Amparo Arteaga León

A cielo abierto


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la mente reiteradamente, llegando incluso a materializarse en el cuerpo con alguna dolencia o enfermedad. A mayor carga emocional sin depurar, mayor sufrimiento. Sentir o dejar de sentir la intensidad emocional lleva al común de las personas a la búsqueda de drogas —artificiales o naturales, legales o ilegales— que conducen a una progresiva insensibilización, disminuyendo la capacidad de aprendizaje. Por otro lado, “no sentir tanto y pensar menos” ha sido una de las fórmulas prescritas por todos los que se acomodaron mediocremente a la vida.

      Mi vida ha sido de alto voltaje interior. Sentir y pensar sin miedo me ha llevado a grandes debates y desafíos: amor y sufrimiento, libertad y esclavitud, sabiduría y creencia, libre albedrío o destino, son algunos de los aspectos que activa mi conciencia cuando me anima a hacerme dueña de mi vida.

      He aprendido que sufrir es la consecuencia directa de estar vivos y conscientes en un cuerpo humano que aún no ha evolucionado lo suficiente para sostener la poderosa vibración energética que supone AMAR en la materia.

      Sufrir no es tan grave, lo grave es resistirnos a amar y no aprender nada del sufrimiento.

      También he aprendido que la esclavitud es el resultado del robo y la entrega de nuestra energía vital, la que tanto necesitamos para crear y transformar la vida; que la sabiduría es la experiencia directa del conocimiento, y que el destino se resuelve con un mayor conocimiento de uno mismo y de la energía que movemos.

      Es importante saber que nuestra memoria emocional está inscrita en nuestro cuerpo emocional o energético y que, dado que venimos evolucionando a través de muchas experiencias de vida, en el pasado se grabó una memoria traumática de la que no pudimos aprender, ni tampoco drenar el dolor que nos produjo. Así, renacemos con esos contenidos que, aunque ocultos, determinan nuestra vida presente impidiendo nuestra evolución. En el próximo capítulo vamos a ver la necesidad de sanar el trauma nuclear que es la herencia de nuestro propio pasado, y el origen de nuestro sufrimiento.

      La noche previa a comenzar a escribir este libro tuve un sueño como los de hace tiempo. Había olvidado aquellos sueños recurrentes y estimulantes de mi juventud en los que simbólicamente me recordaba a mí misma la necesidad que tenía de mostrarme tal cual soy. En este sueño se repetía una misma circunstancia sin aparente solución: me voy despojando de una gran cantidad de ropaje de manera que pareciera no acabar nunca de quitármelo todo. Pero en esta ocasión, cuando creía que al fin lo había conseguido, siento de forma casi imperceptible que algo aprieta mi pecho y, a medida que se incrementa la percepción, se hace más evidente la presión que produce en mis pulmones. Es así como descubro el último corpiño: una fina camisola, sin botones ni corchetes para desabrochar, que se ciñe bien ajustada a mi torso. Cruzando los brazos alrededor de mi cintura la fui sacando por encima de mi cabeza con dificultad, liberando toda la tensión de tanta opresión acumulada... y volviendo a respirar libremente.

      El trauma nuclear de la conciencia

      Dice Paloma Cabadas en su libro El Trauma Nuclear de la Conciencia, que un choque traumático no es un mero disgusto, ni un mal rato en la vida, ni un trance doloroso, sino un acontecimiento que por la violencia que conlleva, abre una brecha en el ser, penetrando incluso la materia, quedándose grabado en nuestro mundo sensible y psíquico, y permaneciendo agazapado en la conciencia durante siglos. Por tanto, un trauma no se resuelve por el mero hecho de tener una regresión, bien sea espontánea o inducida; el trauma se resuelve cuando se comprende y se extrae la sabiduría implícita en la experiencia y se decide actualizarlo en el presente, reciclando la energía del sufrimiento producido en energía de amar.

      De este modo, cuando la persona está en condiciones de aceptar su herida más vieja, es cuando puede drenar y sanar todo su dolor, porque el sufrimiento no es más que la reiteración de aquello que no pudimos resolver en el pasado y que vuelve, una y otra vez, para darnos la oportunidad de romper la resistencia al cambio.

      El origen de nuestro dolor está en nuestra resistencia a vivir la experiencia, permitiendo que la fuerza de sentir se instale en el cuerpo y nos transforme.

      También es necesario hacer un buen trabajo con los miedos, identificarlos y comprobar que son fundamentalmente miedos mentales que actúan como barreras limitantes en nuestra vida, impidiendo que entremos en el trauma para sanarlo. El miedo mueve una gran cantidad de energía mental y sustancias bioquímicas en el cuerpo que generan la adicción al sufrimiento. Todo ese caudal energético podemos emplearlo en nuestro provecho para planificar soluciones que resuelvan tales situaciones atemorizantes.

      La propuesta terapéutica y educativa del Programa Evolución Consciente para sanar el trauma consiste en ahondar en el conocimiento personal y entender cómo funciona la evolución de la conciencia en un Universo multidimensional. Estudios de campo sobre esta investigación han recogido los resultados que Paloma Cabadas expone en su libro, en el que aglutina todo el sufrimiento humano en tres grandes grupos de traumas: abandono, rechazo y autoridad. Descubrir cuál es nuestra tipología nos ayudará a:

      • Clarificar nuestros miedos.

      • Desmontar nuestras patologías y mecanismos compensatorios.

      • Comprender cuál es el trabajo evolutivo que hay que hacer para sanarnos.

      • Descubrir lo que aprendemos respecto a la energía de amar.

      • Determinar un objetivo para realizarnos.

      Atrevernos a sentir sin memorias adscritas al pasado, nos faculta para crear una vida lúcida y una existencia feliz en la Tierra.

      Mi vieja herida: un trauma por abandono

      Recuerdo de otra vida

      Tenía diecisiete años cuando rescaté del olvido un acontecimiento traumático que causó un fuerte impacto en mi interior. Para mi sorpresa, las imágenes que se reprodujeron en mi mente pertenecían a una vida que no se correspondía contextualmente con mi presente. Sin embargo, no cabía ninguna duda: aquella niña pequeña que deambulaba entre cadáveres era yo. Habían aniquilado a todo mi pueblo y, aunque era muy pequeña, la magnitud del suceso que acontecía produjo en mí la conciencia y el poder de ser la única superviviente.

      Conciencia y poder se dieron la mano vigorosamente ante la amenaza real de una supervivencia casi imposible de sobrellevar en soledad. Así, crecí rodeada de muertos que continuaban vivos en otro plano de existencia y con los que podía mantener un contacto continuo. Ellos me guiaban, me alertaban de los peligros, me mostraban las bondades de la tierra. Durante mucho tiempo me escondí en los bosques para que nadie se asustara de mi espíritu salvaje, porque evitando ser una amenaza, evitaba también mi muerte. Me hice leyenda, hasta el día en que decidí entrar en las ciudades. Entonces ellos dejaron de manifestarse.

      Me preparé cuidadosamente haciendo inmersiones de observación, aprendiendo de los congéneres humanos por aprendizaje vicario. No había un modelo de conducta, sino muchos a los que imitar, de tal manera que, mientras lo necesité, pasé desapercibida entre la multitud, camuflada, improvisando personalidades. Pronto supe que sobreviviría mejor si me hacía pasar por hombre y si mi aspecto físico mostraba opulencia. Así, fui masculinizándome y engordando hasta transformarme con el fin de autoprotegerme a la hora de relacionarme.

      En esa vida pude desplegar todos mis talentos más genuinos: mi capacidad para comprender el dolor humano me llevaba a tal deseo de calmarlo, que bastaba con poner mis manos sobre ellos para que el alivio se produjera. Y fui ganando confianza en mis habilidades y descubriendo otras nuevas que atesoraba sin saber de dónde provenían. A veces, la inspiración me llegaba tan de cuajo que podía anticiparme a acontecimientos de naturaleza imprevisibles, como podían ser lluvias torrenciales u otros fenómenos naturales de los que alertaba a los pueblos. Fui ganando prestigio, de manera que las personas se me acercaban con respeto y siempre se llevaban lo mejor de mí. En aquella vida extraje toda la bondad que poseía.

      Las relaciones que tuve fueron ricas en afectos y aquellos que se sentían agradecidos solían demostrarlo con ofrendas de todo tipo. Sin embargo, mantenía en mi interior un sentimiento de soledad indescriptible, como si me hubiesen despojado de lo más apreciado, que era el contacto con el amor y la guía de mis compañeros. Ellos no pudieron acompañarme en vida, y ahora tampoco