-25). Asimismo, motivos de la tradición romántica como la oscuridad, la melancolía, el sueño, la muerte –lo que Friedrich (2006: 30) denomina el “sabor a ceniza” (Aschengeschmack)– sobreviven en los también tempranos “Sueño”, “Muerte” y “Los mendigos”, entre otros.

      En cambio, en los poemas que Aurelio Arturo publica a partir de 1963, sobresalen ya rasgos de extracción predominantemente moderna: la despersonalización prima desde “Canciones” hasta “Yerba”, la conciencia apocalíptica se manifiesta en “Canción de hadas”, “Sequía” y “Lluvias”, ruinas poscristianas emergen entre los versos de “Canción del niño que soñaba”. De la etapa intermedia se pueden resaltar momentos ocasionales de hermetismo: durante largos pasajes de “Morada al sur” no es claro el referente, el montaje de voces en “La ciudad de Almaguer” no está precisamente al servicio de la comprensión inmediata, las elipsis de “Interludio” dan amplio espacio a la interpretación. Más digna de destacar sería incluso la disonancia de la que participan varios poemas de Morada al sur, disonancia según la cual el encuentro (con una voz, una entidad femenina, un elemento de la naturaleza) es al mismo tiempo el desencuentro, la experiencia de la distancia. El caso paradigmático es “Remota luz”, donde el hablante lírico cierra el relato de su retorno “de tierras hermosas” (v. 1) con la pregunta: “¿cómo era tu faz, tierra morena?” (v. 14).

      A la poesía de Aurelio Arturo también hay que situarla, pues, en la tradición de la lírica moderna europea: en virtud de su impulso fundador, de su permeabilidad histórica, de su novedad expresiva. Eso no significa, ahora bien, que los versos del nariñense sean el prototipo de las revoluciones estéticas que empezaron a sucederse a partir de Baudelaire. Pero sí significa que, a la hora de la contextualización histórico-literaria, la lírica arturiana toma partido por las renovaciones internacionales del siglo XX y no por el clasicismo ni por el romanticismo del siglo XIX colombiano. La diferencia no es irrelevante, pues, como habrá ocasión de ver, no todos los poetas contemporáneos de Aurelio Arturo andaban haciendo lo mismo: Rafael Maya concibió su obra poética y crítica en términos de defensa de lo clásico y el rechazo a lo moderno, y Eduardo Carranza entendió su poesía y el movimiento poético que la secundó como “un regreso a lo clásico español” y “un regreso a la tradición nacional” (Carranza, 1978b [1962]: 195).

      La recepción crítica también se ha manifestado profusamente a propósito de la representación del espacio en la poesía de Aurelio Arturo. Los comentarios se concentran sobre todo en la localización e interpretación del referente señalado como “morada al sur”. Torres Duque, por ejemplo, dice que el “Sur” de los poemas es “inocultadamente el sur de Colombia, Nariño, La Unión, pero [es también] esencialmente el mundo, como imagen idílica de la poesía y del hombre vuelto a sus orígenes” (2003: 350). En esta declaración se mencionan los dos límites entre los cuales se mueve el acercamiento crítico: por un lado una morada al sur concreta, localizable incluso como elemento topográfico y sociológico en coordenadas espacio-temporales específicas; por el otro, una morada al sur abstracta, ideal, retirada al ámbito indistinto de lo primigenio.

      Según Eduardo Camacho Guizado –para citar a quienes se acercan a la primera variante–, la morada al sur es la tierra natal (2003 [1963]: 509); para Graciela Maglia, la hacienda y el latifundio feudales (2003: 30); Beatriz Restrepo (2003: 480) y Rafael Gutiérrez Girardot (1982: 524) la entienden como el campo; Fernando Arbeláez (2003 [1964]: 518) y William Ospina (2003 [1989]: 559) como el continente americano. Martha Canfield –ya dentro de quienes se inclinan por el polo opuesto– ve un paisaje sacralizado (2003 [1992]: 577), así como Gustavo Cobo Borda un territorio ancestral (2003 [1974]: 524) y Ramiro Pabón Díaz un espacio edénico (1991: 138). Se trata, evidentemente, de propuestas que no se excluyen entre sí, pues el terruño bien puede funcionar, por medio del recurso a la metáfora, como receptor de valores de un espacio ideal.

      En relación con la pregunta sobre qué es la morada al sur, el presente estudio optará por una respuesta emparentada con esa segunda variante: la morada al sur será entendida como un espacio mítico, esto es, como el escenario de una cosmogonía, de la génesis de una totalidad. La novedad de la contribución aquí presentada, sin embargo, no consiste tanto en la formulación de una respuesta más a dicha pregunta cuanto