entonces, en las gruesas ramas de su árbol genealógico cultural caribeño, afrocaribeño. La Sista es el Caribe, es la diáspora cimarrona. Y establece su linaje, además, como descendiente de una mujer india taína.
En el artículo “Los circuitos socio-sónicos del reggaetón”, Marshall, Rivera y Pacini Hernández señalan este aspecto diaspórico que articula al reguetón con la música afrodiaspórica y en relación con Estados Unidos: “Existe otro lugar clave en el temprano desarrollo del reggaetón que, aunque rara vez sale a relucir, no sorprenderá a quienes conocen los últimos cien años de historia musical caribeña y afro-diaspórica: Nueva York”. Sin embargo, la definición de diáspora y la amplitud del concepto no quedan claramente expuestas.
Para comprender la jugada diáspora/migración/periferia cito de nuevo a Kim D. Butler:
En ocasiones esta re-orientación de la identidad surge de la comunidad misma. James Clifford ha notado que las personas de pueblos oprimidos que alguna vez concibieron su situación en el contexto de relaciones de poder ‘mayoría-minoría’, ahora reivindican el discurso diaspórico como alternativa.[15]
Es decir, no sorprende que La Sista se vincule con símbolos, ritmos y estéticas autóctonas afrocaribeñas, en una cultura a todas luces urbana y digital, atravesada por los indios taínos; esta relación de identidades, caótica si se quiere, se entiende como diaspórica en tanto se vive como dispersada, masiva y colonial, en una relación de poder-resistencia, hegemonía-contrahegemonía que se hace visible reivindicando el lazo con lo cimarrón. En este sentido, lo que se leería como globalización, o intertextualidad, en La Sista es diáspora: un lugar del que se salió (simbólica o físicamente) o que los ancestros habitaron, y la habitación de un nuevo lugar que se apropia culturalmente: “La afiliación a una diáspora ahora implica un empoderamiento potencial basado en la habilidad de movilizar apoyo internacional e influencia tanto en la tierra de salida como en la de recepción”.[16] Para el caso del reguetón, en muchos casos el movimiento es triple: África–Caribe/América Latina–Estados Unidos.
Butler ofrece una manera de saber si una comunidad constituye o no diáspora: “Primero […] debe haber un mínimo de dos destinos [de llegada]. […] Segundo, debe haber alguna relación con una tierra originaria real o imaginaria. […] Tercero, debe haber un autorreconocimiento de la identidad del grupo”.[17] Y aquí el reguetón hace sus brujerías: ¿cuál identidad se reivindica?, ¿latina, taína, afrocaribeña? La Sista apuesta por todas. En general, el reguetón se reivindica latino, afrocaribeño dentro de América Latina, pero latino sin más en Estados Unidos y el resto del mundo. Wayne Marshall explica por extenso en el artículo “From música negra to reggaeton latino” que este estilo de reguetón o estas reivindicaciones explícitas no son la norma; pero creo que, conscientemente o no, permean esta cultura musical que es, desde su origen, diaspórica.
El reguetón produce un diálogo complicado de identidad múltiple, inasible y quizá por ello contestataria, a partir de una triple locación: la de una ancestralidad diaspórica frente a ciertas hegemonías coloniales, la del barrio-metrópoli, y una menos explícita: la del Caribe —y diría que el resto de América Latina— frente a Estados Unidos. Y de nuevo lo hace de un modo casi contradictorio, pues como señalan Marshall, Rivera y Pacini Hernández, El General, por ejemplo, “no vivía en Panamá, sino en Nueva York, cuando grabó las canciones que lanzaron al reggae en español a la fama internacional”.[18] Solo que no lo hará afincado en el underground donde arrancó, sino en una masiva comercialización que produjo, finalmente, su crossover mainstream.
Este movimiento, el del reguetón, abarcará al resto de América Latina de punta a punta y habrá de llegar... de regresar, para decirlo con propiedad, a Estados Unidos y el resto del mundo reconvertido identitariamente como latinoamericanizado, aun cuando está inscrito en una tradición mucho más amplia de ritmos, incluido el hip hop, y como autóctono, aunque su producción sea eminentemente digital. El reguetón es a las culturas musicales lo que el Modernismo quiso ser a la literatura en el siglo xix, cuando los Estados nacionales de las colonias de América ya independizadas comenzaron a formarse. Es decir, es una estética latinoamericana. Una estética vuelta latinoamericana a fuerza de expansión de ritmos y de reivindicaciones singulares, cambiantes. Latinoamericana si y solo si aceptamos que Latinoamérica es pluriétnica, multinacional y receptora de diásporas diversas. Solo que, a diferencia del Modernismo, el reguetón cambia los ornatos y las piedras preciosas por mucho código de calle, vulgaridad y groserías. No es la estética de los noveles Estados, es la estética de sus grietas, de lo que salió mal; quienes no debían asomarse en la foto lo hicieron: los negros descendientes de aquellos esclavos africanos, los indios musiqueros, los pobres, los latinos en Estados Unidos... En un primer momento fue una estética underground pero no del todo contrahegemónica —como a veces se quiere ver—, si se considera la masculinidad que tanto el dembow como el reguetón, sobre todo muy al principio, decidieron reivindicar, y si se tiene en cuenta que cada exponente hace con su discurso cosas diferentes, que pueden o no ser contraculturales o sociopolíticas.[19]
La risa de la diosa Baubo: perreo
Repito: el reguetón es brujería. Perseguida y estigmatizada como toda epistemología corporal, carnal, sin escrúpulos (pues se le recrimina ser una fórmula para el éxito comercial). Una brujería que desata los demonios del cuerpo, sus demonios colonizadores, sus opresiones. Su catexis colectiva —para usar un término de Deleuze y Guattari—, o sea su libido, se realiza en la colectividad de culos danzantes. Culos que se ríen en la cara de las buenas costumbres (lo que el funk carioca, de la familia de las diásporas africanas en América, eleva a su máxima expresión desculonizadora y antipatriarcal, contrahegemónica y underground, mucho más que el reguetón).[20] El reguetón baila y es la risa de la máquina salvaje: “Todo el Edipo es anal e implica una sobrecatexis individual de órgano para compensar el retiro de catexis colectivo”.[21]
Esta diferencia sustancial en la anatomía de los ritmos pone al reguetón en un lugar diferente al del hip hop, un baile que se afirma en el movimiento de la cabeza y en el complejísimo dominio corporal del break dance. No lo hace sin problemas: el reguetón es, en efecto, una cultura musical asociada a la masculinidad exacerbada, dominante, cosificante y machista. Y no es un secreto a voces: está en su origen, está en el dembow, está en el dancehall. Y es una masculinididad heteronormada en consecuencia, definida por el baile mujer/varón. Pero como esta no es esencial a la cultura musical sino que es una interiorización cultural del ejercicio de las prácticas de un sistema mayor (el patriarcado) puede disputarse, y entonces una escena no mainstream de reguetón apuesta por revertir los contenidos hegemónicos en materia de género: véanse Chocolate Remix y Princesa en Argentina o Ms Nina en España. Ya desde muy temprano, Glory e Ivy Queen hacen un reguetón en cuyas letras desafían el lugar de las
mujeres.
Vuelvo al baile. El movimiento pélvico característico del perreo puertorriqueño podría servir como evidencia de su ruta diaspórica en la rama africana. Podríamos rastrearlo en los diversos modos de bailar las variaciones emanadas del dembow.[22] En diversas regiones de África se practican danzas, algunas rituales, que implican la basculación de la pelvis, tal como lo retoma el perreo, aunque es poco habitual que en el África subsahariana se haga en pareja; por lo general las mujeres y los varones bailan sin tocarse. Sin embargo, hay algunos choques corporales que tienen una larga tradición en las danzas de la diáspora yoruba, por ejemplo, en las que dos varones pueden chocar partes del cuerpo o retorcerse en el piso. Por sí solo este elemento dancístico merece una revisión particular, pues al igual que la de los ritmos, su ruta se antoja complicada y diversa.
La combinación del baile y las letras, además del loop de los beats y la actitud tumbada de los ejecutantes y devotos del reguetón les ha valido ser calificados de “delincuentes, bárbaros, salvajes”. Estos juicios los conocen también los miembros de otras comunidades musicales: el tango, el flamenco, la cumbia, el hip hop, el jazz. Algunas fueron apropiadas, vía la folclorización, y convertidas en danzas de marca nacional, pero en su origen despertaron las mismas suspicacias que el reguetón. Así, cuando los llaman “salvajes”, cuando dicen que su cultura musical es de “primitivos”, yo asiento y sonrío. Pienso en