era continuamente los teatros de las mas desastrosas correrías por ambos partidos, de suerte que en dos ó tres años la ruina y la devastación vinieron á usurpar el lugar en que abundaba todo lo que podía desearse para suplir las necesidades y conveniencias de los desgraciados habitantes. Lima pasó por la primer terrible prueba con alguna mas dicha que los pueblos vecinos, pero con el tiempo le tocó una gran parte de la calamidad general. El edificio social fue conmovido hasta los mismos cimientos. Los destierros, las confiscaciones y los préstamos forzosos redujéron á la mendicidad á las mas opulentas familias. Vajillas, muebles, y cuanto había de valor, todo era sacrificado para cubrir las necesidades del momento, y muchos ejemplos hubo de ver las espléndidas casas de los ciudadanos ocupadas por soldados de fortuna» [sic] (1835, pp. 8-9).
17 Alexander von Humboldt se sorprende de una situación de decadencia social y cultural de Lima no solo respecto de La Habana o Caracas, sino en comparación con Arequipa: «No vi casas magníficas, ni mujeres vestidas con lujo, y sé que la mayor parte de las familias están totalmente arruinadas. La razón oculta de esta situación reside en las enemistades sociales y la pasión del juego. Excepto un teatro (mediocre y poco concurrido) y una plaza de toros (muy vistosa), no existe ninguna otra diversión. En el paseo, se suelen encontrar apenas tres calesas. Por la noche, la suciedad de las calles, adornadas con perros y burros reventados, añadida a las irregularidades de la calzada, estorba el tránsito de los coches. El juego y las disensiones entre las familias (esas funestas disensiones alentadas por el gobierno y que hacen inhabitables poco a poco una de las más bellas regiones de la tierra) aniquilan toda vida social. En la ciudad de Lima, no hay ni una tertulia a la que acudan más de ocho personas» (1980, p. 92) Añade valoraciones como estas: «En la propia Lima no puedo estudiar sobre el Perú. Aquí nunca se puede trabajar sobre materias relativas a la felicidad pública del reino. Lima está más alejada del Perú que Londres y mientras que por otras partes de América nadie peca por exceso de patriotismo, yo no conozco ninguna otra comarca en que este sentimiento es más débil. Un egoísmo frio gobierna a todas las personas y lo que no perjudica a uno no perjudica a nadie» (p. 93).
18 La descripción que realiza Robert Proctor de la casa de gobierno es lacónicamente veraz: «El palacio o casa de Gobierno, donde al principio el virrey mantenía su rango, ocupa una manzana entera de 150 yardas por costado. Es edificio antiguo, revocado y feo, de color rojizo, con la entrada principal a la plaza, y otras tres calles, cada una de las cuales forma un costado: las tiendas más ruines semejantes a las de nuestros tratantes ingleses en artículos navales o hierro viejo, ocupan lo que puede llamarse piso bajo en los dos frentes principales de este edificio; de ahí que el conjunto tenga un aspecto de desdicha y grandeza venida a menos. Adentro el moblaje y los apartamentos de gobierno corren parejas con el exterior; las habitaciones son largas y angostas, pero algunas aun ostentan reliquias de deteriorada magnificencia. Ahora se usan principalmente para oficinas que atienden el despacho de los asuntos públicos. Los patios tienen fuentes y los jardines están trazados de manera muy regular» [sic] (1920, p. 84). La decisión de José de San Martín y Simón Bolívar de no ocupar y despachar los asuntos de gobierno desde esta casa seguro tiene que ver con esta deplorable situación del edificio, pero también con el interés de constituir otras nuevas centralidades del poder republicano. Incluso José de la Riva-Agüero prefirió despachar como presidente del Perú en los meses de su gobierno (1823) desde su casona señorial. Casona que de seguro era de las pocas que había sido renovada —como destaca Robert Proctor en su crónica— en esos días de crisis y miseria extendida. La situación de precariedad e imagen sombría de la casa de gobierno no había cambiado una década después, lo que ratifica el nivel de postración y ruina en la que se encontraba la economía del país. Flora Tristán, tras su visita a Lima, en 1834, no deja de expresar su asombro y desagrado al respecto: «El palacio del presidente es muy vasto, pero tan mal construido como mal ubicado. La distribución interior es muy incómoda. El salón de recepciones, largo y estrecho, parece una galería. Todo mezquinamente amueblado. Al entrar pensaba en Bolívar y en lo que mi madre me había referido. Él, a quien le gustaba el lujo, el fausto y el aire ¿cómo había podido resolverse a ocupar ese palacio que no valía ni la antecámara del hotel que habitaba en París?» (2003 [1838], p. 486).
19 Sobre esta cuestión de espacios renombrados o resignificados en su uso y formato, es menester recordar que todos aquellos espacios renombrados con el sustantivo «constitución», como la Plaza Constitución en Lima y Huancayo, o una infinidad de calles Constitución en diversas ciudades grandes y pequeñas del Perú, provienen —como bien nos lo recuerda Pablo Ortemberg— de la extensiva campaña de renombramiento de espacios públicos que se produjeron por la promulgación de la Constitución de Cádiz de 1812. Incluso la Plaza Mayor de Lima, epicentro de la publicación de dicha constitución, fue rebautizada como «Plaza de la Constitución», tal como reza en una plaza colocada por el Conde de La Vega del Rhen. «Antes de imaginar un programa de monumentos, las cortes [de Cádiz] decretaron rebautizar el espacio de la monarquía según las coordenadas de la nueva era. Determinaron que las plazas donde se hubiera jurado la constitución pasaran a llamarse “Plaza de la Constitución”. De este modo el centro del poder de la “ciudad letrada”, el espacio de sociabilidad por excelencia, se convirtió en el primer monumento de la libertad política» (2014, p. 221). Esta breve primavera liberal terminó cuando Fernando VII, de vuelta al trono tras la derrota del ejército de Napoleón y la expulsión de España de José I Bonaparte, se negó a suscribir, en 1814, la Constitución de Cádiz. Al restituirse el absolutismo y la normalidad monárquica, uno de sus primeros decretos fue el cambio de nombres de «Plazas Constitución» por el de «Real Plaza de Fernando VII». Este hecho no tuvo mayor correlato en una América que empezaba a lograr una mayor autonomía y prerrogativas simbólicas respecto a Madrid.
20 Es posible que pueda parecer excesivo adjudicarle a Bernardo Monteagudo la condición de un pensador y operador consciente en temas de urbanismo y arquitectura, al momento de ejercer la función pública de acompañar a José de San Martín (1821-1822) y a Simón Bolívar (1824-1825). En ninguno de los textos, en su memoria de gestión (1822) y testimonio de «defensa» de su gestión (1823), en los que él da cuenta de las razones y acciones emprendidas durante su participación en las jefaturas de San Martín y Bolívar, aparece una referencia explícita a la arquitectura, el urbanismo o la ciudad. Sin duda, los temas más importantes tienen que ver con los asuntos de la guerra, la hacienda, los tributos, los nuevos tribunales y la administración del Estado. Las únicas referencias laterales se producen como información de contexto para validar una u otra medida. En «Exposición de las tareas administrativas del gobierno, desde su instalación hasta el 15 de julio del año 1822» (1822), puede advertirse aquella visión de Lima que justificaría seguro gran parte de las medidas adoptadas para revertir la situación de crisis y abandono en la que se encontraba: «La situación de esta capital exigía bien los miramientos con que fue tratada, no solo por las ideas de justicia que animaban a los Libertadores, sino por el derecho que le daba su deplorable decadencia [...] todo presentaba un cuadro de dolor, de aniquilación y de desorden» (Monteagudo, 1916, pp. 217-218). Monteagudo en realidad, no tenía el mejor de los conceptos sobre Lima, tal como queda evidente en una carta-propaganda del 23 de enero de 1812 en la que no se ahorró ningún adjetivo para señalar que Lima se ha convertido en: «[...] ese pueblo de esclavos, en ese asilo de déspotas, en ese teatro de la afeminación y blandura, en esa metrópoli del imperio del egoísmo» (1916, p. 120). Ya en Lima, emprendió con cierta obsesión una especie de extirpación de idolatrías al revés. Es en esta dimensión de la arquitectura no enunciada explícitamente, pero expresada por inferencia, que Monteagudo revela un conocimiento o intuición sorprendente sobre el poder simbólico de la transformación y reconfiguración de determinados espacios y edificios de la ciudad. Sobre esta cuestión y el afán de Monteagudo por refundar la República en plano de la subjetividad colectiva, él mismo se encarga de señalar: «[...] que conociendo el gobierno el influjo que tienen los nombres sobre las ideas, y que la dignidad de las cosas nace de las palabras que se adoptan para caracterizarlas, se ha variado la denominación de los nuevos funcionarios