Wiley Ludeña

Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021


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una invasión de construcción precaria donde la ausencia de proyecto o diseño previo se ve reemplazada generalmente no por otro diseño sino por una sucesión siempre desordenada de acciones e intervenciones que lo único que garantizan es el estado de precariedad permanente. En circunstancias como estas lo más conveniente es asirse de la tradición y las convenciones establecidas.

      En términos de las estructuras sociales y económicas, el Perú republicano mantuvo, por ello, durante la República temprana prácticamente el mismo cuerpo colonial pero investido de otro ropaje. Como sostiene José Ignacio López Soria:

      La vida republicana se asienta, pues, sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la sociedad colonial. La república se construye de acuerdo al esquema tradicional: aristocracia de la tierra feudalizante y autonomista, burguesía comercial reducida pero nutrida de privilegios, sector intelectual escasamente conocedor de nuestra realidad, militares ávidos de poder y con las miras puestas en las tierras abandonadas por los españoles y una enorme masa de indios, mestizos, negros y mulatos sin estatus ciudadano (1980, pp. 104-105).

      ¿Por qué no se produjo un cambio significativo de la ciudad y la arquitectura durante los primeros años de la República? La postración económica y la anarquía política generada por las guerras civiles promovidas por el caudillismo autoritario y conservador no lo explican todo. La clave de la respuesta se encuentra en el hecho de que si bien es cierto que se produjeron dos cambios estructurales (cancelación definitiva del dominio colonial español y el abandono de las formas de organización político-territorial), la inexistencia de una clase social cohesionada con liderazgo y legitimidad no permitió constituir de manera convincente ni una «República de indios» ni una «República liberal burguesa». Los sectores —la elite criolla urbana de medianos y pequeños propietarios, los profesionales liberales, además de la elite criolla provinciana— que desempeñaron el trabajo duro de la campaña emancipadora terminaron siendo fagocitados tanto por la aristocracia de la tierra, señorialista, profeudal, como por aquellos miembros de la elite criolla articulada económicamente a los intereses del gran capital comercial y el capitalismo industrial británico.

      Este entramado social de intereses contrapuestos lo que hace evidente es que, contra lo afirmado por la historiografía oficial de la independencia, la lucha emancipadora no representa una épica gloriosa de un país en el que todas las clases sociales se encontraban unidas por un único espíritu emancipador y una sola voluntad colectiva sin distingos de ningún tipo. La realidad histórica nos revela todo lo contrario: que la campaña de la independencia fue un tenso campo de fuerzas de múltiples intereses contrapuestos o en permanente trasvase de intenciones y fidelidades sociales y políticas.

      Se encontraban lejos un Hipólito Unanue y el sector que él representaba involucrado plenamente en la tarea de promover una ciudad más higiénica o de las imágenes limpias de una arquitectura neoclásica para el Colegio de Medicina de San Fernando (1811). Lo que había quedado como sujeto social dominante de la depuración republicana fueron apenas estos dos sectores más interesados en sobrevivir que en liderar una nueva narrativa arquitectónica. Una de las razones más importantes: la expatriación de todos los capitales y ganancias de los grandes comerciantes limeños y muchos de provincias a sus casas matrices.

      Los años iniciales de la República fueron, sin duda, tiempos contradictorios y un crispado campo de fuerzas en los que el apego a la tradición o su impugnación radical se encontraban en constante pugna. Y, en medio de estos dos polos, se encontraban propuestas que estaban gestándose ya desde muchos antes de la declaratoria de la independencia, al menos en el ámbito de cierta renovación en el lenguaje de la arquitectura virreinal civil y doméstica estructuralmente barroca. Un destacado ejemplo lo constituye la obra de Matías Maestro, quien muchos años antes de que la naciente República promoviera el vocabulario neoclásico como el ideal surgido de la Revolución francesa, la racionalidad ilustrada y las celebraciones napoleónicas, había empezado a plasmarlo en una diversidad de obras emblemáticas. Antes de que fuera invitado por San Martín a hacerse cargo de reconfigurar la imagen de Lima, se había encargado, desde inicios del siglo XIX, de diseñar los nuevos retablos mayores de la Catedral, la Iglesia de San Francisco, la Iglesia de San Pedro, entre otras, así como ofrecer un pequeño manifiesto riguroso de neoclasicismo académico en su Iglesia de Santo Cristo de las Maravillas. Sus dos obras civiles más importantes fueron indudablemente el Cementerio General de Lima (rebautizado como Matías Maestro en su honor), un diseño de 1808 en clave de reinterpretación serliana en la estructuración del atrio, la capilla y el propio cementerio. La otra obra, el Colegio de Medicina de San Fernando, de 1811, ubicado al borde la Plaza de San Ana y concebido con una composición de simetría controlada y codificación neoclásica en escala equilibrada con el entorno preexistente.

      La obra de Matías Maestro revela que no toda la innovación y los cambios se produjeron luego de la instauración del régimen republicano, ni el legado virreinal desapareció totalmente, sobre todo en el dominio de las subjetividades y de los rituales del poder y la continuación de este. El ámbito de los códigos escenográficos y las arquitecturas efímeras que acompañaron los rituales del poder colonial y luego republicano son un extraordinario ejemplo en el que pueden observarse las tensiones entre monarquía y republicanismo, entre proteccionismo y liberalismo, y entre el orden estético de un absolutismo tambaleante y el de una república incierta.

      Las primeras señales de recusación de los formatos y protocolos de los rituales del poder colonial con implicancias en el mundo de las imágenes empezaron a producirse desde fines del siglo XVIII, en medio del desmoronamiento del régimen colonial y la monarquía en España y una represión sangrienta a toda señal emancipadora. En este contexto empezaron a construirse las primeras evidencias de una nueva ritualidad política identificada con la racionalidad ilustrada y el proyecto liberal de sociedad. La aparición de nuevos emblemas y conceptos como el de «patria» y «ciudadano», y todos aquellos valores promovidos por la independencia de los Estados Unidos (1776) y la Revolución francesa (1789), empezó a conformar un nuevo vocabulario cívico-liberal que, como advierte Pablo Ortemberg (2014), se tradujo, entre otros aspectos, en el abandono gradual de los célebres «arcos triunfales» que a modo de arquitecturas efímeras solían ser ofrecidas por las corporaciones virreinales en ocasiones especiales. Los arcos empezaron a ser reemplazados por las «pirámides patrióticas», las «columnas» celebratorias y el desfile de retratos —que estaban restringidos a los retratos del monarca y otros personajes de la aristocracia colonial— para honrar a destacados personajes liberales y actores de la gesta emancipadora. Otra novedad de las nuevas fiestas del poder en el campo de las tensiones monarquía-liberalismo fue la instauración del lanzamiento de globos aerostáticos como símbolo de modernidad y elevación del espíritu americano (2014, p. 207). La costumbre de lanzar globos aerostáticos se extendió hasta muy entrado el siglo XX sobre todo en diversas ciudades andinas.

      Los rituales del poder de inicios de la República durante el Protectorado sanmartiniano, la dictadura bolivarista y los rituales del caudillaje militar se encuentran aún impregnados de recursos simbólicos de la escenografía, los protocolos y códigos comportamentales de la sociedad colonial. Sobre todo, del montaje y estética de los rituales aristocrático-cortesanos resignificados por