Juan Pablo Pino Posada

Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX


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y un año después tiene lugar otra protesta por parte de los trabajadores ferroviarios de Cundinamarca (Melo, 1991a: 88). La táctica se repite a lo largo de la década. Tres de las más célebres huelgas son las que ocurren durante 1924 y 1927 en Barrancabermeja contra la Tropical Oil Co. y durante 1928 en Ciénaga contra la United Fruit Co., conocida, por su desenlace, como la Masacre de las Bananeras. Junto con el rasgo antiimperialista, interesa destacar el papel representativo de los sindicatos del ferrocarril y el entorno modernizador que acaparaba su mano de obra: “la expansión ferrocarrilera fue ciertamente excepcional: entre 1922 y 1934 se duplicaron los kilómetros en uso de la red ferroviaria […]” (Bejarano, 1982: 37). Es la época, además, en que se fundan los partidos inspirados en el socialismo –Partido Socialista en 1919, Confederación Nacional Obrera en 1926 (Melo, 1991a: 97)– y en que el adjetivo “bolchevique”, ora como anatema, ora como enaltecimiento, aumenta su frecuencia de aparición, incluso en los decretos (cf. Tirado Mejía, 1991: 137). Recién había tenido lugar la Revolución rusa, poco después, en 1924, ocurría la muerte de Lenin y las obras de pensadores marxistas empezaban a poblar el vecindario americano.

      La simpatía de Aurelio Arturo por la modernización y por el auge de las ideas socialistas se manifiesta respectivamente en los poemas “Canto a los constructores de caminos” y “El grito de las antorchas”. A propósito del primero cabe recordar que, por la época, “en todas partes se publicaban poemas dedicados a las carreteras, a los trenes y al progreso” (Pöppel, 1994: 19);36 “El grito de las antorchas”, según se dijo más arriba, es por su parte un himno de clara inspiración leninista. A partir de estos dos poemas gana un primer perfil la subjetividad colectiva estructurante de la mediación como una subjetividad afín al cambio político y al progreso material.

      Al respecto conviene mencionar dos detalles. Si bien de la obra lírica desaparecen en lo sucesivo tanto el entusiasmo socialista como el saludo a la modernización, un breve artículo de 1952 testimonia la pervivencia de la simpatía arturiana por la modernización en general y sobre todo por la del campo. Este primer detalle no es irrelevante a la luz del éxito de la hipótesis idílica en la recepción de la obra de Aurelio Arturo. El artículo se titula “Del arado al tractor” (2003 [1952]: 249-251)37 y expone sintéticamente la evolución de la agricultura en Occidente. El autor describe el paso del arado primitivo al arado por medio de animales y llama la atención sobre la revolución que significó a comienzos del siglo XIX la introducción de máquinas para poner a producir el campo, revolución que, se lamenta, no ha alcanzado plenamente las prácticas económicas del país. Los párrafos finales traslucen la actitud afirmativa ante la tecnificación de la agricultura:

      Pero desgraciadamente, este progreso maravilloso, que en pocos años superó al alcanzado en los cinco mil años anteriores, no cuenta sino para unos pocos países afortunados; fuera de éstos, el paisaje sigue tranquilo e improductivo y el hombre se inclina penosamente sobre el arado egipcio, o sigue la pesada marcha de la yunta de bueyes, símbolo de la pesadez y lentitud de la faena.

      Pero, naturalmente, debemos alimentar la esperanza de que este estado de cosas no durará por siglos. La esperanza que en ello pongamos no se basa en el vacío, puesto que sabemos que los instrumentos de transformación han sido ya ideados y están activos en países más afortunados que el nuestro. Y además, que ya han hecho su aparición en el paisaje colombiano, aunque de manera aislada, y no en la extensión cuantitativa que sería de desearse (Arturo, 1952: 17).

      El segundo detalle concierne al poema “Canto a los constructores de caminos”. Se trata del único poema de juventud arturiano que todavía en 1951 sigue siendo publicado con consentimiento del autor. La razón de la larga vigencia radica probablemente en que en el poema se nombra un espacio que a la postre se reveló para el poeta y para su poesía menos efímero que el de la ciudad futura de la utopía. En efecto, junto con el camino construido aparece aquello contra lo cual él mismo constituye una victoria provisional: “Os canto librando la batalla contra la tierra oscura, / que a todos devorará con ansia [...]” (vv. 12-13, énfasis mío). Se trata de la tierra en calidad de recinto simbólico de la muerte, espacio donde los muertos reposan. Entendida como destino de todo mortal es en realidad solo uno de los aspectos del arquetipo de la madre tierra, el cual envuelve no solo el final, sino también el comienzo de la vida y los incluye a ambos en un ciclo más amplio y totalizante de regeneración incansable (cf. Eliade, 1970: 225). Pero esta condición arquetípica estará sobre todo presente en los poemas de la segunda fase creativa. Por ahora interesa notar que la tierra es el modo en que el narrador designa el espacio donde se trazan las huellas de la modernización, esto es, los caminos. La tierra es aquello que tiene ante sí la subjetividad modernizadora.

      Ahora bien, la tierra en su connotación de devoradora de hombres resulta tanto más llamativa por cuanto que la tematización se produce en el contexto de una retórica tributaria del progreso, a partir de la cual parecería más fácil la celebración unívoca de las acciones heroicas, victoriosas por sobre la naturaleza y la historia, que el recuerdo de la provisionalidad de los héroes y de sus heroísmos. ¿De dónde, entonces, el coto a los amagos entusiastas de modernolatría? En los poemas de juventud la tierra no es solo el espacio que la subjetividad procura transformar con su acción real (“Espacio –reza una definición en los estudios culturales– es aquella extensión fuera de nosotros a través de la cual moverse a sí mismo o mover algo más significa ‘esfuerzo y trabajo’”; Böhme, 2005: XVI),38 la tierra es al mismo tiempo el objeto de una fascinación estética y de su respectivo credo poetológico, como se explica a continuación.

       La tierra y el arte americanos

      Con el auge de las vanguardias artísticas europeas durante la década del veinte se les plantea a los autores latinoamericanos la cuestión de la identidad cultural y de la relación con la propia tradición y el paisaje circundante. Se discute entonces intensamente sobre los opuestos nacionalismo y cosmopolitismo (cf. Schwartz, 2002: 531-ss). En el ensayo “El tamaño de mi esperanza” de 1926, por ejemplo, Borges dice que “Buenos Aires, más que una ciudá [sic], es un país y hay que encontrarle la poesía y la música, y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen” (2002 [1926]: 655); “Dejaremos de ser afrancesados, dejaremos de ser aportuguesados, germanizados, cualquier cosa, para abrasileñarnos. Yo tengo el orgullo de decir que soy un brasileño abrasileñado” proclamaba un año antes Mário de Andrade (2002 [1925]: 547). Es también la época de lo que José Miguel Oviedo denomina “el gran regionalismo americano”, esto es, aquella literatura a la que pertenecen La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y, entre otras novelas, Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. Se trata de “una literatura –dice Oviedo– que tiene el sabor propio y el perfil peculiar de la región o cultura de la cual surge y a la cual interpreta: la selva, la pampa, el llano, el Ande, etcétera. Su conflicto básico es el del hombre en pugna con un medio físico indómito y fascinante [...]” (2001: 226).

      A tono con este ambiente, Aurelio Arturo concede en 1929 una entrevista para la sección “El ideario de la nueva generación” del Suplemento Literario Ilustrado de El Espectador. Como su nombre lo indica, la sección recogía las opiniones que las jóvenes figuras del panorama intelectual colombiano tenían sobre temas de actualidad cultural y política. Aurelio Arturo ofrece una opinión sobre las vanguardias europeas y fija a continuación su posición en el debate sobre las identidades nacionales y artísticas, por aquel entonces, como se dijo, en otro de sus cíclicos auges:

      Las nuevas generaciones europeas que fueron a la guerra sin conocer la vida, trajeron de las trincheras un estremecimiento cuasi enfermizo, un sentido y una concepción épicos de la vida que palpita en el arte de la época. Cada escuela tenía algo de barricada, de trinchera lírica, a cuyo nutrido tiroteo huyeron en desbandada las momias venerables cuyo numen se agitara bajo los cielos de paz. El surrealismo alemán, el cubismo francés, el futurismo italiano, el creacionismo de Vicente Huidobro... aquello fue la multiplicación de los panes.

      Este