el Protectorado son evidentes las continuidades del lenguaje ritual y plástico (por ejemplo, las equivalencias en la arquitectura efímera entre la estatua ecuestre de San Martín y la estatua del rey), se presentan imbricados importantes elementos de ruptura con el antiguo régimen. Proliferan los proyectos de monumentos permanentes, concebidos como nuevos soportes de la memoria colectiva (2014, p. 356).
La arquitectura es poder por ser hecha, casi siempre, desde el poder y el afán de construir una huella imperecedera para este. La recusación a lo viejo y el anuncio de un mundo nuevo como lo acontecido con algunas revoluciones políticas trae consigo previsiblemente nuevas arquitecturas y ciudades. Pero no siempre sucede así en el acto: como ya lo he dicho, las épocas de cambio a veces no generan inmediatamente cambios de época.
¿Aconteció lo mismo con la ciudad y la arquitectura de las primeras décadas de la vida republicana? Si existe algún vínculo entre José de San Martín y Simón Bolívar es que las propuestas de orden territorial y urbano se fundamentan en una racionalidad utilitaria y práctica inherente al pensamiento ilustrado, así como en una postura liberal con matices particulares. Como sostiene Leonardo Mattos-Cárdenas ambos «reflejan doctrinas liberales y algunas ideas del primer socialismo. Las ideas para una ciudad-capital, para una Canal de Panamá, para la conservación de monumentos y del ambiente parecen inspiradas en el utopismo» (2004, p. 179). Bajo estos presupuestos ideológicos el fomento a la descentralización territorial y reestructuración político-administrativa del territorio y las ciudades, así como la edificación de los nuevos equipamientos y símbolos de la República se encontraban supeditados al programa ilustrado del buen gobierno.
Si bien ambos libertadores compartían estos ideales de base, es posible que Simón Bolívar sea quien haya contado durante este periodo fundacional de la República con un mejor aparato conceptual y operativo respecto a los dominios de la arquitectura, el urbanismo y el manejo territorial. Sin embargo, más allá de este reconocimiento, e independientemente de los factores de contexto militar, político, social y económico, lo concreto es que la República temprana, entre 1821 y 1840, no pudo concretar casi ninguna obra importante en materia de arquitectura y urbanismo. Ello a diferencia de la magnitud y lo polémico de los severos cambios producidos en la escala del territorio nacional, como es el de su fragmentación y cercenamiento, así como la nueva organización política administrativa que perdura hasta la actualidad en sus fundamentos estructurales.
La ciudad y la arquitectura de este periodo inicial parecían detenidas en el tiempo, pero más deterioradas y opacas de vida que en los últimos años del régimen colonial, tal como lo reconocen los viajeros de la época. Pero ello no niega, sin duda, que algo nuevo estaba intentado emerger. El hecho de que no se pudiera haber construido nada nuevo, tampoco significa que esa «arquitectura hablada» enunciada por nuestros precursores no estuviera prefigurando —desde el decreto de San Martín de la Calle del Teatro hasta los proyectos de las calles arboladas en diversas ciudades pasando por los primeros «paseos» de la República— las bases de una nueva arquitectura y paisaje urbano para la República. Ya el acto, aunque sea retórico, de transmitir el mensaje del advenimiento de una nueva visión y modo de proyectar la ciudad, sus espacios públicos y monumentos, es una señal de cambio. En un sentido u otro, es lo que se produjo de modo intermitente durante los difíciles y confusos primeros años de nuestra vida republicana.
República de inicio: ¿mutatis mutandis?
La instauración de la República no trajo consigo el advenimiento de una Neue Welt radicalmente distinta al del régimen colonial. Este se mantuvo vigente casi hasta fines del siglo XIX en diversos sectores de la vida social, la cultura cotidiana y sobre todo en el dominio de las subjetividades. Exceptuando la conocida resistencia cultural de lo construido a la asimilación y extroversión de los cambios, uno de los ámbitos en los que —más allá de los trasvases de cometidos, contenidos y emblemas— se mantuvo vigente la tradición virreinal durante el siglo XIX republicano, fue el de las formas, los protocolos y comportamientos en las relaciones entre el poder, la autoridad y los ciudadanos.
La declaratoria pública de la independencia el 28 de julio de 1821, al ser uno de los eventos más significativos de la gesta emancipadora debía haber emitido un mensaje concluyente de renovación radical de contenidos y formas en el dominio de los rituales del poder. No fue así. En los hechos fue el primer acto público de motivación republicana en revelar de un modo elocuente el nivel de pregnancia gestáltica de la tradición monárquico-cortesana entre los líderes de la independencia y sus apetencias más profundas.
El acto de proclamación de la independencia por parte del Libertador José de San Martín el 28 de julio de 1821 fue perfectamente planificado en función de los protocolos, códigos de comportamiento y la puesta en escena dispuestos para anunciar las proclamaciones reales durante el virreinato y, en especial, en la ceremonia realizada con ocasión de la proclamación de la Constitución política de la monarquía española jurada en la Corte de Cádiz el 19 de marzo de 181231.
12 | Plaza y mercado de Tacna
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (29 y 30 de noviembre de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 217.
13 | Plaza de Quiquijana. Quispicanchi, Cusco
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (¿3 de diciembre de 1844?). Fuente: Rugendas, 1975, p. 223.
Aparte de la simetría entre este evento simbólicamente fundacional de la República y su antecedente virreinal en cuanto acto celebratorio, San Martín, Bolívar y los caudillos militares repitieron con otros contenidos los mismos protocolos, gestos y parafernalia celebratoria correspondientes en tiempos del virreinato a los rituales de ingreso y los rituales de envestidura, todo ello como una forma de construcción de autoridad y reforzamiento del poder. En este caso las fronteras entre el «vocabulario monárquico-cortesano» y aquel correspondiente al «vocabulario cívico-liberal» (Ortemberg, 2014, p. 203) podían tornarse tan difusas como los límites del espacio público en una ciudad sin demasiado valor de lo público: la misma ciudad, la misma arquitectura y los mismos rituales del poder, esta vez con nuevos personajes y otras alocuciones vaciadas, en muchos sentidos, de contenido y lealtad.
Para un país cuya independencia se pudo lograr, finalmente, por la intervención de ejércitos extranjeros y no por la acción de los propios peruanos, el proyecto de construcción de una República liberal se encontraba apenas en la propuesta de una reducida elite ilustrada y liberal. El edificio colonial se mantenía en el Perú inexpugnable a prueba de toda rebelión tras la cruenta represión ejercida por el poder colonial desde las insurrecciones del siglo XVIII. La casa colonial se había convertido casi en una piel cultural «natural», que no podía ser siquiera cuestionada ni reemplazada por un futuro entonces totalmente incierto. Aquella subjetividad cincelada durante casi tres siglos de dominación había dejado profundas huellas de una dependencia simbólica, que se hizo más patente en las dos primeras décadas de iniciada la República, en medio de una profunda situación de vulnerabilidad social provocada por la guerra, la gran depresión económica y la ausencia de una dirección estable y coherente con los valores republicanos.
Las dos primeras décadas que siguieron a la declaración de la independencia significaron, por ello, la construcción de una «edificación» que se hizo inevitablemente precaria, sin cimientos estables y con habitaciones desconectadas, sin mecanismos o espacios de intermediación. Todo ello por carecer, primero, de un «proyecto» de origen validado social y operativamente y, segundo, por tener ante sí facciones de caudillos que, a modo de arquitectos incompetentes, empezaron peleándose por autorías de un proyecto y «dirección de obra» de una edificación que casi nadie entendía cómo construirla de manera segura, salvo el hecho de saber que sí se podía medrar a costa de ella para saciar los apetitos individuales. La única certeza: que si se le dotaba al edificio de un estilo y una solemnidad a la antigua podía tener algún éxito de venta ante la conocida avidez cortesana de la elite limeña por el boato estridente y los títulos nobiliarios reales o falsos.
La República no surge ni es consecuencia