como solían el convite se pusieron sentados a comerlo alrededor de dos peroles en que estaba el maíz. Más, cuando estaban ya comiéndolo, bien descuidados, dispararon el pedrero y mataron aquellos miserables indefensos. Esta traición que usó el Almirante fue un agravio tan sensible para los guaicuros, que por muchos años conservaron muy vivo el sentimiento, y en adelante no consentían buzos ni forasteros en sus orillas, antes al verlos venir se ponían en arma para no dejarlos llegar a tierra.
Fue también este un grande impedimento para que abrazasen la fe católica, aún después de introducida esta en otras naciones. Porque por espacio de vente y cuatro años se resistieron obstinados, hasta que por el año de mil setecientos y veinte se debió el triunfo de su reducción a la fe y al celo del venerable padre Juan de Ugarte, como diremos en su lugar. Ni fue menos nociva esta resolución al Almirante, don Isidro de Atondo, porque cuando él pensó que con la muerte y fuga de los indios, quedaría su gente más animada, sucedió muy al contrario, porque todos, persuadidos a que los indios habían de volver con mucha pujanza a vengar su agravio, levantaron el grito contra el Almirante, pidiéndole a voces y con alterados clamores, que los sacase de allí, aunques para echarlos en alguna de las islas circunvecinas.
Procuró el Almirante sosegarlos con motivos de pundonor, poniéndoles a la vista por una parte su propio descrédito, pues pondrían grave nota en su nombre y en su valor si se decía de ellos que habían desistido cobardes de aquella empresa, por temor de unos indios desnudos que no sabían manejar más armas que unas flechas. Por otra parte alegándoles la lealtad que debían a su rey como vasallos. Y pues su Majestad había gastado tanta suma de dinero en aquella entrada, y ellos voluntariamente se habían ofrecido a servirle con sus personas, incurrirían la infame nota de menos leales a su rey, cuanto más tuviesen de temerosos. Pero como la cobardía no sabe sujetarse a las leyes del pundonor, insistían tercos aquellos medrosos soldados en su demanda. Y como quienes no tenían razón sólida que alegar en su abono, mudaban medio en sus argumentos, porque dejando las leyes de la honra, apelaban a las leyes de la vida alegando que ya los bastimentos se acababan, que la Capitana, que había ido a traer nueva provisión, tardaba mucho, que la pesca que antes se sustentaban se había impedido ya por temor a los indios, que no había quedado ya más bastimento que un poco de maíz y frijol, y que en acabándose ese perecerían todos de hambre en tierra de enemigos.
No pudo el Almirante sosegar con razones a los que tanto había dominado el miedo y la pasión, y aunque por algunos días los entretuvo con buenas esperanzas, pero al fin prevaleció más las querellas de la cobardía contra las leyes del pundonor, y temeroso de mayor mal en la sublevación de su gente, determinó condescender con ella, desamparando el puerto de La Paz. Salió de él a los catorce de julio. Más por la esperanza que tenía de que ya presto vendría la Capitana proveída de bastimentos, dio orden al piloto para que navegase poco a poco, deteniéndose en aquellas islas cuanto pudiese, porque tenía la intención de volverse otra vez al puerto de La Paz si con tiempo llegaba el socorro esperado de la Capitana.
No llegó a tiempo oportuno este socorro, porque, aunque la Capitana, luego que llegó al puerto de Yaqui fue prontamente proveída por los padres misioneros de bastimentos, ganado y lo demás que pedía el Almirante en sus memorias. Pero al dar vuelta para las Californias tuvo grandes contratiempos del mar alterado, y de los vientos enfurecidos y contrarios. Tres veces se vio obligado a arribar a Yaqui después de haber andado a vista de California sin poder tomar tierra, guaresciéndose en las islas cercanas. Padeció entretanto muchas tormentas y peligros de zozobrar, mucha falta de agua y muerte de los ganados, hasta que, habiendo arribado la tercera vez a Yaqui, tuvo noticia de que el Almirante había pasado al puerto de San Lucas, que es en la punta de Californias, y determinó ir a buscarlo allá.
Por el mismo tiempo la Balandra que había quedado de arribada en Mazatlán, habiendo salido de aquel puerto a los dos de julio, navegaba por las costas de California en busca de los navíos, y anduvo por mes y medio en esta costa buscándolos sin hallarlos, porque aunque llegó al puerto de La Paz, solo encontró allí señas de haber estado y de haber desamparado el puerto, sin saber la causa.
A mediados de julio llegaron a estar los tres navíos tan cercanos, que solo distaban unos de otros como quince leguas y no se vieron. La Balandra se volvió al puerto de Mazatlán a esperar nuevas órdenes. La Capitana siguió su rumbo en busca del Almirante, y éste, habiendo llegado al Cabo de San Lucas, y sabido que la Capitana no se había perdido, como todos presumían, determinó rehacerse de bastimentos para volver a entrar en Californias por el río grande que está en setenta leguas más arriba del puerto de La Paz, en altura de veinte y seis grados, el cual paraje escogió, así por estar más cerca al puerto de Yaqui, como por haber sabido que los moradores de aquella costa eran indios mansos, apacibles y de buen natural.
111- Venegas [26] IV: 35-42, # 104-128.
Documento 16
1757
La entrada a La Paz en la “Noticia de la California” de Venegas (112)
En los primeros años del reinado, y menor-edad del Rey don Carlos II no se hicieron más tentativas de población en la California que las dichas; pero no dejaban de acudir continuamente en barcos pequeños a su costa interior, atravesando el golfo, los vecinos de la costa del Culiacán, Sinaloa, Yaqui, Mayo y Nueva Vizcaya, al rescate y buceo de las perlas. Entretanto en España, habiéndose deliberado largamente sobre la importancia de la fugitiva California en el Consejo de Indias, despachó Carlos II una cédula a don fray Payo Enríquez de Rivera, arzobispo de México y Virrey de Nueva España, en 26 de febrero de 1677 en que mandaba, se encomendase de nuevo la conquista y población al Almirante Piñadero, dando fianzas y seguridad, de cumplir lo que se pactase; y si éste no quisiese, se encomendase a quien la quisiese hacer a su costa; y que sí finalmente no se hallase otro medio, se hiciese a costa de la Real Hacienda.
Quedó la empresa a cargo del Almirante don Isidro de Atondo y Antillón, bajo las condiciones de una escritura, hecha en diciembre de 1678 y aprobada en Madrid, por cédula de 29 de diciembre de 1679 en la cual se encargó el ministerio espiritual a la Compañía; y se nombró al padre Eusebio Francisco Kino por cosmógrafo mayor. Llegada la aprobación de su Majestad, dio el Almirante sus providencias, y al fin salió del puerto de Chacala en 18 de marzo de 1683, más de seis años después de la primera orden Real, y entró en el puerto de La Paz a los catorce días de navegación. Llevaba dos navíos, Capitana y Almiranta, bien provistos y armados, y en ellos más de cien personas; tres de las cuales eran el padre Kino, cosmógrafo y superior de la misión; y los padres Juan Bautista Copart y Pedro Matías Goñi. Debía seguirlos una Balandra con bastimentos y otros pertrechos; pero ésta después de varios contratiempos, anduvo peregrinando por el golfo, sin encontrar jamás con los navíos.
Cinco días estuvieron a bordo, sin dejar verse indios, como esperaban. Al fin saltaron en tierra, y al disponer el real, se dejaron ver algunos armados, y dados de colores, para meter miedo; los cuales, viendo mucha gente, hicieron alto, y de lejos gritaban y hacían ademanes, para que se fuesen. Nacía esto de haber hostigado su mansedumbre los que frecuentaban aquellas costas. Formáronse los soldados, y los misioneros salieron solos hacia ellos, cargados de donecillos y comestibles, dando a entender por señas y caricias, que venían de paz. Dejáronles el presente que ellos arrojaron al suelo: volvíanse los padres: comieron entretanto los indios de aquellos manjares desconocidos y luego se vinieron, con apresuración, en su seguimiento, instándoles que les diesen más; y con ellos entraron sin recelo, ni aprensión en el real, y entre los soldados de donde se volvieron agasajados y contentos a su rancherías. Tan dóciles son por lo general, estos pobres indios y tan santos de corazón. Lo mismo sucedió con otra patrulla, que llegó también armada de allí a dos días, a la cual estando ya mezclada de paz entre los nuestros, quiso hacer ver el Almirante Atondo la fuerza de las armas de fuego, mandando que tirasen ocho de los más robustos sus saetas contra un broquel de cuero de los que llevaban los soldados, y que no pudieron penetrar; destrozando luego no uno, sino tres broqueles juntos de un mosquetazo. Así quedaron ellos intimidados, y los nuestros más libres de insultos repentinos. Dispúsose luego la iglesia, y algunas chozas de enramada, y el Almirante, enviada la Capitana