Y esta controversia y debate no es una cuestión irrelevante para entender los procesos de trasformación del territorio, las ciudades y la arquitectura de la naciente República. De esto depende el empoderamiento económico de ciertas ciudades o la inanición de otras, así como el engalanamiento de los nuevos ricos con residencias o casas hacienda para exultar poderes reales o ficticios.
Más allá de algunos índices de recuperación de la producción minera al inicio de la década de 1830, la situación de la economía peruana del periodo republicano inicial fue de total estancamiento y retracción en diversos sectores de la actividad productiva y comercial11. Aparte de que la campaña emancipadora había dejado casi toda la infraestructura productiva dañada o destruida (minas saqueadas, cultivos, puentes y caminos destruidos, ingenios azucareros y obrajes destruidos) y se produjo una drástica reducción de la mano de obra reclutada por el caudillaje militar, la ineficacia de las políticas y acciones emprendidas por los gobiernos de turno acentuaron aún más los problemas. El resultado: descenso de la producción agrícola, minera y manufacturera, así como escasez de créditos y la falta de activos por la fuga de capitales junto al éxodo de los españoles. Tal era la crisis y el desorden en el manejo económico de la hacienda pública que el Estado carecía de un presupuesto anual ordenado y previsible. Ello explica, entre otros fenómenos, el hecho de que hasta mediados del siglo XIX el sistema monetario colonial continuara prácticamente vigente como la persistencia de la «casona colonial señorial» como privilegiado tipo edilicio de la elite republicana. En realidad, en diversos aspectos, la política y gestión económica de los primeros años tras la independencia estaban aún impregnadas de una impronta burocrática colonial y los efectos de la reforma económica y territorial del siglo XVIII. Ello porque en los hechos, como sostiene Alfonso Quiroz, la base económica de la naciente república no implicaría una ruptura respecto de la estructura económica colonial, salvo por dos factores de cambio coyuntural: «Por un lado la caída de la producción minera a causa de la descapitalización y destrucción de los soportes técnicos de las minas de Cerro de Pasco, así como la no disponibilidad de préstamos. Y por otro, el agravamiento de la crisis agraria» (1987, p. 205). Esta crisis de la agricultura se produjo entre 1829 y 1839, ante la baja de los precios del azúcar y problemas estructurales de distribución.
El rubro de las exportaciones peruanas durante las primeras décadas de vida republicana es otro ámbito en el que puede observarse la reproducción de los patrones de la estructura económica colonial y, por consiguiente, la continuidad de las lógicas de ordenamiento territorial y funcionamiento del sistema urbano. Las exportaciones peruanas en las primeras dos décadas tenían en la minería casi el 80% del total del volumen exportable. El resto lo constituían productos como la lana, el nitrato de soda, el algodón y las cortezas. Como advierte Heraclio Bonilla, el advenimiento de la República no significó ningún cambio sustancial respecto a la estructura de las exportaciones del Perú colonial, excepto la disminución del volumen exportable. La liberalización, lejos de dinamizar y expandir la actividad productiva y el desarrollo local, «contribuyó de manera decisiva a la fragmentación del espacio económico nacional y agravó la vulnerabilidad de la economía peruana» (1987, p. 290).
Si bien la decadencia de la minería de Potosí, la liberación del comercio y la invasión de productos importados, así como los conflictos entre Perú y Bolivia afectaron la producción artesanal, manufacturera y la economía de la región sur en su conjunto, la situación de Arequipa y el corredor lanero hasta el Cusco experimentaba una importante dinámica económica gracias a su articulación al mercado inglés para la exportación de lana de oveja y camélidos. Ello permitió —como se ha descrito— el surgimiento de una elite sureña, sobre todo entre Arequipa, Cusco y Puno, con una gran capacidad económica, política y necesidad de introducir nuevas señales de modernidad en el ámbito de la producción, los servicios y la vida social misma. Se produjo entonces el gradual surgimiento de nuevos lenguajes y formatos en la arquitectura y el urbanismo peruanos. Las ciudades y la arquitectura urbana y rural (casas hacienda) del sur peruano empezaron a irradiar un nuevo paisaje dotado de cierta modernidad fabril conectada con la impronta cultural y económica de ese contingente extranjero asentado en esta región, así como con las necesidades de la Revolución Industrial y el tránsito acelerado del capitalismo mercantil a uno industrial de libre competencia y expansión global liderada por Inglaterra, Francia y Alemania.
Las estructuras productivas ancladas aún a los viejos sistemas de producción colonial evidenciaron, en las primeras décadas del Estado republicano, una resistencia a las lógicas de la modernidad capitalista y una nueva racionalidad científica técnica. Ello debía implicar la modernización del aparato productivo, la urbanización del territorio y una mayor conciencia sobre los derechos de la sociedad civil, la soberanía popular, la democracia, nación y Estado. Sin embargo, a pesar de dichas resistencias, el proceso de cambio se hizo inevitable: trajo como efecto un lento pero gradual proceso de reestructuración del aparato productivo y el surgimiento consiguiente de una pequeña burguesía urbana comercial-mercantil deslocalizada de Lima. La incipiente modernización de la producción agrícola y ganadera principalmente en el sur, así como en otras regiones del país en menor grado, fue una de las señales de este proceso12.
El urbanismo y la arquitectura de los primeros años de la República significaron el capítulo de cierre de la última fase de prosperidad colonial registrada a fines del siglo XVIII, debido, entre otros factores, al incremento de la explotación de las minas de Cerro de Pasco y Hualgáyoc, además de la expansión de la actividad comercial. En estas circunstancias se construyeron grandes obras de reforma urbana vinculadas al proyecto urbano borbónico en el ámbito del saneamiento, equipamiento urbano y el ornato público, así como las primeras grandes residencias de inspiración versallesca alejadas totalmente del tipo hispánico tradicional de la casa-patio.
Esta última etapa de expansión económica colonial tuvo indudables efectos en la reactivación de la actividad constructiva y la concreción de arquitecturas de gran formato. Un efecto de esta fase tardía de prosperidad y la «criollización» de las remesas hacia España (Quiroz, 1987, p. 205) fue el notable incremento de la importación de bienes suntuarios, así como el desarrollo de aquello que podría denominarse como el último ciclo de «boom inmobiliario» colonial y, con ello, el financiamiento de una serie de obras de indudable dimensión urbana, como la Fortaleza del Real Felipe (1747-1811), la reconstrucción de la Alameda de los Descalzos (1770) y la construcción del Paseo de Aguas (1770-1776), así como el Cuartel de Santa Catalina de Lima (1806-1810), el Cementerio General (1808) o el Colegio de Medicina de San Fernando (1811), entre otras obras. Junto a esta serie edilicia que pretendía reforzar una nueva política de control militar colonial, se produjeron igualmente arquitecturas palaciegas como la de la Casa de Osambela o la Quinta de Presa, todas ellas inferidas de una racionalidad edilicia ilustrada y una impronta neoclásica como una nueva narrativa estilística.
Hasta mediados del siglo XIX la población del Perú mantuvo en gran medida los mismos patrones de composición y distribución territorial que los registrados en los tiempos de la colonia. Paul Gootenberg denomina este hecho como la «inercia regional» que continúa reproduciendo la distribución colonial del territorio hasta 1860 aproximadamente (1995, p. 28). En 1821, el Perú era un país básicamente rural y serrano. La población rural y urbana estimada para dicho año fue de 1 030 363 habitantes (74,88%) y 345 731 (25,12%), respectivamente. En 2021, según las cifras del censo del 2017, la población rural representa apenas el 20,70%, mientras que la población urbana representa el 79,30% (Gootenberg, 1995; Seminario, 2016; INEI, 2018). A 200 años después los porcentajes se han invertido rigurosamente. Este proceso de trasvase socioterritorial urbano/rural empezó a gestarse en los primeros años de vida republicana.
De acuerdo con los datos del censo de 1827 la costa albergaba al 20% de la población. Mientras que en la sierra se encontraba el 77%. La selva contenía al 3% de la población. Los estragos de la guerra independentista, así como la subsiguiente depresión económica que afectó los centros urbanos de la costa hasta casi la mitad del siglo XIX, se tradujo en un descenso de la población costeña y en un incremento en la sierra. En 1850 la población de la costa había descendido al 18%, mientras que en la sierra se produjo un incremento al 80%. La selva con el 2% registró igualmente cierta disminución poblacional (Gootenberg, 1995; Seminario, 2016; INEI,