del estado de anarquía política y depresión económica o, precisamente, por esta causa, el escenario espacial de la naciente república continuó siendo estructuralmente casi el mismo que el del régimen colonial. Hecho producido, entre otras razones, por la implementación preponderante de una política de sustitución simbólica sin destrucción ni resignificación estructural de las arquitecturas preexistentes, como fue la voluntad y el estilo de las medidas adoptadas por José de San Martín y Simón Bolívar sobre el particular. En estas condiciones el paisaje urbano de las ciudades del Perú se mantuvo casi inalterado respecto a las estructuras morfológicas de base colonial, pero esta vez dotado de una figuración externa resignificada superficialmente con los nuevos símbolos de la naciente república. Con otras denominaciones, rostros y personajes —uno con pretensiones monárquicas, el otro con aspiraciones de dictador vitalicio, además de una seguidilla de militares codiciosos e iletrados—, el tejido social del país y el entramado espacial se mantendrían casi invariantes hasta mediados del siglo XIX.
Un fenómeno que tuvo un efecto importante en el marco de la incipiente recuperación y renovación de la arquitectura y el urbanismo de la República temprana fue el gradual empoderamiento económico del sur peruano. Ello trajo consigo, lógicamente, el progresivo fortalecimiento de aquellos grupos de poder articulados al comercio con Inglaterra y el resto de Europa que empezaron a dotarse de nuevas arquitecturas y de transformaciones en el espacio urbano.
La instauración de la República, al decretar la libertad de comercio, significó la eliminación de los controles de la elite limeña en el comercio regional e internacional. El efecto inmediato fue el fin del monopolio limeño y el poder de esta elite y, por consiguiente, el fortalecimiento económico y social de la elite provinciana del sur, que además había estado más identificada con la lucha emancipadora que su par limeña. Esta nueva situación no hizo sino acentuar la pérdida de poder de Lima como capital y principal centro económico, que ni los intentos de reformarla, dotarla de monumentos y otras obras de ornato público —que tarde o nunca se erigieron o concretaron— pudieron evitar. Mientras tanto, otras ciudades de la región sur empezaron a transformarse en ciudades con una dinámica visible de cambio.
Diversas ciudades de esta región como Arequipa, Tacna, Puno y Cusco empezaron a lucir pequeños puntos de modernidad arquitectónica con esa estética de emprendimiento comercial e industrial con que surgieron las «casas comerciales» de propiedad de ingleses, alemanes, franceses y socios locales. Estos y otros hitos de cambio se convirtieron en un factor de constante interpelación a la tradición, pero desde la perspectiva de una postura conservadora que empezaba a adquirir su perfil propio —con notable impacto en el terreno de la arquitectura y el urbanismo republicano posterior— a través de esta nueva elite provinciana en proceso de enriquecimiento. Elite constituida por un gran grupo de terratenientes o hacendados que, no obstante su filiación independentista, seguía luciendo una estirpe señorialista, colonial, casi feudal en la explotación brutal del campo y la población indígena. Este es el grupo que, tras articularse a los grandes hacendados y comerciantes limeños, daría origen a la llamada «oligarquía peruana». Facción que se haría cada vez más influyente en la política republicana del resto del siglo XIX y el siglo XX. Narrativas como las de los estilos arquitectónicos, como el «neocolonial» o el de la «casa hacienda sin hacienda», tienen en este sector su principal promotor y base social.
La independencia, por todo ello, si bien tuvo como impulso y soporte de inicio los fundamentos del liberalismo republicano, terminó siendo dominada en la construcción práctica de la República por una ideología conservadora señorial, cortesana y racista, cuya principal base de apoyo la constituía esta capa de terratenientes provincianos y la red de comerciantes intermediarios articulados a su poder. Como lo expresa José Ignacio López Soria: «La ideología conservadora que terminará triunfando después de la independencia, da forma a los intereses de hacendados y terratenientes en franca oposición a los ideales aireados en los días del rompimiento de España» (1980, p. 96).
Uno de los factores de la vida política y el entramado social de este periodo inicial de la República que tuvo consecuencias significativas en la reconfiguración, sobre todo del territorio nacional y sus ciudades, es el denominado «militarismo»10. El caudillaje militarista fue la respuesta que encontraron las distintas facciones de ese conglomerado social en formación (elite criolla urbana y aristocracia provinciana de la tierra) que constituía la clase dominante peruana de inicios de la República, interesada en evitar cualquier forma de rebelión generalizada de la población indígena, esclava o mestiza empobrecida, todos dotados de armas y cierta experiencia militar tras la campaña emancipadora. Los militares intentaron cubrir el vacío de poder ante la ausencia de una clase dominante civil orgánica, de objetivos políticos definidos y convencida de su liderazgo y validación social. Sin embargo, el caudillaje militarista —con su contingente mercenario de funcionarios, comerciantes nacionales y extranjeros— no pudo llenar este vacío totalmente, debido sobre todo a la precariedad de su representación y la deslealtad permanente de sus seguidores. Ello, además de su incapacidad para evitar que el territorio nacional fuese perdiendo superficie respecto a la extensión originaria establecida por el Uti possidetis iure de 1810.
Tras la independencia, ninguna de las facciones de la nueva clase dominante tuvo la vocación y las condiciones de asumir resueltamente el liderazgo del país, que no fuera si no encontrarse siempre detrás de algún ambicioso caudillo militar. Para Heraclio Bonilla «el Estado republicano, por consiguiente, fue la expresión del dominio sustentado en la fuerza directa ejercida por los caudillos militares» (1987, p. 292). Caudillos que entonces eran los únicos con capacidad de ejercer un relativo control político territorial frente a la incapacidad o vulnerabilidad de una clase política civil en recomposición o inexistente para efectos prácticos. En este contexto el empoderamiento de autoridades intermedias basadas en el clientelaje, el caciquismo local y la extorsión (prefectos, hacendados con poder político) fue el sistema que terminaría por caracterizar al Estado y el régimen político de la República temprana.
En las primeras dos décadas del Perú republicano se carecía de República y de ciudadanos. No se pudo promover la participación democrática de todos ni tampoco los beneficios fueron distribuidos por igual. Lo que se produjo, finalmente, entre 1821 y 1840, en materia de arquitectura y urbanismo fue el perfecto reflejo de esta situación social y política. No podía ser casi de otro modo tratándose de una sociedad sumida en una profunda crisis social y material, así como desencontrada en sí misma en medio de múltiples conflictos, intereses económicos particulares y pugnas faccionales. Aquí, política, poder y arquitectura casi representan el mismo fenómeno para evidenciar la persistencia de un paisaje urbano en ruinas construido de algunos pocos fragmentos tan relucientes como los pocos comerciantes y terratenientes beneficiados en medio de la crisis.
Territorio, sociedad y economía: crisis y espacios en cambio
El territorio y el sistema de ciudades, en su estructura y funcionamiento, tuvieron en la minería su principal soporte y activo desde los tiempos de la Colonia. Como sostiene Heraclio Bonilla, el peso de la minería fue tanto que «su funcionamiento a través de la circulación del capital minero y su transformación en bienes de consumo y bienes de capital, terminó por imponer una división geográfica del trabajo al interior de ese espacio posibilitando que las diferentes regiones se estructuran de manera subordinada al dominante polo minero» (1987, pp. 271-272). En medio de la gesta emancipadora y tras la independencia, estos polos, sus circuitos y áreas de influencia perdieron poder y experimentaron un decaimiento notable.
Caracterizar o reducir el destino fallido del Perú republicano de inicio, de su territorio y sistema de ciudades a la crisis económica, a la cuestión del caudillaje militarista y a la incapacidad de las elites civiles es desconocer que en la base de la conflictividad extensiva de los años iniciales de vida republicana se encontraban razones e intereses mucho más complejos y estructurales, sobre todo, aquellos emanados de la estructura económica, los intereses en juego y el rol que debía jugar el Perú en este rubro respecto a las lógicas del nuevo capitalismo industrial mercantil en expansión liderado por Inglaterra. Aquí es que se pueden explicar mejor la controversia del debate político peruano de la década de 1820 entre dictadura y democracia, monarquía y república o un régimen parlamentarista y presidencialista,