copio los tonos del paisaje
y sólo huertos mi corriente baña.
Y humilde y en silencio, mi destino
es ser buena y cordial; ser agua pura
a través de la hierba del camino.
[...]
La ciudad, sobre el trasfondo del interés en el idilio campestre, funciona como el opuesto ruidoso, donde la tristeza y el desengaño, a diferencia de lo que ocurre en el “campo fiel”, espantan cualquier pasión amorosa (Maya, 1972: 38; “Agreste”); le cabe, si acaso, un lugar en el espectáculo visual de una pampa lejana rodeada de sierras (1972: 24; “Clara y lenta”) o, con más distancia aún, en la memoria de un antiguo habitante con nostalgia de “herbosas calles henchidas de fragancia / colonial” (27; “Ciudad lejana”), pero es sobre todo el espacio del que conviene retirarse si lo que se busca es la “paz dichosa” (68; “La escondida senda”).
Este espacio idílico se perfilará en Maya cada vez más claramente como una crítica de la modernidad en cuanto que modernización industrial y política, y en cuanto que fractura de un orden clásico y de su respectiva unidad entre principios morales, estéticos y metafísicos. En un elogio de la poesía romántica de la Colombia decimonónica –“momento en que el genio colombiano se identifica con la historia nacional y con el paisaje nativo”–, Maya se lamenta de que “los progresos de industrialismo, la influencia de corrientes políticas y sociales” suelan traer “conceptos materialistas del hombre y de la cultura” y propaguen un “despiadado naturalismo” (1954: 280).
Uno de los poemas que mejor ejemplifica esta reacción conservadora se titula “Rosa mecánica” (1972: 201-216), incluido en el libro Después del silencio (1938). En él, el autor relata la desaparición de un mundo en el que personificaciones de la mecanización moderna –“Rosa Mecánica”, “Vara de Acero”, “Los Ruidos”– se autoelogian ante los representantes del mundo orgánico y perecedero. Después del estruendo apocalíptico, solo tienen voz “Tallo de Hierba” y “Escarabajo Azul”: “Artefactos y mecánicas / ¡todo acabó! / pero se sigue escuchando / mi rumor”, dice, en tono triunfalista, este último (1972: 216).
Esta crítica a la modernización supuso a su turno la descalificación de la modernidad poética. Todavía en la década del cuarenta Maya denuncia la irrupción del versolibrismo como síntoma del desorden del “espíritu humano”. Versos “bien medidos” solo serán posibles, vaticina, “cuando el espíritu humano retorne al orden [...]. La ortodoxia métrica significará la aceptación, por una vez más, de los fundamentos clásicos del espíritu y de las bases de justicia, libertad, orden y jerarquía en que han descansado siempre las sociedades” (citado por Jiménez, 1989: 22).
En la mención del “orden” y la “jerarquía”, Maya no oculta lo que Gutiérrez Girardot denomina “su fidelidad al mundo señorial” (1982: 508). Esta fidelidad, así como los poemas, las formulaciones poetológicas y la orientación política de Maya distan considerablemente de lo que ocupaba a Aurelio Arturo a finales de los años veinte. Un espacio transformado por el progreso, convertido, por ejemplo, en una “ciudad futura”, en modo alguno linda con el oasis bucólico de Maya. La sociedad señorial –la que le da al señor “una ventana” por donde mira “siempre la faena lejana” (1972: 69; “La senda escondida”)– es por su parte la antítesis de la ciudad sin cúpulas del poema arturiano a Lenin. La militancia estética americanista, finalmente, se proyecta en una dirección contraria a la de la glorificación del arte nacional decimonónico. El espacio telúrico arturiano difiere, pues, del espacio idílico presente en la obra de Rafael Maya. No obstante estas diferencias, el poema con el que Aurelio Arturo ilustra de modo más explícito dicha militancia es “Ésta es la tierra”, un poema que, como se verá, recurre a elementos idílicos.
Antes de pasar a su análisis e iluminar con él la paradoja de un idilio no señorial, conviene hacer referencia a otro espacio que en su momento también reclamaba la condición de americano y que se encuentra en las antípodas del paraje ameno: el “infierno verde” de la selva.
José Eustasio Rivera y la selva
El mismo Rafael Maya le atribuye a José Eustasio Rivera (1888-1928) el mérito de haber contribuido a que los escritores de América comenzaran a “enraizar su conciencia, su pensamiento y su pluma en las entrañas de la tierra americana” (1955: 13). Maya no tiene en mente solo a La vorágine (1924), sino también a Tierra de promisión (1921), un libro de cincuenta y cinco sonetos que le valió a Rivera, tres años antes de que publicara su célebre novela, el título de “poeta de América” (Neale Silva, 1960: 180, citado por Jiménez, 2002b: 38). El autor huilense atiza con ambas obras la discusión de los años veinte en Colombia sobre la expresión americana y nutre con ello el contexto dentro del cual Aurelio Arturo publica sus primeros poemas y declaraciones.
La naturaleza americana que retrata Rivera es la selva, esto es, el polo opuesto del idilio pastoril cantado por Maya. Su ambientación narrativa en términos de infierno verde en La vorágine pasa primero por una elaboración lírica en Tierra de promisión consistente en descripciones pictóricas de la fauna y la vegetación, así como, en menor medida, de los indígenas y del propio hablante lírico. Los lugares mencionados del espacio selvático –ríos, charcas, orillas, farallones, peñascos, madrigueras, árboles– vienen dados por los entornos inmediatos de los protagonistas, esto es, de los seres humanos y de los numerosos animales –garzas, caimanes, boas, tigres, nutrias, cóndores, águilas, entre muchos otros–.
En general, los sucesos tienen que ver con el acaecer natural del mundo de la selva con independencia de la intervención del hombre, como por ejemplo la caza entre animales. Los versos con que abre el libro hacen referencia a la acción de reflejar: “Soy un grávido río, y a la luz meridiana / ruedo bajo los ámbitos reflejando el paisaje” (Rivera, 1955 [1921]: 15). En ello se anuncia ya la predominancia de la visualidad en los versos subsiguientes. El entorno selvático pasa de manera preferente por los ojos del hablante lírico, quien, por ejemplo, dice del cielo nocturno que cabe en sus “pupilas” (1955: 48) o exclama que todo lo ve ante el horizonte divisado desde un alto (1955: 51). “Fulgor”, “resplandor”, “brillo”, son palabras que se repiten con profusión en los poemas. Esta actitud pictórica se corresponde en realidad con una concepción de lo que, como tierra de promisión, sería el auténtico espacio americano: la selva virgen, la naturaleza que permanece al margen de la existencia moderna.41
Esta selva virgen es en La vorágine “selva sádica” (Rivera, 1976 [1924]: 143). Con la novela de Rivera se instala en la literatura hispanoamericana el tópico del infierno verde, la selva como el locus terribilis en las antípodas del locus amoenus (cf. Gutiérrez Girardot, 1978: 889). El recorrido de Arturo Cova, narrador de la novela, por la naturaleza selvática de los Llanos orientales colombianos no es propiamente un paseo contemplativo: la selva “traga”, se dice una y otra vez. El ojo retratista de Tierra de promisión cede el lugar a un cuerpo febril, encarcelado y al mismo tiempo perseguido que termina sucumbiendo a las fuerzas casi mitológicas de una naturaleza representada en su aspecto violento.
Esta violencia es de doble vía: “mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él” (Rivera, 1976: 109), o, como dice un personaje: “La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre” (1976: 109). Rafael Gutiérrez Girardot interpreta dicha violencia como una de las consecuencias de la modernidad en las variantes del nihilismo y de la expansión capitalista del egoísmo y la sed de lucro (1994: 97). La selva sería entonces la representación plástica, la metáfora de semejante transformación histórica. En La vorágine de Rivera, dice Gutiérrez Girardot, “el arte supo dibujar un estado social complejo [...] sobre la larga descomposición de los países hispanoamericanos en general y de Colombia en particular”