Wiley Ludeña

Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021


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Por ello, hemos escuchado bendecir a la compañía mucho tiempo después de que sus agentes tuvieran que despedirse de esas regiones de riquezas subterráneas, por la introducción de dichas comodidades a las moradas y hogares de los mineros (2019, p. 179).

      Las primeras señales de reactivación económica en las arcas del Estado a partir de la década de 1840 no se destinaron en un principio a la construcción de infraestructura o edificios de gran formato. Se dirigieron a financiar la creación de nuevas alamedas o el mejoramiento de los principales espacios públicos de la ciudad. La formación de la Alameda Bolognesi, de casi dos kilómetros de largo, en Tacna, es un ejemplo de esta primera generación de obras que empezaron lentamente a llenar de vida a las ciudades peruanas, casi todas ellas sumergidas en una profunda crisis, abandono y desolación desde los años de la guerra de la independencia. La emblemática alameda tacneña fue construida por iniciativa de Manuel de Mendiburu en 1840, en su condición de prefecto de Tacna. En la época de auge comercial, se edificaron una serie de mansiones de buena factura, algunas de las cuales se conservan hasta la actualidad. La alameda tacneña se hizo pronto de un borde urbano de casas pintorescas de italianos y franceses dedicados al comercio.

      En medio de un país con la economía paralizada, la ciudad de Arequipa como otras del sur del Perú, experimentaba un relativo auge económico en virtud de un estatus especial que le permitía, desde fines del siglo XVIII, comerciar con Estados Unidos e Inglaterra. La apertura progresiva de numerosas casas comerciales o de almacenaje de propiedad de extranjeros, principalmente ingleses, franceses y alemanes, sirvió para promover las inversiones en el sector construcción y a algunas iniciativas de embellecimiento de la ciudad. Una de estas intervenciones fue el mejoramiento del Paseo de la Alameda, construido por el gobierno del intendente ilustrado Antonio Álvarez y Jiménez, entre 1785 y 1803. Este paseo, ubicado en la Chimba, Yanahuara, contaba con un arco, acotado por dos torres de estilo toscano, destruido por el terremoto de 1868. Se trataba de una calle de casi dos cuadras y media de extensión y un ancho de veinticinco metros, delimitado por dos hileras de árboles y arbustos.

      En términos generales debería señalarse que, hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, la arquitectura y el urbanismo de la naciente república reprodujeron sin mayores cuestionamientos —como aconteció en otros países de América— los fundamentos doctrinarios y programáticos de la reforma urbana borbónica del siglo XVIII. Asimismo, reprodujeron el lenguaje arquitectónico neoclásico adoptado en la fase final del virreinato para todo aquello que estuviera relacionado con el impulso de tres de las más importantes lógicas implantadas por esta reforma: la de la higiene y el ornato, la del control político-administrativo y del control y defensa militar. No obstante, esta vez, el proyecto político que sustentaba dichos fundamentos y lenguaje tenía distinto signo. Personajes como Hipólito Unanue, impulsor de innovaciones desde el Mercurio Peruano (1790-1795) y otras publicaciones, o como el presbítero Matías Maestro, haciendo lo mismo desde cargos prominentes en el aparato de gobierno de la naciente República, continuaron abogando por la urgencia de promover e implementar varios de los proyectos derivados de la reforma borbónica que habían sido interrumpidos por la guerra de la independencia. Se trataba de una gesta civilizatoria o de secularización de la ciudad a través de una arquitectura alejada totalmente de ese barroco popular, salvaje e inculto que caracterizaba la arquitectura realizada hasta entonces.

      Un rasgo característico de este primer periodo es que la casi totalidad de iniciativas —desde la remodelación de la Plaza de la Constitución (hoy Plaza Bolívar) e instalación de la columna trajana en homenaje a San Martín, pasando por la reforma de la Calle del Teatro hasta la construcción de una «obra pública» simbólica en cada ciudad del Perú— no pudieron concretarse. En otros casos, como el de la Plaza de la Constitución, los desacuerdos, cambios de uso o destino simbólico acompañaron los intermitentes gobiernos y las luchas intestinas del primer militarismo.

      Por lo menos en el rubro arquitectónico y urbanístico el sentimiento antihispánico no se tradujo en un abrupto desmontaje ideológico y operativo de la tradición virreinal. Se produjo una especie de nueva elite criolla y mestiza republicana. Elite de ideas liberales en la cuestión económica y de razonamiento ilustrado en los temas políticos y culturales con cuotas de racionalismo científico, utilitarismo y acentos de romanticismo nacionalista.

      Dos décadas de vida republicana posiblemente impliquen poco tiempo para aplicar y consolidar cambios profundos en las estructuras sociales y la organización del territorio, las ciudades y la arquitectura en términos de la promesa republicana. Tiempo que además se hizo aún más breve si condensamos en un solo momento continuo todas las iniciativas y acciones proactivas que convergieron para encaminar el progreso de la nación. Ello frente al dilatado tiempo desperdiciado, durante estas dos décadas, en saldar cuentas personales de políticos y caudillos militares sedientos de poder y un país fatigado en medio de esa casi permanente «pestilente anarquía», a decir de Eugène de Sartiges, en el que vivía el Perú en esos primeros años de República.

      Las épocas de cambio no siempre traen consigo un cambio de época. Eso es lo que aconteció durante las primeras tres décadas de vida republicana, como se evidencia, por ejemplo, en la vigencia casi inalterada —salvo el reemplazo de uno u otro símbolo y de nuevos contenidos— de los rituales del poder virreinal, cortesano y de jerarquías preestablecidas en el espacio y los comportamientos, lo que confirma aquello que sostiene Pablo Ortemberg al referirse al destino de los rituales políticos del poder: que estos siempre se presentan «como una de engañosas inmutabilidades» (2014, p. 361). Es verdad que la cultura y sus códigos pueden viajar a tiempo lento en contraste con el cambio incesante del mundo de la tecnología y la ciencia. La arquitectura, para bien y para mal, se nutre de ambos mundos como un campo de fuerzas en estado de permanente tensión entre las permanencias y los cambios de cuerpo o de piel.

      Si bien en esta República temprana la ciudad o la arquitectura enunciadas como evocación republicana por formalizarse casi nunca pudieron materializarse en obras concretas, el debate que se produjo en el terreno de la validación de los símbolos patrios significó la galvanización de aquellas posturas que más tarde dieron lugar a la conformación de las principales tendencias y grupos de interés en el debate sobre «qué» es el Perú y las cuestiones de la identidad cultural de lo peruano. El crispado debate sobre la auténtica arquitectura «peruana» de la década de 1920 entre quienes defendían los estilos neocolonial, indigenista, neoperuano o neoinca y sus variantes intermedias tuvieron en este debate de la década de 1820 su punto de germinación. Y no se trató, en este caso, de un debate limitado al ámbito cultural y estético: aparecieron en juego —como había sucedido en los tiempos de la República temprana— determinados intereses sociales, económicos y políticos detrás de cada postura.

      Como una especie de río subterráneo, si bien diversos aspectos de la vida social y material del país, como el funcionamiento de instituciones, rituales, pesos, medidas y monedas de origen colonial, se mantendrían casi intactas hasta mediados del siglo XIX, el advenimiento de la República había puesto los fundamentos de una nueva relación de identidad entre sociedad y territorio, entre arquitectura y representación de la esencia diferencial de lo peruano.

      Desde la campaña de Simón Bolívar, si algo caracterizaba a los rituales del poder es la diferencia que empezaba a registrarse entre la vocación «cosmopolita» de los rituales limeños y el incaísmo telúrico que impregnaba a los rituales del sur peruano, especialmente andino. Diferencias previsibles al inicio, pero que luego empezaron a adquirir el sentido de proyectos políticos y culturales encontrados en función de los diferentes sectores sociales emergentes en pugna. En este inicial campo de polémica se escondían, en el fondo, las raíces de aquello que Ortemberg denomina el «incaísmo regional» y el «centralismo simbólico limeño» (2014, p. 348).

      Los rituales del poder, desde el primer día de la República, expresaron en sí la contradicción entre la continuidad o reutilización de los rituales precedentes y la necesidad de crear y usar nuevos códigos y sentidos. Esta controversia se expresaba, en múltiples circunstancias, como las diferencias entre la arquitectura efímera