subtexto de cada una de estas intervenciones eran patentes: que los símbolos de la nueva ciudad republicana no serían más aquellas arquitecturas, monumentos, inscripciones públicas o símbolos identificadas con el poder colonial, la implacable liturgia clerical y la catequesis popular. En adelante, una iglesia no sería más el epicentro de una ciudad republicana, sino aquellas edificaciones vinculadas con la soberanía ciudadana o la construcción de una nación secularizada: el teatro, el Museo Nacional, la Biblioteca Nacional o las nuevas alamedas, obeliscos o «columnas» en honor a la independencia. Al argumentar el cambio de nombre de la Plaza Mayor de Lima por el de Plaza de la Independencia (decreto del 9 de febrero de 1822), Monteagudo sostuvo de modo terminante que «deben desaparecer de todo lugar público las armas, escudos o inscripciones que recuerden la ignominiosa servidumbre de que ha salido el Perú» (decreto del 9 de febrero de 1822, citado en Oviedo, 1861, VI, pp. 182-183)21. Este mismo acento entre jacobino, mesiánico y explosivo vuelve a aparecer en el decreto del 6 de julio de 1822, que ordena rebautizar la Plazuela de la Inquisición por Plaza de la Constitución y reconfigurarla con el proyecto de instalación de un obelisco en honor al liberador José de San Martín:
Aquel sitio será tan memorable en lo sucesivo, como ha sido antes odioso por hallarse en él situado el tribunal del Santo Oficio, donde han gemido tantas víctimas bajo el imperio de la superstición y de la tiranía política [...]. Justo es que se conserve la memoria de las causas y épocas de este cambiamiento y que el paraje á donde tantos se han acercado temblando de horror, ofrezca un monumento cuya magnificencia se aumente en cada año, y sirva de consuelo á los que mediten la opresión en que han vivido las generaciones pasadas. La ejecución de esta idea no debe diferirse, porque la reclama el honor nacional [sic] (Oviedo, 1861, VI, pp. 183-184).
El decreto en mención determina, asimismo, las características que debía tener la columna a erigirse en honor del «Protector del Perú»22.
Este no es el primer decreto suscrito por San Martín y Monteagudo con implicancias urbanas y el levantamiento de columnas, obeliscos o esculturas ecuestres en homenaje a la naciente República y al Libertador. En realidad, el primer proyecto fue uno decretado el 17 de enero de 1822, a través del cual se dispone el «levante de un monumento que inmortalice el día en que se declaró la independencia del Perú» (Oviedo, 1861, VI, p. 182). Para ello se designó una comisión compuesta por el conde de Torre-Velarde, Diego Aliaga y Matías Maestro. El monumento mencionado debía de ser ubicado en las principales ciudades del Perú. Junto a esta iniciativa se sucedieron otras con la propuesta de construir alguna obra pública que perennizara la gesta libertadora23.
5 | Plazuela del Teatro. Área del proyecto de reforma de la calle del Teatro (1822)
Dibujo de Leonce Angrand (1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 41.
6 | Calle de San Lázaro. Rímac, Lima
Dibujo de Leonce Angrand (25 de setiembre de 1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 104.
El recambio de nombres y sustitución de emblemas se extendió en las principales ciudades del país, unos con más aceptación y legitimación que otros. En diversos casos los nuevos nombres nunca consiguieron superar el peso de la tradición y las costumbres, como el de Plaza de la Independencia sobre el de Plaza Mayor. Este hecho, como muchos otros parecidos, tal vez se explique porque en esta estrategia de renombramiento primó más, como sostienen Pablo Ortemberg, «la ideología del reemplazo por sobre la ideología de la supresión» (2014, p. 256). De otra parte, esta política de sustitución y rebautizo tenía, asimismo, sus propios límites establecidos por la ambivalencia sanmartiniana respecto a la tradición cortesana colonial. Un claro ejemplo de esta situación se observa en la actitud adoptada en torno a la puerta del camino al Callao. En este caso, luego de sustituir los símbolos de la monarquía española, se decidió mantener las referencias al virrey don Ambrosio O’Higgins, padre del Libertador Bernardo O’Higgins, amigo de San Martín y Monteagudo.
Uno de los primeros proyectos de impacto a escala urbana emprendido por la naciente República fue indudablemente la propuesta de la reforma de la Calle del Teatro estipulada por el decreto del 26 de marzo de 1822. Si bien la obra no pudo ser ejecutada entonces, aquí se tiene un ejemplo elocuente en el que convergen todos los presupuestos del republicanismo laico y anticlerical hechos urbanismo, como un mensaje puntual de futuro para la capital del Perú y otras ciudades del país.
La obra para efectuarse requería expropiar primero parte de los terrenos del Convento San Agustín con el fin de proponer una nueva arquitectura y fomentar el teatro:
La América no era ántes sino un vasto campo de especulación para la rapacidad española [...]. En Madrid se decretaba lo que convenia á la América, y aquí solo se cumplia lo que estaba en los intereses de la Península y de sus mandatarios, que se hallaban bien satisfechos de que para complacer a su corte y aumentar su fortuna debían ser infractores de las mismas órdenes que recibían. [...] En semejante administración era natural que rara vez se emprendiese ningún proyecto útil al público, si esencialmente no importaba al enriquecimiento particular del que daba el impulso. Los Gobiernos Independientes de América animados de un interés nacional, que no podían tener los Españoles, han hecho á porfia reformas y progresos desde el año 1810, que jamás se habrían visto en el sistema colonial. El Perú está llamado por sus recursos, y por las circunstancias del tiempo á seguir una marcha mas acelerada en la carrera que ha emprendido. La administración actual medita sobre todo lo que interesa, como útil ó como necesario al bien público [sic] (decreto del 26 de marzo de 1822, citado en Oviedo, 1861, VI, pp. 240-241).
El decreto estipula las características morfológicas de la plazuela y los anchos de lo que debía ser una «gran calle». Las prescripciones al respecto son específicas:
Art. 1. Del terreno que ha cedido generosamente para el público el convento de San Agustín, se agregarán 13 varas á la calle del Teatro; demoliendo por cuenta del Estado el edificio que corte la recta, que se tire para dar á la calle la anchura de veinticinco varas. Art. 2. Se formará además una plazuela en frente de la puerta del teatro, cuyo ancho sea de 50 varas y 38 de fondo, desde la puerta del teatro hasta el muro que forme el semicírculo, demoliéndose también la parte del edificio comprendida en esta dimensión. Art. 3. Esta gran calle que se adornará de modo que sirva al mismo tiempo de paseo público, se denominará desde hoy la calle del 7 de Setiembre para que se perpetúe la memoria del dia mas caro á los Limeños [sic] (Oviedo, 1861, VI, pp. 240-241).
Más allá de algunos trabajos preliminares y la delimitación del terreno «cedido» por el convento, la reforma de la calle tuvo que esperar hasta las obras de 1845-1848 para adoptar parte del perfil urbano y arquitectónico inicialmente propuesto. Obras que se produjeron por iniciativa del propio convento en acuerdo con los señores Federico Barreda y Nicolás Rodrigo, quienes construyeron una edificación conocida entonces como el «Portalito de San Agustín», por la galería corrida que le otorgaba una imagen urbana sui generis para la Lima de entonces. La plazuela dedicada a enarbolar los valores republicanos imaginada por San Martín se inauguró recién quince años después como un espacio básicamente comercial con el Hotel del Universo y el café del mismo nombre convertidos en su epicentro24.
Otra iniciativa del periodo del Protectorado de José de San Martín dirigida a mejorar las condiciones de transitabilidad y reconfigurar simbólicamente la ciudad fue el proyecto para mejorar y enaltecer el espacio de ingreso y salida a Lima en dirección al puerto del Callao. El proyecto tenía un indiscutible contenido simbólico al introducir una «alameda interior» que permitía no solo la continuidad de la amplia y arbolada Alameda al Callao (construida en tiempos del virrey Ambrosio Bernardo O’Higgins, 1796-1801), con el núcleo central de la ciudad amurallada, sino que el Óvalo de la Reina podía dotarse de otro significado secularizado por el espíritu republicano. Se trata, sin duda, de otra operación urbanística que en conjunto —con similares objetivos que el de la Calle del Teatro— aspiraba a resignificar el espacio ritualizado del ingreso a la ciudad como una nueva interfaz de libertad y continuidad dilusoria entre