efecto de la crisis del empleo urbano y un mejoramiento relativo de la renta del trabajo agrícola. Como consecuencia de ello se registró cierto nivel de despoblamiento de las ciudades en contraste con el incremento de la población rural, debido, entre otros factores, a la disminución de la economía de subsistencia de bajos jornales en la costa y en las ciudades, así como la reducción de la oferta laboral, en contraste con un ligero incremento del empleo agrícola. Ello explicaría, entre otros factores, no solo el crecimiento de la población indígena registrada en la sierra durante los primeros años de la República, sino la «modernización» del campo en términos de infraestructura productiva y edilicia. En este periodo, mientras Lima y las principales ciudades del país se encontraban postradas y en un estado de crisis recurrente, el campo veía florecer chimeneas de progreso y arquitecturas nuevas o renovadas en su formato y lenguaje.
8 | Vista panorámica de Tacna
Dibujo de Leonce Angrand (15 de setiembre de 1849). Fuente: Angrand, 1972, p. 196.
9 | Vista panorámica de Arequipa
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (10 enero de 1845). Fuente: Rugendas, 1975, p. 236.
En gran medida las pugnas caudillistas y las demandas regionales se encuentran paradójicamente en la base de este fenómeno de incipiente modernización capitalista que se produce fuera de Lima y en varios sentidos contra Lima o a pesar de la capital del país, como aconteció en extremo con la Confederación Perú-Boliviana. Aquí lo que se encuentra en juego es el afán del control político como consecuencia de la pugna entre los intereses de un capitalismo mercantil premoderno (concentrado en Lima) y los hacendados o terratenientes de raigambre colonial, que se resisten a perder sus privilegios frente a los intereses de un capitalismo industrial comercial moderno (de extranjeros e intermediarios nacionales emplazados en el sur) que aspira a construir una nueva relación entre ciudad y campo en beneficio de la articulación al mercado internacional británico. Este desencuentro de intereses es el trasfondo de pugna entre los «liberales» y «conservadores», entre los republicanos y los monárquicos, entre la democracia y la monarquía.
La postración económica que siguió a la declaración de la independencia, más las pugnas internas del primer militarismo y el abandono de numerosas haciendas por parte de sus propietarios españoles, tuvieron un indudable impacto en la vida rural poscolonial. A ello habría que sumar la importación creciente de los textiles provenientes de Inglaterra, lo que representó un duro golpe a la producción obrajera. En este contexto, la arquitectura doméstica y productiva rural ingresó en una fase de reclusión y deterioro, con excepción de aquellas grandes haciendas u obrajes de Cusco, Huamanga, Puno y Áncash de propiedad de criollos y mestizos que lograron mantener cierta actividad productiva. Aconteció lo mismo con quienes se articularon a las exigencias productivas y económicas de las casas comerciales y de almacenaje, instaladas en Arequipa y Puno, bajo el control de comerciantes e intermediarios ingleses, franceses y alemanes.
La arquitectura de varias de estas grandes haciendas, de propiedad de la elite criolla, mestizos empoderados y uno que otro hidalgo español que optó por quedarse en el Perú, procesaba en su estructura y composición una voluntad proclive a incorporar sin reparos las «novedades» de una impronta neoclásica y una racionalidad tecnológica acorde con las exigencias del paisaje y los nuevos procesos productivos. Resultan interesantes las anotaciones que sobre las casas hacienda efectúa el vizconde francés Eugène de Sartiges durante su viaje por el Perú y Bolivia entre 1833 y 1835. A través de ellas, Sartiges nos devela un mundo de arquitecturas y paisajes impensables, como la modernidad de algunas instalaciones y el nivel de cultura de muchos de los hacendados. En su viaje de Arequipa a Puno le pareció sorprendente que en plena puna existiera una hacienda como la de Tincopalca, propiedad de un inglés dedicado a la producción lanera que había aplicado nuevas técnicas y procesos de trabajo. La misma impresión, pero con más dosis de asombro, le produjo la hacienda Guaripampa en la ruta Puno a Cusco. Sartiges advierte que se trata de una hacienda que:
[...] merece nombrarse. Muestra con orgullo un jardín a la francesa con avenidas rectas y empedradas, con setos de verdor y glorietas tupidas. Esas glorietas no están en su sitio en una parte de América en donde muchas veces el sol brilla solo un día a la semana. Mas el gusto por la hermosa sencillez no existe en parte alguna del Perú (1947 [1850], p. 57).
Otra hacienda que le causó una magnifica impresión fue la hacienda de Pacuta, de propiedad de un hidalgo español desafecto de la monarquía española y los años de independencia, que mantenía su hacienda con los cuidados que el viajero francés no había visto en otras similares. Sartiges comenta que fue acogido por su anfitrión con:
[...] amabilidad perfecta. Sirvientes numerosos y bien enseñados, profusión de agua y de fuentes de plata, lecho con docel de damasco rojo, vajilla de plata recamada con escudos de familia, viejos vinos embotellados: había allí todo ese lujo de buena ley que se encuentra aún en algunos antiguos castillos de Francia, en el fondo de Auvernia o de Perigord (1947, p. 57).
Haciendas como Auquibamba, situada cerca de Abancay, de propiedad de un allegado al mariscal Andrés de Santa Cruz, y otras ubicadas en la ruta Andahuaylas a Huamanga, le sugieren a Sartiges anotaciones similares. Pero en todas ellas el viajero no deja de expresar su profunda impresión de la «brutal superioridad» de los hacendados con la población indígena y cómo esta se halla sometida y embrutecida por el aguardiente y el chacchado de la coca.
Una impresión similar a la de Sartiges respecto a las haciendas como un singular ecosistema social de hacendados refinados, explotación esclavista, modernidad tecnológica y arquitecturas inusuales en medio de un país empobrecido, es el que nos depara Flora Tristán en Las peregrinaciones de una paria, un relato de su estadía en el Perú entre 1833 y 1834. Se trata de la hacienda-ingenio de caña de azúcar del hacendado M. Lavalle, ubicada a dos leguas de Chorrillos con cuatro molinos, un acueducto propio y la refinería correspondiente, donde habitan «cuatrocientos negros, trescientas negras y doscientos negritos» (2003 [1838], p. 508). Entre una mezcla de asombro e indignación describe el complejo como uno de los mejores del Perú:
M. Lavalle ha hecho construir para sí una de las casas más elegantes. No ha economizado nada para su solidez y embellecimiento. Este palacete manufacturero está amueblado con gran riqueza y es del mejor gusto: alfombras inglesas, muebles, relojes y candelabros de Francia; grabados y curiosidades de la China; en fin, se ve allí reunido todo lo que puede contribuir a la comodidad de la existencia. M. Lavalle ha hecho construir también una capilla de buen gusto, sencilla, bastante espaciosa como para contener mil personas y con decoraciones muy apropiadas (2003, p. 514).
Sin los pormenores de una descripción completa de la casa hacienda, Archibald Smith también resalta las características productivas de algunas haciendas cercanas a Huánuco. Entre otras haciendas, le causó una magnífica impresión la hacienda Quicacan:
La bella hacienda o finca de Quicacan, del coronel Lúcar es un modela de industria y método según el estilo del país, y hasta donde sabemos, la muy distinguida familia de Echegoyen tiene en Colpa Grande la mejor hacienda de caña en el interior del Perú la cual se extiende nueve o diez millas a lo largo de las riberas del río, desde la ciudad de Huánuco hasta las cuestas que llevan a la montaña (2019, p. 196).
Muchos de los obrajes y casas hacienda ubicados en la costa y la sierra no distarían de los contrastes entre edificaciones patriarcales dotadas de modernidad inesperada en medio de un paisaje casi inexplorado y las deplorables condiciones de la población indígena. Aun así, se tendría que reconocer que la arquitectura de los obrajes del eje Cusco-Puno, de la zona de Vilcashuamán en Huamanga o de la zona de Conchucos, en Áncash, entre otros tantos repartidos en el territorio, probablemente irradiaban cierta mayor vitalidad respecto a la pesadumbre y el desconcierto poscolonial urbano.
Lo mismo debía acontecer por entonces, y después de la década de 1850, en las haciendas Huayoccari, Paucartica, Chuquicahuana o Quispicanchis en el Cusco. La hacienda Urcón en Áncash es otro ejemplo destacado. Podría señalarse lo mismo de