de Johann Moritz Rugendas (s.f., entre 1842-1845). Fuente: Rugendas, 1975, p. 225.
Ciudad y arquitectura de la república incierta
Al momento de la gesta independentista de sus colonias en América, España era ya una potencia de segundo orden y su capacidad de defensa de los territorios de ultramar se encontraba erosionada. Si España, debilitada y sin poderío militar, ya no podía defenderse ni siquiera a sí misma, como lo prueba la invasión napoleónica entre 1808 y 1814, menos podía detener las fuerzas liberadoras de la emancipación y liberación del yugo colonial.
El Perú y Lima fueron literalmente el último bastión, como lo fue la fortaleza del Real Felipe, del poder colonial de España en América. De ahí la violencia extrema y la extorsión permanente de toda su población para detener cualquier intento de emancipación como estaba ocurriendo ya en Colombia, Argentina y Chile. Por estas razones, los liberadores sabían de una población desmovilizada y sin voluntad general de independencia, pero también sabían que, si no se liberaba al Perú del yugo español, no había la posibilidad de garantizar la independencia plena de los otros países de la región.
El esplendor de la arquitectura y el urbanismo colonial del siglo XVIII había sido promovido y sostenido por la nobleza peninsular y americana concentrada en Lima, la ciudad que registraba el mayor número de títulos nobiliarios de América. La coherencia y convicción de esa arquitectura y urbanismo solo podía ser el reflejo de una clase unida, sin fisuras, y de un fuerte pacto colonial, no replicable en otros espacios. Como sostiene Alberto Flores Galindo:
La aristocracia colonial —sin negar las diferencias internas que se manifestaban, por ejemplo, al momento de elegir a los priores del tribunal del consulado— fue un edificio liso, sin resquebrajaduras importantes, a pesar de todas las convulsiones sociales de esos años [1780-1810-1821] (1987a, p. 130).
Con la derrota de España esta elite desapareció completamente, salvo algunos aristócratas liberales que se quedaron en el Perú, como el Conde de la Vega del Rhen, José de Torre Tagle o el Marqués de Valle Umbroso. El colapso súbito de esta clase dejó un espacio vacío, cuya reestructuración recién empezó a perfilarse a partir de mitad del siglo XIX con el origen de una burguesía comercial, industrial, liberal republicana y liderada, entre otros, por Manuel Pardo y Lavalle. Solo a partir de estas circunstancias y momento histórico es que aquella balbuceante, por no decir inexistente, arquitectura y urbanismo republicano recién empezó a estructurarse como voluntad y expresión de un proyecto nacional.
El régimen de la naciente República podía considerarse como precapitalista, premoderno, eurocéntrico y racializado. Una República social y espacialmente fragmentada y discriminada, de múltiples intereses contrapuestos, territorialmente desarticulada, así como de diferencias étnicas y tradiciones prehispánicas y coloniales en conflicto, con todo lo que ello significa en términos de diferencias regionales entre el norte, centro y sur del Perú. Con estas características se hizo ciertamente imposible construir desde el inicio de la República un «edificio» republicano de perfil reconocido y consistente. Lo que tampoco significa que precisamente por este hecho las ciudades, el urbanismo y la arquitectura de estos primeros años de vida republicana no expresen —en su decadencia previsible o en su potencialidad ideológica respecto al futuro— el sentido conflictivo de la promesa republicana convertido en proyecto por construir.
En plena guerra y miseria total, la única función y valor posibles de la arquitectura y la ciudad es la de ser un botín militar o recompensa económica. Más allá de algunas referencias genéricas, los temas del urbanismo y la arquitectura no formaron parte ni son tomados en cuenta —como contenido e imagen de futuro— en el «proyecto republicano» enarbolado por los próceres de la independencia y de quienes tuvieron a su cargo liderar los gobiernos de la naciente República, por lo menos durante el periodo inicial de 1821-1840.
En medio de los desencuentros entre José de San Martín y Simón Bolívar, y de una guerra entre realistas y patriotas, que se saldó definitivamente recién en 1824 con la Batalla de Ayacucho, así como en un contexto de profunda postración económica, guerras civiles y un periodo turbulento de pugnas entre monárquicos constitucionalistas, conservadores y liberales, junto a las ambiciones domésticas de una sucesión de caudillos militares, lo que menos podía interesar, seguramente, era el perfilamiento y la reivindicación de un nuevo proyecto urbano y arquitectónico para la naciente república15. La República no se había creado para ello, al menos como tarea prioritaria, si es que se piensa que toda alusión a la arquitectura y el urbanismo se reduce apenas a una dimensión banal de lo bello, el lujo o la ornamentación urbana del poder. Desde el primer día, aun en su omisión explícita, la naciente República tomó, a partir de 1821, una serie de decisiones dirigidas a transformar en algún sentido —a través de la reutilización de las preexistencias o la construcción de las pocas obras nuevas— las formas de producir y percibir la arquitectura, la ciudad y el territorio.
La revolución emancipadora no significó, en verdad, ninguna revolución en la estructura, función y significado de la arquitectura y la ciudad. No era posible tal hecho y menos por la naturaleza e intereses en pugna de gran parte de la elite peruana que convirtió la lucha emancipadora —a diferencia de lo ocurrido en Argentina, Colombia y Chile— en una causa enarbolada sin más convicción que un cambio del statu quo para no cambiar. Por lo menos hasta mediados del siglo XIX, el Perú seguía siendo ese cuerpo colonial vestido de traje republicano al que siempre aludía Jorge Basadre. Este era un destino casi previsible. Al no haber sido la independencia producto de una profunda revolución social, hecho que debería haberse traducido en una República de indios o mestizos, lo que sobrevino fue un régimen de una total precariedad estructural e institucional, en el que la única certeza fue la persistencia de las formas y contenidos del antiguo régimen colonial. Como sostiene Pablo Macera:
El vacío del poder producido por la independencia política resultó demasiado grande para las elites criollas, fragmentadas en grupos adversarios irreconciliables y empobrecidas desde mediados del siglo XVIII [...]. Los indios continuaron bajo un régimen servil durante todo el siglo XIX y aún después. La esclavitud negra fue mantenida hasta mediados del siglo XIX para ser remplazada por la dura trata de chinos. Las bajas clases medias y los sectores populares urbanos debieron resignarse a ser una clientela patrocinada por la reducida elite de criollos que juraron la república sin abjurar de la conquista (1978, pp. 179-182).
La otra parte de la elite criolla, la que se hizo como un apéndice sumiso de la nobleza española, no solo siempre se opuso a la independencia, sino que siempre apostó por mantener el orden virreinal. La sentencia de Jorge Basadre es concluyente:
Cabe decir que, por causas complejas, el Perú jugó desde 1810 la carta de España y que aun después de 1821, muchos peruanos la jugaron. No fue ella la que ganó la partida. Por eso, el país que había sido el más prominente de América del Sur antes de la llegada de los españoles, entró a la vida independiente rodeado de condiciones desfavorables y tuvo, en el siglo XIX, el más infortunado de su maravillosa historia. El precio de la intervención colombiana en la guerra de la independencia fue la separación del Alto Perú, la pérdida de Guayaquil, la guerra de 1829 que, a su vez, significó el primer contraste militar y la amenaza sobre Tumbes, Jaén y Maynas (2005, I, p. 106).
La ausencia de una auténtica energía utópica republicana, liderada desde dentro del país —como había sucedido con muchos próceres americanos, entre ellos, Francisco Miranda, dotado de un notable conocimiento de la arquitectura y el urbanismo— tampoco pudo esbozar siquiera los perfiles de un nuevo paisaje republicano para sus ciudades, hecho que recién empezó a perfilarse a mediados del siglo XIX.
Los primeros años de vida republicana no estaban hechos para emprender nuevas construcciones ni instaurar una nueva narrativa intersubjetiva en términos de arquitectura y urbanismo. Pero no solo por las complejidades y contradicciones surgidas en torno al sentido mismo de la independencia y posterior campaña para concretarla, sino por la total bancarrota económica y postración en la que se encontraba el país, que hizo imposible o extremadamente difícil cualquier nuevo emprendimiento de desarrollo. El paisaje de miseria y desaliento generalizado de los primeros años del Perú poscolonial se había constituido