Wiley Ludeña

Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021


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muy distantes el impacto de ese nuevo lenguaje arquitectónico inaugurado por Matías Maestro, no solo en sus numerosas obras de remodelación de las iglesias de Lima, sino en dos de sus obras civiles más significativas: el Cementerio General de Lima y la Escuela de Medicina de San Fernando. Esta era la situación del Perú y sus ciudades hasta mediados del siglo XIX respecto a la de otros países y ciudades de América que tuvieron otro destino menos crítico, caótico o de postración económica, como en México, Buenos Aires o Santiago de Chile. Sobre todo México, tras la Constitución en 1785 de la Academia de San Carlos de Nueva España, que impuso e irradió con determinación el decálogo neoclásico como el nuevo estilo arquitectónico de la Ilustración a través de una generación de arquitectos e ingenieros como Manuel Tolsá y Miguel Constansó, entre otros.

      Tras una intensa, agitada e influyente trayectoria como precursor de la independencia, científico reconocido, representante político y eficiente gestor durante los primeros años de la república, Hipólito Unanue optó en los últimos años de su vida por el retiro en su hacienda de Cañete, donde falleció el 15 de julio de 1833. Este abandono del mundo urbano para su reclusión rural probablemente encarne diversos mensajes, pero una sola certeza: que Lima y el paisaje urbano del país se encontraban tan lejanos de esa épica y estética republicana que seguramente él, y los otros precursores y próceres de la independencia habían soñado alguna vez. Quien había ocupado casi todos los cargos más importantes de los primeros gobiernos de la República había elegido el mundo apacible de un campo que, sin grandes cambios respecto a su matriz colonial, podía lucir aún como imagen paradójica —en contraste con el paisaje aldeano y de anomía cultural de la ciudad— los contornos de cierta avanzada arquitectónica republicana. Su casa hacienda en Cañete, heredada del español liberal Agustín de Landaburu y Belzuncede como retribución a su maestro peruano, es eso: el paisaje de un universo impregnado de neoclasicismo republicano, operado con rigor y cierta escala monumental. Metáfora perfecta de una república evocada como retiro civilizado de una república incierta e irrealizable hasta cierto punto. Después de 1840 su hijo, José Unanue de la Cuba, asentó en las inmediaciones los fundamentos de otra casa hacienda que luego se convirtió en el «Palacio Unanue» que, en su autoafirmación y eclecticismo de añoranza morisca, con cierta gestualidad neoclásica y un pintoresquismo romántico se hizo igualmente imagen perfecta de esa hasta entonces república esquiva, ingobernable, retorcida en intereses y desencuentros múltiples. Con todo, el Perú de 1840 ya no era el mismo país que el de 1821.

      1 El texto es parte de una investigación desarrollada por el autor entre 2019 y 2020 con el título «Ciudad, urbanismo y arquitectura. Doctrina, proyectos y obras de la República temprana. 1821-1840», con el auspicio del Centro de Investigaciones de la Arquitectura y la Ciudad (CIAC) de la PUCP. El texto en toda su extensión es original e inédito.

      2 Carmen Mc Evoy en su En pos de la República. Ensayos de historia política e intelectual, encuentra que el destierro del vocabulario e imaginario general de la palabra «república» para designar también nuestro tiempo presente, así como la identificación del siglo XIX con el pasado y la tradición, tiene como origen las consignas adánicas de la Patria Nueva leguiista referidas al origen del Perú moderno. Su evaluación es concluyente: «El momento de quiebre del proyecto republicano ocurre en la redefinición conceptual del término “republica” y su sustitución por “Patria Nueva” en el temprano siglo XX» (2013, p. 18).

      3 Para otros autores este periodo inicial concluye en 1845 con el fin del primer militarismo y el inicio del gobierno de Ramón Castilla (1845-1851), un periodo de relativa estabilidad y el inicio de la construcción de un Estado-nación. Se trata de una demarcación temporal pertinente si es que se reconoce la persistencia en los primeros años de la década de 1840 de todos aquellos factores que caracterizaron al militarismo autoritario y el desgobierno correspondiente. Sin embargo, en este caso, hace más sentido optar por una demarcación temporal que tome como referencia aquel factor económico que tuvo un impacto fundamental en la transformación del territorio, las ciudades y la arquitectura: el inicio del negocio guanero. Tomando como referencia las estimaciones sobre la evolución de la economía peruana y el negocio guanero de Heraclio Bonilla y Shane Hunt, Jorge R. Deustua establece el periodo 1840-1852 como la etapa temprana del comercio guanero y, la etapa 1852-1878, como la fase madura del mismo (2011, p. 201).

      4 En referencia a este periodo inicial, también puede mencionarse a Manuel Cuadra, quien resume el periodo antes del boom guanero en pocas líneas para referirse brevemente a la intervención conocida de la reforma de la calle del teatro señalando la recusación al modelo colonial de plaza para optar por una medialuna al centro de la cuadra al estilo de los crescents ingleses (2010 [1991], p. 29). Si bien el periodo de análisis corresponde al de las reformas borbónicas en el mundo urbano del siglo XVIII, así como las crisis higiénicas y de habitación en la Lima después de la segunda mitad del siglo XIX, los estudios de Gabriel Ramón Joffré ofrecen marcos de referencia y valoraciones específicas sobre determinados aspectos de la realidad urbana del periodo temprano de la República, 1821-1850 (1994, 2000, 2010 y 2017). Jesús Cosamalón se ha ocupado igualmente del siglo XIX con referencias de contexto y específicas en la relación ciudad-sectores populares del periodo temprano de la República (2004 y 2017).

      5 Para indagar sobre los planteamientos de Simón Bolívar y la producción arquitectónica y urbanística de los primeros años de vida republicana de Leonardo Mattos-Cárdenas véase Mattos-Cárdenas, 2004. Sobre las iniciativas en materia de arquitectura y urbanismo de Confederación Perú-Boliviana véase Gutiérrez, 1983. La lectura del siglo XIX peruano por Ramón Gutiérrez se traduce en la subdivisión de este primer periodo poscolonial en dos momentos: el correspondiente a la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y el iniciado por el gobierno de Ramón Castilla desde su primer gobierno en 1845-1851 (1983, p. 377 y ss.). A diferencia de este segundo referente, que representa en efecto el inicio de una etapa distintiva en la arquitectura y el urbanismo poscolonial, la mención a la Confederación Perú-Boliviana como un periodo definido resulta en cierto sentido desproporcionado. Propuesto así, podría suponerse que antes de la jefatura del mariscal Andrés de Santa Cruz no se habría producido alguna expresión de arquitectura, urbanismo o arte urbano. Si bien no se produjo casi ninguna gran obra en términos de urbanismo y arquitectura, la serie de monumentos y arcos conmemorativos ejecutados durante el periodo de la Confederación representan la fase culminante de una tradición de obras similares iniciada por el propio José de San Martín desde 1821 y continuada luego por Simón Bolívar y los gobiernos subsiguientes.

      6 Tras el éxodo de la nobleza española y las órdenes religiosas, poseedoras de enormes cantidades de territorio bajo el control de las haciendas, la aristocracia de la tierra durante la República temprana estuvo constituida por algunos nobles españoles que decidieron quedarse en el Perú, algunos de ellos de ideas liberales; como de mestizos ricos, que, como los describe Johann Jakob von Tschudi, era un «hacendados perezosos», así como un conjunto de españoles (la mayoría de ellos militares de mediano y bajo rango), afincados en la sierra tras la independencia y dedicados al comercio o convertidos en hacendados por matrimonio. Respecto de estos últimos, Tschudi señala que se trata de personajes que «pretenden ser hombres cultos de la manera más ridícula, con orgullo ilimitado, su ignorancia aún mayor y su presunción repugnante» (2003 [1846], p. 305).

      7 Según diversas fuentes, como anota Alberto Flores Galindo, en 1824 existían en el Perú 36 casas comerciales inglesas, 20 estaban ubicadas en Lima y 16 de ellas en Arequipa. El 50% del comercio exterior del Perú estaba destinado a Gran Bretaña, mientras que el 95% de las importaciones lo constituían textiles ingleses, lo que trajo consigo la ruina de la producción artesanal: «La fragilidad económica, la debilidad administrativa y el desorden y anarquía política, facilitaron la rápida expansión británica» (1980, pp. 118-119).