del poder como espectáculo público y celebración patriótica, el ritual de los homenajes a su figura, junto al de las manifestaciones destinadas a resaltar los valores republicanos, se convirtieron prácticamente en un asunto de Estado. La cuestión de las diversiones públicas y los espectáculos cívicos formaron parte de un proyecto social y urbano ilustrado en el que la comedia (el teatro), los desfiles, así como las fiestas de la independencia, la instalación de los árboles de la libertad y otras instalaciones efímeras, debían servir para enarbolar los valores de libertad, justicia, conciencia cívica, entre otros preceptos republicanos. Junto a la parafernalia de los arcos triunfales decorativos, carretas alegóricas, calles alfombradas de flores y las fiestas públicas de recepción del jefe supremo que recogía aquello que Mattos Cárdenas identifica como un gusto jacobino y napoleónico (2004, p. 197).
Junto a esta nueva dinámica urbana y como complemento a ello, Bolívar dispuso algunas medidas para proseguir iniciativas como las del proyecto de la reforma de la Calle del Teatro propuesta por San Martín y el levantamiento de monumentos en diversos espacios públicos. Durante su gestión se tomaron medidas para el arreglo de alamedas, paseos y jardines, así como la construcción de mercados cubiertos, baños públicos (como los baños de Yura, Arequipa) y espacios circunstanciales para los circos ecuestres. La creación de diversas escuelas y colegios, como el Colegio de Ciencias y Artes del Cusco, el Colegio de San Carlos en Puno y Colegio de las Ciencias y las Artes de la Independencia Americana en Arequipa, en edificios preexistentes implicaron indiscutiblemente un pensar la arquitectura educativa desde nuevas perspectivas ideológicas. En 1824, luego del triunfo de la Batalla de Ayacucho que sellaría definitivamente la independencia de España, Bolívar dispuso el levantamiento de una columna conmemorativa en el lugar de esta gesta, la pampa de la Quinua. Y en 1825, el Congreso decretó el reemplazo de la columna trajana de la Plaza de la Inquisición, «diseñada» por Bernardo Monteagudo en homenaje a José de San Martín, por un monumento ecuestre esta vez en homenaje a Simón Bolívar, el cual fue instalado recién en 1859 luego de una serie de controversias.
Caudillismo militar y la Confederación Perú-Boliviana. Territorio, ciudad y arquitectura sin país
Uno de los factores que contribuyó decididamente al debilitamiento de la República temprana fue el llamado militarismo encabezado por una serie de caudillos empoderados por los triunfos de Junín y Ayacucho y que, por tal razón, argüían derecho a todo. Pero esta no fue la única razón para tal situación. En medio de un tejido social desestructurado, la ausencia de un claro liderazgo civil republicano, una elite limeña y provinciana sumida en pugnas faccionales, y un contexto de conflictos limítrofes con Bolivia, Chile y la Gran Colombia, los militares encontraron el caldo de cultivo ideal para concretar sus ambiciones y desmanes. La lista es extensa: José de la Torre Tagle (1779-1824), quien ejerció el gobierno en cuatro oportunidades y murió en la fortaleza del Real Felipe, acusado luego de conspirar con los españoles contra la independencia; José de la Riva Agüero (1883-1858), designado como el «primer presidente» peruano; José de la Mar (1826, 1827-1829); Agustín Gamarra (1785-1841), dos veces presidente del Perú en 1829-1833 y 1838-1841; así como Andrés de Santa Cruz (1792-1865), dos veces presidente, 1826-1827, y luego, entre 1836-1839, Supremo Protector de la Confederación Perú-Boliviana29.
7 | Arco de Santa Clara. Cusco, 1835
Dibujo de Marco Carbajal Martell, 2020.
Más allá de las diferencias en términos de actuación militar y política, todos tenían algo en común: haber participado en la campaña emancipadora. Se autodenominaban los «señores de la República» o los «mariscales de Ayacucho». Cada uno de ellos creía encarnar, por ello, el derecho a representar los intereses de la naciente República y dirigir los destinos del país. Este hecho se cumplió de alguna manera para todos ellos, aunque sea por algunos días, tras convertir sus aspiraciones personales en un gran negocio vía los «impuestos de guerra» o la apropiación de inmensas propiedades de terrenos confiscados a la iglesia o a los españoles terratenientes.
Las pugnas intermitentes entre las diferentes fracciones políticas y los «ejércitos» privados de cada caudillo generaron tal anarquía e inestabilidad político-institucional, que se tradujo, entre otras cosas, en el hecho de que, entre 1821 y 1845, se sucedieran 53 gobiernos, seis constituciones y diez congresos convocados, disueltos o autodisueltos. Este es el resultado histórico del caudillismo autoritario y de esa «anarquía pestilente» a la que se refiere Eugène de Sartiges (1850), que caracterizó en estos términos la política de estas dos primeras décadas. La consecuencia más evidente y perniciosa del militarismo peruano poscolonial fue el obstáculo que representó para la formación del Perú como un Estado-nación libre, soberano y democrático.
Los gobiernos casi siempre provisorios que continuaron al de Bolívar, como el de Hipólito Unanue, José de la Mar, Andrés de Santa Cruz, así como de Agustín Gamarra, Luis José de Orbegoso o Felipe Santiago Salaverry y otros, prosiguieron —dentro de las mínimas posibilidades que existían, debido a la escasez de fondos, las pugnas caudillistas y la anarquía política institucional— con las tareas de rehabilitación de caminos, pueblos y saneamiento urbano. Se trataron siempre de pequeñas obras. Durante la jefatura de Andrés de Santa Cruz (1826-1827) se dispuso la reedificación de los «pueblos patriotas» de Santa Rosa de Saco, Chacapata y San Jerónimo de la Oroya, destruidos por los enemigos a la convocatoria de Santa Cruz. Un decreto del 14 de julio de 1827 aprobó similar medida, y por las mismas razones, para la ciudad de Huanta.
Siempre con el objetivo de mejorar la transitabilidad de los caminos y puentes, así como resolver el siempre grave problema del saneamiento urbano, el Congreso Constituyente de 1828 impulsó, por ejemplo, una serie de obras como la instalación de puentes en Tinta y Combapata, así como las obras de tajamar en el río de Sicuani y la rehabilitación y ampliación de las obras abastecimiento de agua y de saneamiento urbano en Tacna, Moquegua y Arequipa. En esta zona sur del país se impulsaron, asimismo, diversas obras de pequeñas irrigaciones para impulsar la actividad agrícola. Además, el 9 de setiembre de 1829, se dispuso la construcción de cementerios en Pachaguay y Pitay, en Arequipa. Por entonces tal vez los únicos proyectos de impacto nacional fueron el plan de construcción del muelle del Callao, tal como se estipula en sendos decretos del 30 de enero y 7 de mayo de 1830, y el camino a Pasco, por un decreto del 14 de febrero de 1832, con el objetivo de potenciar la explotación minera de la zona.
Las obras de ornato conectadas entonces a la cuestión del saneamiento fueron parte del incipiente programa urbano de los primeros años de vida republicana. Un caso interesante de reforma urbana se produjo en Arequipa y en Moquegua. En este caso el modelo de reforma de la Calle del Teatro fue replicado en 1829 con la propuesta de una nueva calle en Arequipa vía la expropiación de terrenos de propiedad del convento de Santo Domingo. El argumento alude a la:
[...] manifiesta utilidad pública en la apertura de la nueva calle que se trata de verificar en esta ciudad, aprovechándose al efecto de la huerta del convento de Santo Domingo, siendo además útil su enajenación á los Religiosos de dicho convento cuyas comodidades interiores en nada se perjudican con la separación del enunciado terreno [sic] (decreto del 10 de junio de 1829, citado en Oviedo, 1861, VI, p. 242).
Un caso singular representa la propuesta de apertura de nuevas calles en la ciudad de Moquegua, aprobada por la Junta Departamental de Arequipa, por decreto del 1o de setiembre de 1829. Los argumentos revelan la adopción y continuidad de los conceptos y principios tipológicos y estéticos del nuevo proyecto de ciudad republicana que se quiere construir. Las razones no solo aluden a las pésimas condiciones sanitarias de un lugar, sino también a valores como los de la belleza, la comodidad y el bienestar. El considerando II de la resolución confirma precisamente este parecer: «Que la dicha apertura influye en el aseo y dignidad de la población al paso que también consulta la utilidad y desahogo de los habitantes, su salubridad, bienestar y comodidad» (Acuerdo de la Junta Departamental de Arequipa, citado en Oviedo, 1861, VI, p. 242). Sobre la base de este y otros argumentos análogos, la resolución acuerda:
Art. 1. Se permita y apruebe la apertura de la calle que insinua el sindico personero de la benemérita ciudad de Moquegua