Carlos Lazcano Sahagún

Kino en California


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ya cansados de sus huéspedes, y muchas veces les decían, que se fuesen y dejasen sus tierras. Salió, pues, el Almirante con don Francisco Pereda, capitán de la Almiranta y otros oficiales, acompañados del padre Kino y de fray Joseph de Guijoa, de la Orden de San Juan de Dios, con un destacamento de veinticinco soldados. Fueron delante algunos peones rompiendo y rozando el monte que solos los indios desnudos podían penetrar por sus veredas conocidas.

      Caminadas siete leguas con rodeos y dificultades, vieron en un llano las rancherías de los indios, que luego trataron de esconder a sus hijos y mujeres; y para lograrlo, hicieron que se adelantasen algunos a recibir a los españoles y entretenerlos, diciendo: que no estaba allí el aguaje, que retiradas ya las familias les mostraron después. Hicieron allí noche los nuestros, agasajando y acariciando a los indios, que no por eso dejaron las armas de las manos. Los nuestros tampoco olvidaron el orden que debían tener en tierra de enemigos; y al día siguiente se volvieron al real, viendo que era imposible penetrar más en la tierra por su aspereza y falta de aguajes y bastimentos. Sospechose que los indios hubieran acometido a los nuestros, si no hubieran temido a los que quedaban en La Paz. Dio motivo a esto la cautela, que usaron al ver a los españoles en sus ranchos, porque enviaron secretamente doce de los más ligeros, con su capitán a reconocer el presidio; los cuales fueron y volvieron en pocas horas con notable celeridad, sin que los echase menos el Almirante, ni otro alguno de su comitiva.

      La segunda entrada fue hacia el oriente, con el padre Goñi, y con mucho más trabajo, por la mayor aspereza de la tierra. En una cañada estrecha hallaron indios de otra nación, llamados coras, mansos y afables, que acariciados, empezaron a venir a el real, tan sin recelo, que muchas noches se quedaban a dormir entre los soldados.

      No tenían este sosiego los guaicuros que abiertamente mostraban su descontento; y muchas veces llegaron a amenazar a los nuestros, que si no se iban de sus tierras, se juntarían todos los de su nación, para matarlos. Sufrían los nuestros con paciencia estos insultos, creyendo amansarlos con ella, y vencer con blandura este estorbo para la población. Pero al fin, en el día 6 de junio vinieron de golpe, repartidos en dos pelotones, y clamando a gritos que se fuesen, acometieron las trincheras de los soldados. Iban estos a disparar un pedrero, que hubiera muerto a muchos, cuando repararon que había salido de las líneas el Almirante. Intrépido éste, se arrojó a la escuadra más avanzada: dio gritos descompasados al capitán de ella con ademanes de fiereza y enojo; y esto bastó para que aturdido él y las dos escuadras, volviesen la espalda, retirándose a sus rancherías. Con esto volvieron a ir y venir los guaicuros al real, aunque siempre con recelo. Pero presto un raro accidente, no de mucha importancia y una falsa noticia mal creída, rompió La Paz, y tuvo funestísimas consecuencias.

      Faltó un mulato grumete del real, y luego se creyó, que se había ido con alguna patrulla de guaicuros, para vivir con ellos. Siguióse a esto la voz extendida entre los soldados y gente del real, sin saberse al principio que los guaicuros habían quitado la vida al grumete; el temor que ya muchos tenían a los guaicuros hizo crecer la fama y presto dieron por testigos del homicidio a algunos indios coras. El mal era que nadie entendía la lengua guaicura, y solo un soldado entendía algo de la cora. El Almirante creyó que sería peligroso sufrir este atrevimiento y al venir un día los guaicuros, hizo prender a su capitán. Sintiéronlo mucho los indios, y vinieron en patrullas los días siguientes a pedir su libertad, volviendo a instar con amenazas a que dejasen sus tierras; pero viendo que eran todas sus diligencias inútiles, resolvieron juntar todas sus fuerzas, para dar sobre los españoles desprevenidos.

      Hecha la resolución, convidaron a los coras, aunque enemigos suyos, a ayudarles en una causa que creían que éstos debían tener por común al bien de ambas naciones. Pero los coras, aunque ofrecieron ofrecieron ayudarles, quisieron más ser fieles a los españoles, de cuyo socorro fiaban mucho contra los guaicuros, que privarse de un auxilio tan poco esperado contra las insolencias con que éstos los insultaban frecuentemente; y así, por medio de aquel soldado semi-intérprete, avisaron de la conjuración, y del golpe, que debía darse en primero de julio. El Almirante mandó doblar los centinelas, poner un pedrero por el lado que solían bajar los indios y que estuviesen prevenidos los nuestros; pero halló en estos tanto caimiento y congoja que pudo bien conocer, que no llevaba consigo muchos de aquellos hombres animosos y endurecidos en los trabajos, que sujetaron en otro tiempo la América. Fue extraña la consternación en todo el real; y por más que el Almirante, el capitán y los padres animaron a la gente, no se oyó otra cosa, que alaridos y llantos como si todos fuesen otras tantas víctimas destinadas sin remedio al furor de los indios. El Almirante se vio más embarazado con esta infame cobardía de su tropa, que pudiera con ejércitos de californios.

      Llegó el día señalado por éstos, y se dejaron ver hasta catorce o quince, que salieron del monte a la deshilada. Paráronse en lo alto, como si esperasen a los compañeros escondidos; y los nuestros creyeron que esto era con fin de provocarlos, para sacarlos del real y acometerlos fuera de las trincheras. Estuviéronse quietos y los indios se fueron acercando al real. Al estar ya a tiro de cañón, se disparó el pedrero, que mató diez o doce, e hirió a los otros, que al punto volaron al monte, de donde con los demás emboscados, huyeron precipitados a sus rancherías.

      Permitió Dios o dispuso, que esta mala aconsejada resolución del Almirante o de los de su escuadra, se volviese contra él y cayese sobre su cabeza; porque lejos de sosegarse la consternación de la gente del real, con el destrozo de los inocentes indios, creció hasta ser una especie de terror pánico, con que los más se persuadían que vendrían sobre ellos todas las naciones de California, para hacerlos pedazos, y vengar las muertes.

      Añadíase a esto el haber estado tres meses en aquel puerto con suma incomodidad y sin fruto alguno. Los bastimentos eran ya escasísimos, y por la mayor parte dañados y podridos. La Capitana que había ido por bastimentos al río Yaqui, distante solo poco más de ochenta leguas, no parecía después de dos meses, y todos la daban por anegada. Creció tanto la amargura y descontento de muchos, que a guisa de desesperados acudieron llorando al Almirante y clamando, que los sacase de allí, aunque fuese para dejarlos en las islas circunvecinas. El Almirante pudo temer alguna conjuración contra su persona, si no confiase en la triste experiencia que ni para eso tendrían valor; procuró aquietarlos con inútiles motivos de honra y con débiles esperanzas del socorro de la Capitana; y siendo en vano todas las diligencias, hubo de disponer la salida, desamparando el puerto de La Paz en 14 de julio. Fue deteniéndose en las islas con intento de volver a La Paz, si la Capitana y Balandra llegaban con tiempo, pero la Balandra, ya dijimos que no la vieron más. La Capitana fue provista de los padres misioneros luego que llegó al Yaqui; y haciéndose a la vela, dio tres veces vista a la California, sin poder tomar puerto, y tres veces hubo de volver al río Yaqui entre grandes tormentas y peligros. La tercera vez supo por los barcos del buceo, que la Almiranta hacía rumbo hacía Cabo San Lucas, y fue a encontrarse con ella. Desde este cabo resolvió el Almirante volver a Sinaloa.

Fotografía

      Imagen 16. Vestigios de la misión de San Bruno, establecida el seis de octubre de 1683. Se trata de la segunda misión fundada por el padre Kino en California. Foto de Carlos Lazcano.

      112- Venegas [26] I: 219-229.

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