Raúl Heliodoro Torres Medina

Música eclesiástica en el altépetl novohispano


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el órgano dentro de las iglesias. Este instrumento se relacionaba, de tal forma, con el culto cristiano que los prelados del Primer Concilio Provincial Mexicano lo habían denominado como el «instrumento eclesiástico».67 Los organistas podían acompañar las misas como parte de la capilla o en forma solista. Muchos caciques y principales también se dedicaban a tañer el órgano; por ejemplo, alrededor de 1647, el ya mencionado Pedro de la Cruz había sido organista de la iglesia y posteriormente gobernador de Tepemaxalco (Oaxaca).68

      El personal de las capillas se conformaba por músicos jóvenes y adultos. Las voces de los primeros ocupaban las partes agudas en los cantos pues, en teoría, no se permitían mujeres en las agrupaciones.69 En ocasiones, se encontraban integradas por familiares, parientes o conocidos; esta estructura permitía que los hijos de los músicos pudieran ocupar un lugar en la capilla siguiendo con el oficio de sus padres, ya fuera como cantores, instrumentistas o, incluso, maestros de capilla. Matías de la Cruz Juárez escribía al respecto: «que nuestro hermano Bartolomé Juárez es tal maestro de capilla, de que yo y demás mis hermanos somos cantores».70

      La vida de los músicos dentro de las iglesias se iniciaba desde pequeños; esta mecánica no tuvo variación a lo largo de la época virreinal. Desde el siglo XVI la enseñanza de los infantes, como ya se mencionó, correspondía al maestro de capilla y se efectuaba mediante la escoleta en alguno de los recintos de las iglesias y conventos de los altepeme y subaltepeme. En ella, los niños de entre ocho y doce años aprendían a leer, escribir, el canto llano y de órgano, «y aún apuntar para sí algunos cantos».71 Los muchachos que contaban con las mejores voces eran escogidos para tiples. Fray Juan de Grijalva anotaba que del grupo de cantores se escogía uno para ser organista y se le mandaba a estudiar a la Ciudad de México; los gastos eran sustentados por la comunidad. El misionero habla de esta costumbre dentro de las provincias asignadas a los agustinos; sin embargo, no sería raro que la práctica fuera común en muchas otras regiones de la Nueva España, aunque no se ha encontrado evidencia documental sobre el asunto.72

      En el siglo XVII, gracias a Fray Diego de Basalenque, se sabe de la existencia de estas escuelas en Tiripetío (Michoacán), Tacámbaro (Michoacán), Yuririapúndaro (Guanajuato), Charo (Michoacán), etcétera. Al respecto escribía: «Las escuelas que nuestros padres instituyeron, fue una obra muy acertada porque desde los ocho años comienzan a aprender a leer y escribir, y se escogen las buenas voces para el coro […]. Los hábiles y de buenas voces pasan a aprender canto llano y de órgano…».73 La actividad de estas escoletas continuó hasta el siglo XVIII. Mathias de Escobar en su Americana Thebaida también hace referencia al mismo asunto tratado por Basalanque.74

      De alguna manera, la enseñanza musical de los niños era una especie de inversión a largo plazo. Desde el siglo XVI, se hacía hincapié en el esmero que ponían los padres para que sus hijos acudieran a aprender «cumplidísimamente el canto eclesiástico; así el canto de órgano, como el canto llano y contrapunto; de tal suerte, que no hace mucha falta músicos extranjeros».75 Esta costumbre de los padres continuó en boga a lo largo de la época virreinal; así, a principios del siglo XVIII, los individuos que conformaban la segunda capilla de cantores de Cuautitlán habían aprendido el oficio de músico desde pequeños porque sus progenitores pagaron para que se les enseñara.76 Una buena capilla de música no solamente daba lustre y ornato a los oficios del culto, sino prestigio al altépetl en general y a las familias de los cantores en particular, pues la popularidad de las capillas trascendía sus lugares de origen.

      Quienes ejercían un puesto en la capilla podían obtener respeto, poder e influencia ante los miembros de su comunidad, la esperanza de acceder a puestos públicos, o ser favorecidos por frailes o sacerdotes, y por ende recibir privilegios.77 Bajo esta perspectiva, los padres de familia encauzaban a los niños hacia la música con la esperanza de que tuvieran una mejor calidad de vida.78

      También los curas y frailes fueron promotores de la enseñanza musical de los niños. Por ejemplo, los jesuitas fincaban su orgullo en la capacidad musical de sus educandos:

      Se enviaron diez mozos indios, hijos de chichimecos, a México y a Tepozotlán, a nuestras casas, a que aprendiesen canto llano y de órgano, y a tocar los demás instrumentos. Y aunque hubo alguna dificultad en sacarlos de sus tierras; pero, al fin, el efecto probó cual acertado consejo fue el enviarlos; porque estuvieron allá cerca de cinco meses, y aprendieron y aprovecharon tanto el canto, y en el tocar de los demás instrumentos, que, cuando volvieron a su tierra, fue notable el regocijo de todos sus parientes y conocidos, lo cual importó mucho para que en nuestra casa se criasen por vía del colegio y se asentaron y quietaron los otros niños chichimecos que teníamos en ella, con lo cual la escuela y canto y servicio de la iglesia está muy acomodado…79

      Tomas Gage escribía que los franciscanos del convento de Huejotzingo (Puebla) se ufanaban de los niños y adolescentes que les servían, pues destacaron la habilidad de éstos para la música vocal e instrumental.80 El cura de Jilotepec, sitio cercano a Jalapa (Veracruz), se encargaba de enseñar a los infantes una serie de instrumentos con el fin de hacer más vistosas las fiestas litúrgicas en el templo.81

      Sin embargo, cuando los frailes y curas no prestaban atención a la educación musical de los niños, las autoridades locales se ocupaban de contratar maestros para que enseñaran a quienes, posteriormente, formarían las capillas de cantores.82 Por ejemplo, en 1621 el gobernador y demás autoridades, junto con los naturales de Xumiltepec (Morelos), informaban que, para celebrar con lustre los divinos oficios, habían traído de Mixquic, Xochimilco y otras partes de la Ciudad de México, maestros que enseñaran a leer, escribir, entonar el canto eclesiástico y tocar la corneta, chirimía, bajón y órgano a un grupo de indios llamados Gabriel Juan, Andrés Juan y Nicolás Juan. Las autoridades del pueblo gastaron alrededor de mil quinientos pesos en salarios y manutención de los maestros para que los cantores, como afirmaban los testigos, fueran de los más diestros.

      La instrucción al parecer fue un éxito, y por lo menos Gabriel Juan se había convertido en un excelente músico. Lo anterior se confirmó cuando las autoridades indígenas de Xumiltepec comentaron que Juan de Velasco y otros principales de Tochimilco, habían pedido prestado a Gabriel Juan para que tocara en la fiesta de Nuestra Señora de la Asunción y enseñara a otros indios del lugar canto y música. Pasaron ocho meses y el cantor no había regresado, incluso, tanto su familia como algunos cantores más se habían mudado a Tochimilco. Los de este altépetl se negaban a devolver al cantor y los naturales de Xumiltepec pedían su regreso ya que era requerido en los oficios «…por ser como es muy buen maestro en el canto y así mismo en la música […] y por ausencia del susodicho será causa de que los dichos naturales tengan otro gasto para enseñar a otros lo cual les causaría daños y vejación por estar pobres…».83

      A la luz de los documentos de archivo, resulta evidente que el cantor había encontrado mejoras salariales y materiales en Tochimilco, y por lo tanto, prefería quedarse ahí. Es importante notar que las autoridades de Xumiltepec consideraban la ausencia como una pérdida en inversión, tanto en tiempo y dinero, como en prestigio, y así lo expresaba su preocupación por la pronta devolución del cantor del cual habían sido despojados. Como ya se dijo, el renombre de un altépetl se hacía patente cuando un músico o una capilla alcanzaban gran popularidad gracias a que su destreza y fama traspasaban los confines de su propia iglesia.

      Sin las restricciones de otros oficios, los cantores tenían una gran facilidad para ausentarse de sus lugares de origen. El virrey Conde de Monterrey encomendó al capitán Diego de Vargas la búsqueda de un indio llamado Lucas, quien, junto con su esposa, se había ido a San Luis de la Paz. Este indio tenía por trabajo enseñar música e instrumentos a los niños y muchachos que le encargaban los religiosos de la Compañía de Jesús, los cuales tenían a su cargo la iglesia. El virrey ordenó que le pagaran por su trabajo y le dieran buen tratamiento; este acto pareció indicar que los frailes habían hecho lo contrario y, por tal razón, el músico había huido.84

      Por otro lado, los indios que acudían a la escuela, además de llegar a ser oficiales de república o músicos, también podían liberarse de cargas económicas.