a la imitación de los productos literarios de ultramar [...]. Concluyo, pues, creyendo en la posibilidad y florecimiento de un arte genuinamente americano sustentado en la tierra [...]. Somos tropicales y nuestra heredad es la faja donde la naturaleza se muestra más lujosa y espléndida, agobiada de savias y símbolos, calcinada por soles restallantes, ampollada de montañas aspérrimas [...]. Debemos, pues, reivindicar nuestro título de tropicales y deslindarlo del concepto de verbalismo que se le ha asimilado (González, 1929, citado por Cabarcas, 2003d: 80-81).
Como contrapeso a la imitación irreflexiva de la literatura europea, Aurelio Arturo trae a cuento el conocido tema del trópico como naturaleza exuberante. Versiones del motivo se encontrarán después, por ejemplo, en el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón (1910-1993) cuando en un ensayo sobre la predominancia de la naturaleza americana por sobre la historia hable de cómo el europeo no encuentra en América un paisaje avasallado sino “un paisaje abrumador que ha devorado al hombre” (1943: 189-190); o cuando Alejo Carpentier (1904-1980) diga en la fundamentación de su idea del barroco latinoamericano que el “nuevo mundo” es barroco, entre otras razones, “por el enrevesamiento y la complejidad de su naturaleza y su vegetación, por la policromía de cuanto nos circunda, por la pulsión telúrica de los fenómenos a que estamos todavía sometidos” (2003 [1975]: 84).
Aurelio Arturo acude en su declaración a un énfasis retórico ajeno a su lírica: en sus poemas el sol no restalla ni calcina sino que “bendice” (“Ésta es la tierra”, v. 50), mientras que a las montañas, antes que como a ampollas aspérrimas, se las ve serenamente “azules” (“Canciones”, v. 9), “embellecidas de distancia” (“Paisaje”, v. 19). Pero justamente contra el peligro de la retórica tropicalista advierte el joven poeta cuando cierra la misma declaración con el llamado no solo a reivindicar el “título de tropicales”, sino también a “deslindarlo del concepto de verbalismo que se le ha asimilado”.
Este verbalismo, en el sentido de verbosidad y pompa, se había asociado a la poesía tropical a través de los poemas posmodernistas del escritor peruano José Santos Chocano (1875-1934), uno de los autores extranjeros más difundidos en las revistas colombianas de los veinte (Pöppel, 1995: 95). Su exuberancia es denunciada por José Carlos Mariátegui como falso americanismo y signo de pertenencia a la literatura colonial; atribuir autoctonía en virtud de la exuberancia, dice Mariátegui, obedece a una lógica “falsa” que desconoce el hecho de que la grandilocuencia le viene a Chocano de la literatura española y no del arte indio, el cual es “fundamentalmente sobrio” (2007 [1928]: 225-226).
Recién Pedro Henríquez Ureña había tratado la cuestión de “la expresión americana” en la conferencia “El descontento y la promesa” (1926) y en el artículo “Caminos de nuestra historia literaria” (1925). La auténtica expresión americana es en realidad una inquietud que alimenta el descontento de cada generación respecto de la anterior desde el momento en que el continente comienza a buscar su independencia, dice Henríquez Ureña. El americanismo ha ensayado varias fórmulas: la descripción de la naturaleza, la vuelta al indio, el reconocimiento del criollo, el novomundismo. La clave, sin embargo, una vez despejada la nociva ilusión del aislamiento, es “el ansia de perfección”: “no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir con ansia de perfección” (Henríquez Ureña, 1978a [1926]: 43). Y quien procure de esa manera la expresión propia difícilmente suscribirá la exuberancia –en la acepción de ignorancia, fecundidad, verbosidad o énfasis (cf. Henríquez Ureña, 1978b [1925]: 49-50)– como categoría clasificatoria de lo americano.
Cuando Aurelio Arturo aboga por un arte americano sustentado en la tierra y al mismo tiempo deslindado del verbalismo se sitúa entonces en esta línea crítica esbozada por Henríquez Ureña y Mariátegui. Adopta una militancia americanista en sintonía con “el ansia de perfección”. De ahí que su comprensión de la vanguardia europea pase también por el problema de la expresión. En la entrevista citada, en efecto, anota: “La revolución de los poetas vanguardistas no se limitó a burlarse de la tradición, de la retórica y de la gramática, burla que es justificable en muchas ocasiones, sino que persiguió en primer término la perfección del fondo y de la técnica” (González, 1929, citado por Cabarcas, 2003d: 80).
A modo de síntesis cabe decir que la tierra que la subjetividad lírica considera objeto de la acción modernizadora es también, pues, la tierra en cuanto objeto de la elaboración artística. En el presente estudio se denomina espacio telúrico al espacio exterior entendido a partir de la doble referencia modernizadora y americanista. El adjetivo designa etimológicamente la tierra según la raíz latina tellus y, si bien evoca con justeza cierta afinidad del programa estético del joven Aurelio Arturo con la militancia de las corrientes americanistas contemporáneas, no pretende situarlo dentro del telurismo propiamente dicho.39 En la medida en que dicho programa estético está proclamado más como un derrotero colectivo que como una búsqueda individual, la subjetividad lírica adquiere un contorno aún más definido por la pertenencia a un grupo. El colectivo impulsor de la modernización socialista del país es además el colectivo que aboga por un arte sustentado en la tierra.
Ahora bien, ¿cómo se sitúa la poesía de Aurelio Arturo respecto de otras manifestaciones locales del interés literario por la tierra? Para responder este interrogante, es necesario observar primero la concepción del espacio en Rafael Maya y José Eustasio Rivera, dos autores representativos de la época.
Rafael Maya y el paraje ameno (locus amoenus)
El poeta colombiano más difundido en las revistas de circulación nacional durante los años veinte es Rafael Maya (1897-1980). La dedicatoria del primer poema publicado por Aurelio Arturo en 1927, un comentario crítico de Rafael Maya en 1932 y su presencia en el jurado que le entregó a Arturo el Premio Nacional de Poesía en 1963 testimonian el vínculo editorial entre ambos autores. Maya publica en 1925 su primer libro, Mi vida en sombra, del cual el mismo autor dirá más tarde que “puede entenderse como una liturgia de la tierra” (1972: 8). Liturgia de la tierra quiere decir, para su caso, la celebración devota, y en el recurso a las formas clásicas de versificación, rigurosamente formal, del paisaje rural que conoció en la infancia payanesa.
Este paisaje guarda, según Maya, “afinidades entrañables” con el paisaje virgiliano. De ahí que en los poemas de Mi vida en sombra acuda una y otra vez al tópico virgiliano del “paraje ameno” (locus amoenus). Según informa Ernst Robert Curtius, el paraje ameno constituye, junto con la selva mixta, el paisaje ideal que Homero, Teócrito y Virgilio legan a la posteridad literaria (1993 [1954]: 200). En los dos últimos el paraje ameno es el escenario de la poesía bucólica: “[...] un fragmento de naturaleza bello y sombreado. Su composición básica consiste en un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo. A ellos pueden añadirse canto de aves y flores. La versión más detallada incorpora además el soplo de viento” (Curtius, 1993 [1954]: 202).40 El Virgilio de las Bucólicas (40 a. C.) prosigue en realidad la tradición helenística del idilio campestre, el cual, en su acepción originaria, designa un subgénero épico-lírico cultivado por Teócrito (siglo III a. C.) en el que se tematiza la vida en armonía del hombre con la naturaleza mediante la figura del pastor y un paisaje idealizado.
Rafael Maya se sitúa conscientemente en esta tradición e incluye por doquier en los versos de Mi vida en sombra “campos labrados” y “floridos” (1972: 59, 48; “Vida nueva”, “Tú”), huertos amenos (21, 57; “Salutación”, “Odisea”) y jardines (18; “Volvamos al jardín”). Cuando, en cambio, se trata de cantar la naturaleza intocada, el elemento correspondiente se nombra a partir de sus cualidades bienhechoras. “La voz del agua” es un excelente ejemplo de cómo un elemento natural está retratado en la faceta que garantiza su coexistencia pacífica con el hombre (1972: 16):
Yo soy el agua azul de la montaña,
nací en un hueco del breñal salvaje
y