ello con el objetivo de engrandecer y sacralizar su figura como el auténtico libertador y «padre del Perú». Resultaba evidente que Bolívar y sus operadores políticos contaban desde el inicio con todo un proyecto de ritualización y sacralización de su poder, como sostiene Pablo Ortemberg:
Bolívar consiguió monopolizar la mitopoiesis de los nuevos Estados andinos luego de las victorias de Junín y Ayacucho. Con él regreso la costumbre de incensar a la autoridad suprema. Los caudillos que tomaron las riendas del Estado a continuación, como el mariscal Santa Cruz, no atenuaron los atributos simbólicos heredados de la autoridad vicerregia, atributos que Bolívar había recuperado para su proyecto de republica cesarista (2014, p. 351).
Al día siguiente de su arribo al Perú, el 1° de setiembre de 1823, el Congreso le confirió la condición de «dictador» y jefe militar supremo de todo el territorio. Desde esta ocasión hasta su retiro del Perú, el 4 de setiembre de 1826, Bolívar dispuso de un poder absoluto como el de imponer una «constitución vitalicia» para perpetuarse en el poder. Durante este periodo, Bolívar decretó una serie de medidas destinadas a reconfigurar el territorio, ordenar las ciudades y crear nuevos escenarios para honrarse a sí mismo (canceló el proyecto de Monteagudo de crear la Plaza de La Constitución y el levantamiento de la columna trajana en homenaje a San Martín) y a otros héroes o pasajes de la gesta emancipadora de Junín y Ayacucho.
En referencia a José de San Martín, las medidas adoptadas por Simón Bolívar reflejan un dominio más convincente de los temas referidos al manejo territorial, el urbanismo y la arquitectura. Sus planteamientos al respecto se nutren indudablemente de cierto utopismo ilustrado en la transformación del territorio a través de la creación de nuevas ciudades-capital (como Washington y San Petersburgo), así como de esa estética y orden neoclásico que tanto ponderó el prócer Francisco de Miranda27, uno de sus principales mentores y referentes. No obstante, dichos planteamientos también se encuentran influenciados por esa estética del poder, convertida en persuasivo espectáculo público, arropado por el gusto jacobino por los símbolos de la libertad y ese cierto aire napoleónico que Bolívar gustaba irradiar y plasmar en el manejo de la imagen pública y sus decisiones sobre las relaciones entre territorio, geopolítica y control urbano.
Probablemente, una de las medidas más cuestionadas adoptadas por Bolívar y su geopolítica continental fue el desmembramiento territorial del Perú en el marco de aquello que fue casi su proyecto y obsesión personal: la formación de la Gran Colombia (1819-1830). Ello significó, primero, el desgajamiento de parte del territorio del norte del país y los reclamos del Perú por Guayaquil. Y, segundo, la creación de la «República de Bolívar» en 1826, luego de forzar a los diputados de las Provincias del Alto Perú —un año antes, el 6 de agosto de 1825— a declararse como un territorio independiente del Perú. Dos acciones que significarían no solo una reestructuración de las dinámicas territoriales preexistentes, sino una serie de enfrentamientos militares, como la denominada «Guerra Grancolombo-peruana» (1828-1829) por los territorios de Tumbes, Jaén, Maynas, reclamados por Colombia, y la provincia de Guayaquil, reclamada por el Perú. Y de otro lado, la ocupación peruana de Bolivia que concluyó con el Tratado de Piquiza, el 6 de julio de 182828.
Gran parte de las medidas adoptadas por Bolívar durante su gestión como «Encargado del Poder dictatorial» en el Perú en referencia a los temas del territorio y la ciudad tenían como objetivo impulsar la reactivación de la maltrecha economía nacional a través del restablecimiento o ampliación de la infraestructura de comunicaciones terrestre y marítima (puertos, caminos, puentes), afectada como consecuencia de los años de campaña independentista y la postración económica consiguiente. Diversas iniciativas no fueron nuevas. Se actualizaron —hasta donde lo permitían los escasos fondos públicos— varios de los proyectos de saneamiento urbano, ordenamiento de poblaciones e intercomunicación regional que habían sido promovidos desde los tiempos de la reforma borbónica de la segunda mitad del siglo XVIII. Uno de sus principales gestores fue, sin duda, Hipólito Unanue, entonces ministro de Hacienda, de Gobierno y Relaciones Exteriores (1824-1825) de Bolívar y que, desde las páginas del Mercurio Peruano (1791-1795) y la Sociedad Amantes del País, había sido un impulsor comprometido con un programa de desarrollo de la infraestructura productiva del país y el saneamiento de las ciudades.
Durante su jefatura, Bolívar dispuso la ejecución de obras para mejorar el sistema de abastecimiento de agua en la ciudad de Lima, en particular en el área circundante a la Plaza la Inquisición y la Casa de la Moneda. Asimismo, con la aquiescencia de Hipólito Unanue, se exploró, en 1826, la posibilidad de instalar una línea férrea entre Lima y Callao, obra que recién se llevó a cabo entre 1848 y 1858, gracias al impulso del gobierno de Ramón Castilla.
Para Bolívar, la reactivación económica y el mejor control del territorio dependían de una mayor red de caminos que debían unir las zonas de producción, las ciudades y los puertos de intercambio comercial. Una de sus prioridades consistió en el reemplazo de los «caminos de herradura» por «caminos de ruedas», como el que propuso para unir Cusco, Puno y Arequipa hasta la costa del Pacífico. En este esfuerzo se ubican, asimismo, las obras de interconexión entre la región del Altiplano y las obras propuestas para potenciar el puerto de Arica.
Junto al desmembramiento del territorio nacional, otro de los fenómenos que surgieron con las primeras medidas adoptadas por la naciente República fue la dispersión poblacional o su reconcentración en algunos poblados. Ello debido al confiscamiento o desactivación de conventos-poblados como el de Ocopa (Huancayo) y numerosas haciendas de propiedad de españoles u órdenes religiosas. Otra medida que tuvo efectos en este ámbito fue la «privatización» del territorio de propiedad de las comunidades campesinas, no solo con el objetivo de que cada uno de los miembros de una comunidad se conviertan en «propietarios privados» de un lote, sino que los hacendados latifundistas o grandes capitales foráneos pudieran tener acceso a la posesión de grandes extensiones de terreno a costa de la población indígena. En esta línea, Bolívar dispuso por un decreto del 3 de julio de 1825 la desaparición de los cacicazgos y los espacios comunales para convertirlos en un conjunto de pequeños propietarios. Asimismo, por presión de los grandes terratenientes, restituyó el tributo indígena que había sido derogado por San Martín. Con estas medidas Bolívar no hacía sino ratificar su defensa del liberalismo económico y el mercado libre al servicio de los grandes latifundistas y el capital mercantil foráneo, en medio de una inocultable distancia de las reivindicaciones indígenas.
El impacto de la jefatura de Bolívar en el ámbito urbano quedó más patente en el rubro de los proyectos que de las obras concretas. Como había sucedido durante el Protectorado de José de San Martín, la República debía ratificar su voluntad de secularización de la cultura y la vida de la población a través de la creación y construcción de un nuevo tipo de institucionalidad urbana y nacional, como son el parlamento, las bibliotecas, los museos o escuelas, mercados, cementerios, baños públicos, parques y alamedas, entre otros equipamientos de raigambre republicana. Durante la gestión de Bolívar se fundaron colegios en algunas ciudades del país, así como se promovió esa narrativa ilustrada —impulsada desde los tiempos del Mercurio Peruano— en pro del legado prehispánico del Perú.
El Cementerio General de Lima, proyectado por Matías Maestro (1808) en los extramuros de la ciudad como parte de la nueva política ilustrada de clausurar los entierros en los conventos, prosiguió en los primeros tiempos de la República en otras ciudades. En 1826 se construyó el cementerio Apacheta en Arequipa, al que seguirían luego otros proyectos de similar formato en diversas ciudades del país.
Bolívar puso en práctica todos aquellos mandatos emanados de algo que podría designarse como el «proyecto urbano ilustrado»: registros o padrones de población actualizados, cartografía nueva, racionalización y eficiencia administrativa conectada con el tema del incremento de tributos. En referencia a los nuevos planos de ciudades, junto a esa nueva serie cartográfica levantada desde los primeros días de la campaña de San Martín, la jefatura de Bolívar dispuso, asimismo, la ejecución de nuevos padrones (como el de Lima en 1824) y una nueva cartografía para ciudades como Paita e Ilo, Tarapacá, Cusco, Cerro de Pasco y la capital del Perú, en este último caso el plano fue ejecutado por Matías Maestro. Leonardo Mattos Cárdenas considera este levantamiento como el «primer