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Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021


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territorial, sino que convirtió a la costa en el principal atractor poblacional en adelante.

      Durante el siglo XIX el sistema urbano del Perú mantuvo sus ciudades sin grandes contrastes en tamaño, roles y jerarquías salvo aquellas definidas por la ubicación de las ciudades en la costa, la sierra o la amazonia. Con excepción del conglomerado Lima-Callao, que, desde mediados del siglo XIX, impulsado por el ciclo del boom guanero, empezó a registrar tasas de crecimiento sustantivamente mayores a las del resto de ciudades del país. Entre 1876 y 1940, como se infiere de la data histórica elaborada por Gootenberg, este conglomerado pasó de sumar una población de 159 063 a 645 172 habitantes, 4.5 veces la de 1876. Ello mientras la tasa de expansión de la población total del país lo hacía en 2.3 para este mismo periodo. A finales del siglo XIX, solo cinco ciudades bordeaban los 10 000 habitantes, por lo que el Perú registraba la tasa de urbanización más baja de América Latina (1995, p. 30).

      Al finalizar la década de 1830 y ad portas del inicio del boom guanero, el Perú continuaba sumido en un estado de postración. A pesar de algunas iniciativas e intervenciones ejecutadas en el ámbito territorial, urbano y arquitectónico, sus ciudades irradiaban miseria y su extenso territorio parecía menos poblado y activado que en los tiempos de la Colonia. Las ciudades se encontraban, desde Lima hasta Arequipa y Cusco, con graves problemas de saneamiento y bajo el acoso intermitente de epidemias; mientras que su arquitectura debía lucir seguramente desvencijada y sin señales de reconfiguración inmediata.

      Si bien el paisaje territorial y urbano de completa desolación que describe Adolphe de Botmiliau, el vicecónsul de Francia en el Perú (1841-1848), no corresponde exactamente al periodo de la República temprana, este es más que un cuadro veraz de la realidad precedente: una imagen tan sombría como la extensión misma de un territorio casi inmóvil desde los primeros años de inicio de la República:

      [...] las ciudades, separadas unas de otras por grandes distancias, enterradas en las montañas o perdidas a orillas del océano, pueden difícilmente llevar vida común, Esos grandes centros de población, capitales poderosas de provincias rivales y envidiosas, apenas están unidas entre sí por malas vías de comunicación [...]. Por lo demás, esas ciudades y un radio limitado entorno de ellas, son los únicos puntos habitados en el Perú. El resto del país está desierto, y, salvo algunos grupos de chozas a orillas de los ríos y pueblecitos que no vale la pena nombrar, no se encuentra en el antiguo territorio del imperio de los Incas más habitaciones que las oficinas del correo, aún bastantes escasas, en donde algunos malos caballos bastan más que bien para el servicio del correo y las necesidades de los viajeros (Botmiliau, 1947 [1850], p. 138).

      Este cuadro de desolación y decadencia que pinta Botmiliau del paisaje geográfico y la dispersa red urbana del Perú en la década de 1840 no es tan distinto del paisaje interior de una domesticidad privada y familiar de la elite y la plebe, un mundo igualmente atravesado de miseria, desaliento y arquitecturas desvencijadas:

      Si se busca con cuidado se encontrará todavía en Lima alguna de esas casas en las cuales la emancipación no ha dejado más huella que la ruina y en donde se perpetúan, con el recuerdo de los virreyes, las costumbres de un mundo desaparecido con ellos. Restos de damasco rojo, último testimonio de la prosperidad perdida y algunas pinturas al fresco reemplazan sobre las paredes agrietadas por los temblores, las ricas tapicerías y los variados adornos que se admiran en otros barrios, menos rebeldes a la invasión del lujo parisien. Algunos malos grabados de santos o de mártires, suspendidos entre espejos con marcos desdorados, algunas sillas que se remontan al tiempo del virrey Amat, una mesa redonda sobre la cual se balancea una vieja linterna de hojalata, tal es el mobiliario del salón, cuyas ventanas, a falta de vidrios, están provistas de barrotes de madera y protegidas por gruesas persianas que se cierran todas las noches. Nada más modesto que esas mansiones, últimos santuarios de la sociedad limeña anterior a la independencia. Y, sin embargo, el orgullo de los antiguos conquistadores aparece todavía en la fría dignidad con que sus moradores soportan su miseria (Botmiliau, 1947, pp. 185-186).

      No obstante, la miseria extendida de los primeros tiempos de la República, la pervivencia de un casi inalterado imaginario colectivo colonial en las elites y la plebe, le hace pensar a Botmiliau, que la sociedad, las costumbres y el paisaje peruano se encontraban en total contraste con la época de cambios que presumiblemente implicaba la República:

      Todo conserva el sello de un pasado que está en formal desacuerdo con la nueva situación en que se hallan las colonias emancipadas por Bolívar. Semi-española, semi-indígena, la civilización peruana es un pintoresco anacronismo que parece condenar a la esterilidad todas las tentativas de renovación política de que tan a menudo fué teatro el antiguo imperio de los Incas (1947, p. 182).

      El lugar de recreo favorito de las personas enfermizas de diversos lugares, especialmente Lima, y el asiento minero de Yauli, con su riguroso clima, de donde los mineros reumáticos, cuando sus aguas termales ni pueden curarlos, concurren en masa a la Estrada o al baile y a la tertulia de los radiantes tarmeños (Smith, 2019 [1839], p. 146).

      La descripción de la ciudad se complementa con un retrato social de esta Tarma festiva:

      Todos sus pacíficos habitantes son agricultores, y casi todas las familias residentes emigran en la época de cosecha a pequeñas fincas en la vecindad de este lindo pueblo serrano, que es considerado uno de los más agradables y civilizados en toda la sierra, y donde las clases superiores incluso en las ciudades provincianas de la costa, desean adoptar los modales de la capital como normal (2019, p. 146).

      La instauración de la República no implicó, en definitiva, durante el siglo XIX, la modificación estructural del sistema urbano nacional, hecho que recién empezó a producirse especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ni la época de la «prosperidad falaz» y el derroche económico de la época del boom guanero provocaron una alteración dramática en el patrón de crecimiento poblacional de la ciudad de Lima.

      1 | Plaza Mayor de Lima. Portal de Botoneros (izquierda) y Portal de Escribanos (el frente)

      Dibujo de Leonce Angrand (1838, 17 de mayo). Fuente: Angrand, 1972, p. 69.