Wiley Ludeña

Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021


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surgimiento de una nueva estética menos densa e introvertida, como la de la arquitectura hispánica, se hicieron potencial demanda republicana.

      Es probable que estos temas no aparecieran explícitamente en el debate político y cultural como parte de la lucha emancipadora. Como es probable que al respecto se haya producido un consenso establecido, como había ocurrido frente a una serie de medidas emprendidas por el cabildo en temas de limpieza, seguridad y nuevas construcciones. Sin embargo, es posible también que, entre la aristocracia local de origen español, la nobleza criolla, la clase media y plebe criolla se hayan producido matices inadvertidos. En cualquiera de los casos, el arribo del Ejército Libertador al Perú se produjo en medio de un ambiente nacional jalonado aún por dos sucesos concatenados: por un lado, los ecos de una serie de rebeliones antimonárquicas y antilimeñas, como las producidas entre 1811 y 1815 en Tacna, Huamanga, Tarma, Huánuco y Arequipa, siendo la más importante, por su extensión y trascendencia, la rebelión antihispánica liderada en el Cusco por los hermanos Angulo, José Gabriel Béjar y Mateo García Pumacahua. Y, por otro lado, el ambiente de desmovilización generada por la represión y contraofensiva española para desactivar los focos insurreccionales y recuperar los territorios rebeldes en Venezuela y Colombia como parte de la restauración absolutista de Fernando VII en España.

      En este contexto el debate público se hizo soterrado entre monárquicos y republicanos, o entre separatistas y patriotas, así como entre quienes optaban por posturas intermedias o reformistas del cambio sin cambio. Como sostiene Peter Klarén, liberales como José Baquíjano, Hipólito Unanue, Manuel Lorenzo Vidaurre, Francisco Javier Luna Pizarro y otros, «[e]ran reformistas y constitucionalistas, no separatistas o revolucionarios» (2004, p. 166). Algunos de ellos, ante la hora de las definiciones, como Faustino Sánchez Carrión, optaron por la causa patriota y un abierto apoyo a la causa republicana sin ningún tipo de tutela monárquica.

      Las primeras medidas que adoptaron José de San Martín y Simón Bolívar con implicancias directas e indirectas en materia de territorio, urbanismo y arquitectura se produjeron en un contexto donde la traición, la deslealtad y el cambio de bando de un extremo a otro entre los miembros prominentes —incluyendo a los dos presidentes José de la Torre Tagle y José de la Riva Agüero— había adquirido una patética normalidad. Por ello, cuando José de San Martín ingresó a Lima la noche del 12 de julio en el tramo final de su campaña libertadora, ni él mismo sabía en qué concluiría esta gesta, habida cuenta de las disensiones o el desaliento locales y la presión ejercida desde el norte por la campaña y figura de Simón Bolívar. Pero es posible que en este escenario el único que sí sabía qué hacer fuera el polémico y perspicaz Bernardo Monteagudo. No solo había acompañado a San Martín en su campaña del sur, sino que también se quedó en el Perú al lado de Simón Bolívar para conceptuar y hacer efectivas, hasta donde fuera posible, las primeras iniciativas de transformación republicana de la ciudad y la arquitectura.

      Este es el inicio y el contexto de un periodo fundacional de la arquitectura y el urbanismo republicanos que se hizo patente por actuación u omisión a través de los diversos gobiernos que se sucedieron desde el «Protectorado» de José de San Martín (1821-1822), la «Jefatura Suprema» de Simón Bolívar (1824-1826), hasta el gobierno de Andrés de Santa Cruz como el «Protector Supremo» de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), contando en medio con una seguidilla de personajes investidos como «presidentes» del país, cada quien con un periodo de ejercicio más breve que el anterior y bajo diversas condiciones: como «supremos delegados», «jefe interino», «encargados del despacho», «presidente del consejo de gobierno», «presidente provisorio» o «presidente constitucional». Desde la jefatura de Francisco Javier de Luna Pizarro (1822) como presidente del Congreso Constituyente hasta Agustín Gamarra Messía (1838-1841) como presidente provisorio y luego constitucional, la relación es extensa como reveladora de la profunda inestabilidad y fragmentación política de los primeros años de vida republicana. La «arquitectura» de la República temprana resultaba tan precaria o casi inexistente como la arquitectura y el urbanismo enunciados, apenas como ideal difuso e impracticable —cuando ocurrió tal cosa—, en contados episodios de nuestra República temprana. Aquí la ausencia es el mensaje por dilucidar.

      En el dominio de los espejismos, la arquitectura efímera puede resultar a veces más elocuente y sugestiva como alegato y símbolo de poder que aquella arquitectura construida de pregnancia visual opaca y de signos a veces indescifrables. Probablemente esta disyuntiva, como la apuesta por el dominio de lo fantasmagórico, estuvo presente entre quienes durante nuestra República temprana se encargaron de producir y distribuir los símbolos del nuevo poder y el ideal republicano. En un contexto de empobrecimiento extensivo la segunda alternativa, la de producir una obra perdurable, constituía una completa quimera.

      En términos de «guerra psicológica» y captura del dominio de los imaginarios del pueblo, «la política de símbolos del general San Martín comenzó antes de su entrada a Lima» (Ortemberg, 2014, p. 229). Desde su desembarco en la bahía de Paracas, el 8 de setiembre de 1820, el diseño de la campaña de propaganda implicaba la construcción de un universo simbólico, complejo y diverso, que incluía mensajes textuales hasta alegóricos de un alto contenido alegórico como es el caso de la creación de la bandera y otros símbolos patrios, así como la elección de algo absolutamente primario y seminal: el «color oficial» rojo y blanco que debe identificar a todo un país transformado en república. En este caso la producción de impresos, actos e imágenes adquirieron el sentido de un potente dispositivo ideológico de persuasión simbólica en pro de la causa emancipadora.

      Más allá de la asimilación del formato y estructura de los rituales del poder monárquico-colonial para la ejecución de todos los actos públicos del Protectorado sanmartiniano, al que luego se incorporarían enunciados y acciones en términos de arquitectura y el urbanismo, el primer gran acto público fue sin duda la declaratoria de la independencia. En función de la puesta en escena, la coreografía social con arquitectura y urbanismo efímeros instalados, tal evento histórico fue indiscutiblemente el primer acto performático en el que se sentarían las bases de una narrativa simbólica tan contundente como ambivalente, no solo en términos de la adopción casi empática de las formas monárquico-cortesanas de los rituales y fiestas del poder, sino también en los modos de producción y distribución de imágenes y símbolos desde la autoridad hacia la plebe. Sobre el evento, Pablo Ortemberg señala lo siguiente: «La proclamación de la independencia, el sábado 28 de julio, fue un importante golpe de teatro que San Martín juzgó imprescindible llevar a cabo para sellar su alianza con la elite limeña, pues había prometido respetar todos los privilegios. Sin duda cada detalle fue pensado» (2014, p. 237).

      Ortemberg precisa aún más el juego de roles y espacios: «El ritual se ajustó al código virreinal de las fiestas de tabla, pero con el general San Martín como jefe supremo en reemplazo del virrey. Aún no se sabía qué tipo de autoridad iría a encarnar» (2014, p. 243). Con ello se logró el efecto esperado: «la “continuidad” del ritual tradicional de continuidad permitió que la elite limeña pudiera exorcizar su miedo a la anarquía y a la sublevación