Juan Pablo Pino Posada

Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX


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esperado, no solo por la ciclicidad misma –en todo caso tenue–, sino por lo que hay en ella: vida colectiva elemental e idealizada. El “buen afán en el corazón iluminado” (v. 10), los “alegres camaradas” (v. 11), los también “alegres vinos” (v. 14), las “gráciles mozas” (v. 15), los “fulgurantes caballos” (v. 18), entre otras presencias, perfilan sin ambigüedad una atmósfera de placidez. Por otra parte, una de las isotopías más presentes es la de la expresión lingüística: “cantar en los labios” (v. 8), “cordiales” y “fáciles” palabras (vv. 13, 17), “voces sensuales” (v. 15), gritos (v. 18). En ello, el poema sigue siendo fiel a la autorreferencialidad de la tradición idílica de pastores cantores.

      El carácter cíclico del tiempo en el segundo bloque viene dado por la continuidad espacial de la vida de las generaciones. Realidades que en principio deberían resaltar el componente irreversible del paso del tiempo, como son la de la muerte de los antepasados y la del nacimiento de los descendientes, aparecen contiguas en virtud de la unidad de lugar y terminan contribuyendo a la cristalización de un tiempo unitario:

      La unidad de lugar disminuye y debilita todas las fronteras temporales entre las vidas individuales y las diferentes fases de la vida misma. La unidad del tiempo acerca y une la cuna y la tumba (el mismo rinconcito, la misma tierra), la niñez y la vejez (el mismo boscaje, el mismo arroyo, los mismos tilos, la misma casa), la vida de las diferentes generaciones que han vivido en el mismo lugar, en las mismas condiciones, y han visto lo mismo (Bajtín, 1991: 376-377).

      La unidad de este tiempo viene acentuada en el poema a partir de la pervivencia, a lo largo de las generaciones, de la esperanza en la realización de un ideal. La isotopía del anhelo es el recurso desplegado en las cuatro últimas estrofas. El hablante lírico apela en efecto al “ensueño” de su pueblo y de su raza (v. 34), al padre que “soñó” (v. 37) y a los hermanos que “soñaron y amaron una misma ilusión” (v. 39, énfasis mío); a su vez, dice de sí mismo: “aquí he sido iluso” (v. 44, énfasis mío) y “Aquí aprendí a amar los sueños –los dulces sueños– / sobre todas las cosas de la tierra” (vv. 46-47, énfasis mío). Esta comunidad del sueño recuerda el verso contemporáneo “Yo he soñado en fundar una gran ciudad sin cúpulas” (“El grito de las antorchas”, v. 16). En efecto, la connotación ideológica asoma en el semema “alegres camaradas” (v. 11, énfasis mío) y en la declaración “Aquí las noches fueron rojas” (v. 24, énfasis mío). Puede afirmarse con cierta plausibilidad que el hablante lírico activa en el sema /sueño/ –registrado por Moliner como “Cosa en cuya realización se piensa con ilusión o deseo” (2007: 2782)– los anhelos históricos de emancipación del colectivo y los sitúa como antecedentes de su actual utopía socialista.

      Dicho sueño, dicha utopía supone, sin embargo, la confianza en la transformación social y en la evolución dentro del tiempo histórico. ¿Cómo se concilia en el poema la celebración del cambio histórico con el carácter circular del tiempo idílico? O, en otras palabras, ¿puede un poema en los márgenes del idilio dar expresión efectiva a un anhelo emancipador? En lo que sigue se da respuesta a estos dos interrogantes.

       El campo y la ciudad

      Raymond Williams ha mostrado cómo en diferentes épocas históricas la literatura pastoral apela a una antigua edad de oro o a un viejo orden tradicional como contrapartida de un desarrollo histórico presente. La nostalgia por los pretendidos valores rurales esconde no pocas veces la defensa feudal de jerarquías sociales señoriales y de ordenamientos morales represores (cf. Williams, 1973: caps. 4 y 5). José Luis Romero, por su parte, ha mostrado cómo el campo y la ciudad han dado lugar a ideologías propias contrapuestas. En su origen, la del campo es una “ideología conservadora, indiferente o acaso hostil al cambio”, la de la ciudad, a la inversa, es una ideología que lo saluda, que además ve al hombre independizado de la rutina y situado “en el camino de forjar su propio destino con la ayuda de su capacidad racional y de su voluntad” (Romero, 2002 [1978]: 347).

      A la luz de lo anterior, la contradicción del joven Aurelio Arturo se puede formular como la contradicción ínsita a una militancia política y estética que acoge valores vanguardistas como el del culto al hombre nuevo (cf. “Canto a los constructores de caminos”), pero que al mismo tiempo se propone dignificar con el recurso al idilio un espacio eminentemente rural, escenario del orden cuya crisis esa misma militancia quiere acelerar. En efecto, el idilio no es el modelo literario idóneo para un registro simpatizante con los proyectos modernizadores, como ha sido señalado ya por Gutiérrez Girardot. El hispanista colombiano advierte de la contradicción que, por ejemplo, encarnó Andrés Bello quien, en el intento de legar un poema fundacional y de resolver con él el problema del “nuevo orden de las épocas” posterior a toda revolución (en este caso la de la Independencia), apela a la tradición bucólica virgiliana:

      Pero el impulso utópico y, consiguientemente revolucionario, que animaba a Bello [...] se convirtió necesariamente en un impulso regresivo: lo contrario al presente reinante, el supuesto nuevo “ordo saeclorum” fuejustamenteelportador,a veces involuntario,del viejo orden feudal: el labriego, y con él, su señor. En el siglo XIX, el mundo bucólico virgiliano ya no podía ser utópico y menos aún revolucionario en el sentido de un “ordo saeclorum”; éste tenía que ser una utopía al revés, una restauración (Gutiérrez Girardot, 1978: 892).

      El hablante lírico arturiano, ciertamente, no haría la invitación que hace el hablante lírico de “La agricultura de la zona tórrida” (Bello, 1979: 48): “¡Oh jóvenes naciones [...]! / honrad el campo, honrad la simple vida / del labrador, y su frugal llaneza” (vv. 351-355); la estrofa VIII de “Ésta es la tierra” celebra más bien las fuerzas combativas de la “raza” así como otros poemas celebran el tipo del guerrero rural (el caballero andante de las baladas) o el proletariado campesino. Con todo, tanto la unidad de lugar como el correspondiente tiempo cíclico que estructuran los sucesos del poema le otorgan, hasta ahora, un perfil idílico inconfundible. A continuación, paso a analizar si ocurre lo mismo con respecto a las instancias de mediación.

       La individualización como acontecimiento

      La distancia que el poema toma respecto del patrón idílico se hace perceptible cuando se considera el conjunto de los dos bloques. En el cambio de un narrador plural a otro singular ingresa la individualidad y con ello un principio de diferenciación ajeno al mundo del idilio comunitario. Este ingreso da paso a una consolidación gradual en el plano argumental a lo largo de todo el segundo bloque. En efecto, en las cuatro últimas estrofas el hablante lírico deja constancia de su paulatina individualización bajo la forma de progresivo desprendimiento respecto del colectivo.

      Esto ocurre de la siguiente manera: el nosotros abstracto que interviene por última vez en la quinta estrofa –“Aquí gritamos mucho [...]” (v. 18)– cede el lugar en la estrofa octava a los sememas “mi pueblo” y “mi raza” (vv. 31, 33, 35, énfasis mío), ya con el posesivo de primera persona; “pueblo” y “raza”, por su parte, dan paso en la estrofa siguiente al grupo más restringido de la familia mediante las referencias a “mi padre” y a “los suaves hermanos míos” (vv. 38, 39); luego de nombrar acto seguido la comunidad, aún más reducida, con la amada (X), el hablante lírico habla de sí mismo sin mención de otras subjetividades y estrecha finalmente el radio de sus relaciones al vínculo con la tierra (vv. 44-50). De hecho, el relieve de la individualidad se eleva en la última estrofa por medio de verbos que denotan la actividad interior del sujeto: “amar” y “querer” (vv. 46, 48, 49). Incluso una fatalidad, como lo es la condición mortal del hombre, accede parcialmente al circuito de lo voluntario en el verso “Ésta es la tierra oscura en que quiero morir” (v. 49). Dicho relieve perfila al narrador como voluntad individual y lo retira de la inmersión en la experiencia colectiva.

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