de setenta y nueve.
A esta resolución de nuestro rey cathólico concurrió también de su parte la Compañía [de Jesús] con una relación del estado y disposición de las Californias y de la necesidad de aquellas almas, según las noticias que se tenían de otras entradas, y especialmente de las que hicieron el gobernador de Sinaloa y don Pedro Porter de Casanate, llevándose consigo a los padres Jacinto Cortés y Andrés Báez, misioneros de Sinaloa, y ofreciendo ahora de nuevo otros dos misioneros de esta provincia para que atendiesen a la conversión de aquella gentilidad.
Acepto su Majestad esta oferta y a más de los dos misioneros, pidió y nombró que fuese por cosmógrafo real el padre Eusebio Francisco Kino, por ser muy inteligente en esta facultad, que a la sazón se hallaba en las misiones de Sonora, para que demarcase los puertos y describiese toda la tierra. Así se ejecutó, como lo pidió su Majestad, nombrando al dicho padre Eusebio Kino por superior de aquella misión. Se le añadieron por compañeros a los padres Juan Bautista Copart y Pedro Matías Goñi.
Entretanto el Almirante don Isidro de Atondo comenzó a tratar de la fábrica de los bajeles necesarios para aquella navegación y hacer otras prevenciones forzosas. Diosele facilidad para librar en todas las cajas reales de México, Acapulco, Guadalajara y Gudiana, y a todos los oficiales reales de dichas cajas se les dio orden de que hiciesen con puntualidad todos los pagamentos a letra vista de las libranzas del Almirante. Con esta providencia se aplicó luego a poner obra la fábrica de tres navíos que juzgó necesarios para aquella expedición: y fueron Capitana, Almiranta y Balandra. Todas tres se fabricaron en las costas de Sinaloa en los tres años siguientes. Y habiendo hecho entre tanto el Almirante la prevención necesaria de armas, bastimentos, soldados y marineros, se embarcó con los padres misioneros y con toda su gente, que entre soldados y marineros pasaban de ciento.
Salió del puerto de Chacala a los diez y ocho de marzo del año de mil seiscientos y ochenta y tres, y solamente con los dos navíos Capitana y Almiranta, porque la Balandra le había de seguir después, en haciendo algunas prevenciones de bastimentos y otros pertrechos que le faltaban. Pero en la realidad nunca se vieron juntos los tres bajeles en California, porque la Balandra, después de varios contratiempos, anduvo peregrinando por aquellos mares, y visitando las costas de California sin haberse podido encontrar con ellos. Y así solo sirvió de que su Majestad gastase en vano todo el importe de su fábrica, con los demás salarios y costos consumidos en abastecerla de todo lo necesario para el viaje.
Llegó pues don Isidro de Atondo con sus dos navíos al puerto de La Paz a los treinta y uno de marzo, después de catorce días de navegación. Cinco días estuvieron a bordo sin saltar en tierra, esperando que apareciesen algunos indios, hasta que al cabo determinaron desembarcarse, yendo armados y prevenidos para cualquier repentino asalto. Luego se aplicaron todos a formar el real, levantando enramadas y haciendo trincheras con los materiales que el paraje les ofrecía. En eso se ocupaban cuando los centinelas avisaron que había aparecido un trozo de indios que venían armados hacia el real. Venían estos con arcos y flechas y desnudos, pero pintados sus cuerpos de varios colores para mostrarse más espantosos. Tomaron todos las armas y pusieronse en orden para resistirlos, y acercándose al presidio como hasta treinta y cinco indios, repetían a gritos una palabra con la cual, por lo que pudieron entender de sus ademanes, les querían decir que se partiesen luego de aquel lugar.
Estando en esto, dos de los padres misioneros, llevando consigo algunas cosas comestibles con que regalar a los indios, se fueron para ellos, y habiéndolos encontrado les dieron a entender, del modo que pudieron, por señas, que no habían venido a hacerles mal alguno, sino antes a procurar el bien de sus almas y de sus cuerpos, y que los querían tener por amigos, por lo cual, para muestra de su amistad, les traían aquellos agasajos. Enmudecieron los indios a esta vista y estando suspensos, les pusieron los padres en las manos lo que llevaban. Ellos entonces, con algún desprecio, lo tiraron en tierra, y como los padres dieron luego la vuelta para el real, llegaron los indios a probar lo que habían despreciado, más al gustar de aquel bastimento para ellos incógnito, se fueron siguiendo a los padres y pidiéndoles más. Recibieronlos en el real con mucha benevolencia, dándoles de comer y beber, y regalándolos con cuentas de vidrios y otros donecillos para ellos apreciables, y con esto se volvieron alegres a sus rancherías.
Prosiguieron los soldados sus fábricas y levantaron una enramada capaz para que sirviera de iglesia en que celebrar los divinos oficios. Con esto gastaron dos días sin haber visto más indios, pero al día tercero aparecieron más de ochenta indios armados que venían hacia el real de los españoles. Pusieronse estos en orden, y prevenidos con sus armas aguardaron a que llegasen. Más viendo que los indios no hacían hostilidad alguna, y que el traer armas era solo resguardo, más sin ánimo de ofender mientras no eran provocados, comenzaron con muestras de benevolencia a convidarlos para que llegasen al real, y habiéndose acercado los recibieron con señales de paz y amistad y los regalaron con cosas de comer. Con esto se dieron por amigos los indios y dieron en frecuentar el real ya sin temor alguno.
Más para quitarles toda ocasión de asaltos repentinos y contenerles con el temor de su infantería armada, quiso el Almirante darles a conocer la fuerza de las armas que usaban los españoles. Para esto hizo suspender en alto un broquel o escudo de cuero de toro de los que usaban los soldados para reparo de las flechas. Mandó luego a los indios que probasen traspasar con sus saetas aquel escudo. Pusieronse a ello ocho indios de los más robustos y a todos sus tiros resistió impertransible el cuero. Llego luego por orden del Almirante un español con su mosquete, y haciendo añadir al escudo pendiente otros dos, disparó el mosquete y traspasó con las balas todos los tres cueros. Esto causó grande admiración en los indios y justamente sirvió de ponerles temor para no atreverse a ofender a los españoles.
Hace el Almirante algunas entradas y los indios se alborotan
Fortificado ya el Almirante en el puerto de La Paz, determinó ante todas cosas enviar la Capitana al Puerto de Yaqui en busca de bastimentos, porque los que habían sacado del puerto de Chacala se iban ya corrompiendo. Y habiendo esta salido del puerto de La Paz a los veinte y cinco de abril, no pudo llegar a la boca del río Yaqui hasta los ocho de mayo, por haberla obligado a detenerse en las islas de San José y del Carmen la fuerza de los vientos contrarios. Luego determinó don Isidro de Atondo hacer algunas entradas a la tierra para descubrir sus aguajes, pastos y rancherías de los indios. La primera que hicieron fue hacia la parte del sudueste, porque allí bajaban de ordinario los gentiles cuando venían al real, que eran los de la nación guaicura. Donde es de advertir que esta palabra, guaicuro, no es propia de aquella nación, sino que los isleños de la isla de San José dicen esa palabra de otra manera, guajoro, que quiere decir amigo, y oyéndola los buzos la corrompieron llamando guaicuros a los naturales de aquella costa.
El fin principal de aquella entrada era acariciar a los indios y familiarizarse con ellos hasta conseguir que trajesen sus hijos al presidio de los soldados, para que pudiesen los padres misioneros con su frecuente comunicación aprender la lengua. Porque, aunque es verdad que venían los indios al real, pero siempre se habían portado con desconfianza y cautela, sin querer traer consigo a sus hijuelos y mujeres. Salió pues el Almirante a esta expedición llevando consigo al padre Eusebio Kino y a un religioso de San Juan de Dios llamado fray José de Guijosa, que había llevado el Almirante en la armada. Acompañolo don Francisco Pereda y Arce, capitán de la Almiranta, con otros cabos principales, y veinte y cinco soldados, a quienes se añadieron algunos peones y sirvientes domésticos que iban destinados para abrir los caminos. Porque, aunque los indios tenían sus veredas para andar, pero como siempre andaban desnudos y sin embarazo alguno de ropa y de carga, eran impertransibles para los españoles sus veredas, y así era necesaria que fuesen por delante desmontando los peones.
Caminaron todos el primer día como siete leguas, aunque no eran tantas por línea recta, sino por los rodeos que anduvieron haciendo en una tierra incógnita. Al fin descubrieron una moderada llanada, y al un lado de ella las rancherías de los indios, los cuales, al divisar de lejos a los españoles, trataron luego de esconder a sus mujeres. Para hacerlo con más seguridad se adelantaron algunos de ellos a encontrar a los españoles para entretenerlos, según se persuadieron entonces por el hecho, porque habiéndose acercado a ellos, les dijeron por señas que no estaba allí el agua que buscaban, pero a poco rato de haberlos detenido vino un mensajero de las