Amparo Arteaga León

A cielo abierto


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Sentía que ningún lugar era mi hogar y que no pertenecía a nada ni a nadie: ni a los del cielo, ni a los de la tierra. Sentía que nadie me podría enseñar nunca nada y que jamás crecería tal como lo hacía la humanidad.

      Y estos sentimientos me desviaron de amar lo extraordinario de la historia de mi vida, de manera que la impronta del dolor quedó agazapada en mi pecho a modo de vacío interno. Un vacío que, durante muchos años, cuando me quedaba a solas sin nada que hacer, me tragaba cual agujero negro.

      Sanando el abandono

      Mi experiencia traumática en aquella vida generó tal impacto en mi conciencia, que no pude integrar ningún aprendizaje de aquella vivencia. Desde entonces hasta hoy, el trauma por abandono quedó grabado en lo más profundo de mi ser, sin posibilidad, por mucho tiempo, de sacarlo a la luz para verlo con meridiana claridad y afrontarlo con conocimiento de causa. Hasta que no abordé a través de la Evolución Consciente esta problemática, mi vida estuvo mal acomodada a una sensación de tristeza interior, desvalorización y desamparo a los que me había acostumbrado como si fueran parte de mi forma de ser.

      Cuando leí las características de este trauma comprendí que mi perfil era de manual. Tenía casi todos los miedos tipificados, seguía las mismas pautas de comportamiento y muchos de los mecanismos de compensación que se describían eran idénticos a los que yo usaba. Para mi sorpresa, descubrí cómo hasta ese momento no había sido consciente de lo que suponía el abandono para mí. El abandono significaba mi propio abandono, la falta de amor hacia mí misma y la consecuente desvalorización que demostraba. Vivía disociada de mi cuerpo, al cual prestaba muy poca atención. Por suerte, tengo muy buena salud, pero a pesar de ello, sentía como a menudo el cuerpo me reclamaba la atención con algún que otro tic o malestar nervioso. Lo más llamativo para mí era el vacío afectivo que sentía, que no se veía saciado con ninguna relación ni personal ni amorosa: lo que recibía caía como en una especie de pozo sin fondo. Incapaz de retener el amor que se me daba, me sentía insatisfecha y recluida en mi mundo mental, de modo que descuidaba mis amistades, aunque aparentemente siempre estaba disponible para hacer algún sacrificio por los demás. A pesar de todo, era una buena compañía para las personas que me encontré en el camino, siempre comprensiva, sensible, mediadora, empática e inteligente; sin embargo, mis mejores talentos los utilizaba para sobrevivir a tanto desamor como sentía.

      Habitualmente relegaba mi presencia a un segundo plano, con la intención de pasar desapercibida para no comprometerme con ninguna acción concreta que delatara mis carencias. De esta forma, me fui forjando una personalidad sustituta que aún hoy tengo que mantener a raya, porque se ha convertido en una mala costumbre. Ese halo de ausencia es el que usé para protegerme, pero es también el que me ha robado las mejores oportunidades. De alguna manera, me alejaba de todo lo que era para mí. Desconectada de mis necesidades, me adaptaba a las peores circunstancias y, en demasiadas ocasiones, me conformaba con migajas. La pérdida de mi poder personal se veía reflejada en situaciones de este tipo en las que era incapaz de reclamar lo que me correspondía, aunque ese poder solía aparecer cuando se trataba de defender los derechos ajenos.

      Lo más importante que tengo que contar es cómo he superado este trauma después de muchas vidas en las que, seguramente, he adoptado mi dolor con resignación y soledad. En mi proceso de sanación ha habido pasos imprescindibles: el primero fue recuperar, de manera consciente, la memoria traumática; el segundo, descubrir que el abandono había sido la herida que quedó impresa tras la experiencia humana; el tercero fue el más importante, pues supuso la determinación de sanar lo que ya no era ético mantener en vida; el cuarto utilizar toda la ayuda y poner en práctica las herramientas de terapia que he aprendido.

      Diría que la determinación de sanarse supone el setenta por ciento de la sanación. Cuando has decidido acabar con tu historia de sufrimiento ya no queda más opción que abordar con paciencia las distintas caras que este ofrece. Aunque el sufrimiento siempre es el mismo, hemos tejido un gran entramado en torno a él, por lo que hay muchas hilachas con las que debemos trabajar a fondo. En mi caso, había un gran problema que tuve que abordar en el momento de mayor crisis, y este fue mi proceso con la psicosis y la depresión, que contaré más adelante. A través de las crisis psicóticas me hice consciente de la necesidad de acabar con la tendencia de refugiarme en la mente y estar más en el cuerpo, creando rutinas saludables que me conectaran con los ciclos de la vida terrestre. Estar más en el cuerpo me ayuda a dominar los estados disociativos, descartando los que resultan improductivos y acercando los que tienen interés y un propósito evolutivo. Según nos cuenta Paloma en su libro, la curación de la psicosis aporta una extraordinaria permeabilidad consciente para la realidad multidimensional. Esto quiere decir que cuando el psicótico aprende a dominar la disociación y a poner límites a las interferencias patológicas por las que se ve acosado, toda su sensibilidad se halla predispuesta a las mejores experiencias con lo inmaterial. El cielo está abierto para nosotros, así que no desaprovechemos el talento.

      Respecto a la depresión tengo que decir que, tras superarla, vino mi auténtico resurgimiento, mi desprendimiento definitivo del trauma. Superar la depresión me ayudó a sanar la falta de amor hacia mí misma y el vacío afectivo que mantenía esa tristeza profunda y soterrada.

      Tuve que tener mucha paciencia conmigo porque mi cuerpo demandaba mucho descanso y sueño, pareciéndome ya casi imposible recuperar mi vitalidad. Una cosa que quiero destacar y transmitir a todas las personas que están presas de su sufrimiento es que, mientras estamos en él, el tiempo se ralentiza y nuestra percepción parece eterna, como si siempre y para siempre esta fuera nuestra única realidad posible. Pero no es así, ya que el sufrimiento es mental y —aunque se refleje en el cuerpo— en nuestro presente se muestra como una realidad virtual en la que se activan nuestras peores fantasías, hechos que muy probablemente no nos ocurrirán nunca.

      A veces me pregunto qué hubiera pasado si en aquella vida no me hubiese quedado traumatizada por el dolor de la soledad, si hubiese mirado tan solo la parte positiva que fue la vivencia extraordinaria de poder, de sensibilidad y de amor. Y entonces me doy cuenta de que hay algo en la vida humana que no se puede hacer sin la presencia de otros humanos, sobre todo cuando eres tan pequeña y no has podido recuperar plenamente tu conciencia, esto es: el cuidado, la protección, la contención, el afecto básico que permite que en el futuro tengas un referente. Valerme por mí misma fue la tónica en muchas vidas posteriores, y en esta vida—que vale por todas— comprendo que una de las cosas que he venido a experimentar es la cooperación, el logro colectivo, el amor a la humanidad. Ese es el vacío de experiencia que generó mi trauma, pero también ha sido la posibilidad de reconocerme como parte de una masa crítica de individuos que quieren anclar unos valores y maestrías en relación a la energía de amar, que integraremos en nuestra propia esencia. Este es el gran aprendizaje que puedo extraer, una de las perlas que escondía mi sufrimiento. Y estoy convencida de que, seguramente, iré descubriendo muchas más en el futuro.

      Como superé la depresión

      Resurgir de las cenizas

      No hay paisaje más desolador y solitario que el de un bosque quemado. Sin embargo, poca gente sabe que muchos bosques, como los alcornocales, no necesitan de intervención humana para resurgir de sus cenizas: después de un año las hojas de sus copas calcinadas brotan, propagando la vida nuevamente hasta su esplendor. Incluso las cenizas caídas alimentan los suelos más erosionados facilitando su reforestación.

      En varias ocasiones a lo largo de mi vida, me he sentido como un bosque incendiado, sin otro deseo que el de arder hasta consumir lo que solo puedo reciclar hacia dentro —quemar las viejas naves es necesario antes de emprender un nuevo viaje—. Igualmente, devastada y decadente, vemos a la persona deprimida que solo puede expresar la tristeza desprendida de su ira contenida.

      El dolor de la depresión es casi siempre resultado de la violencia volcada hacia uno mismo, que convertida en tristeza nos ayuda a sanar, volviendo al deprimido cada día un poco más vulnerable y receptivo.

      Los psiquiatras prescriben un largo tiempo de toma de antidepresivos como única intervención posible para paliar la angustia que genera sostener, día a día, un paisaje interior tan infecundo. Pero se les olvida observar la enfermedad como la cara o la cruz de lo que tenemos por derecho, que es la salud, que siempre