Wiley Ludeña

Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021


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con la hazaña libertadora del continente americano. En este caso, como señala Pablo Ortemberg respecto a los rituales de continuidad del poder durante el periodo 1808 y 1928, «revela que la mitopoiesis nacional se apoyó selectivamente en formas rituales monárquicas» (2014, p. 22).

      En este decurso los usos y sentidos del ritual del poder y, específicamente, del ritual político estuvieron demarcados por una serie de hitos de cambio que van desde el terremoto de 1746 hasta los contrarritos bolivarianos y la iconografía del caudillismo militar de la década de 1830. Pablo Ortemberg resume estos momentos decisivos de la siguiente manera:

      Los momentos claves que desafían la reproducción simbólica del orden pueden ser la destrucción física de la ciudad con el terremoto de 1746, la crisis abierta con la vacatio regis de 1808 y la irrupción del nuevo sujeto soberano en Cádiz de 1812. También lo son la proclamación de la independencia del 28 de julio de 1821 y la configuración del ritual cívico durante el Protectorado, y luego durante el Congreso republicano, hasta la emergencia y clausura de los ritos bolivarianos en el espacio urbano (2014, p. 29).

      Si no es la destrucción total de toda preexistencia del viejo sistema, los nuevos regímenes provenientes de revoluciones o guerras emancipadoras, como es el caso del Perú en 1821, recurrieron al uso resignificado de aquellos símbolos, lugares, edificios o lugares de emplazamiento del poder derrotado para evidenciar precisamente el efecto de sustitución de un poder respecto a otro. Fue el camino elegido por San Martín y sus huestes probablemente no por convicción estratégica, sino por una no tan oculta aspiración promonárquica.

      La arquitectura y el urbanismo como formas de materialización del poder también cumplen el objetivo de una representación sacralizada del poder y la autoridad, que es también, finalmente, el objetivo supremo de toda forma de ritual y fiesta del poder. En este caso el espacio físico formalizado como arquitectura representativa y ciudad celebratoria se transforma en «un escenario extracotidiano de una representación en la que conviven el placer y la obediencia, la cohesión y el conflicto» (2014, p. 25).

      Como había sucedido durante la Colonia, el poder y autoridades de la naciente República organizaron también las ceremonias, fiestas y otras actividades público-religiosas como formas e instrumentos de «propaganda» o mecanismos de dominación de la esfera de sensorial subjetivo de la plebe. En esta lógica, si bien la carencia de recursos hacia imposible la ejecución de una columna o monumento conmemorativo y mucho más de una nueva edificación o reforma urbana, de alguna forma la sola evocación de nuevos paisajes urbano-arquitectónicos (como la reforma de la Calle del Teatro) resultaba persuasivo para una colectividad ansiosa de encontrase con nuevos referentes de cambio real.

      Los cambios se habían producido tan solo en la esfera de los anuncios y las buenas intenciones. Lo que de por sí, en el terreno de las obras concretas, conlleva su propio significado: ¿cambiar para no cambiar o mutatis mutandis?

      Tras la liquidación del proyecto de la Confederación Perú-Boliviana, en 1839, el inicio de la década de 1840 coincide con una etapa que Jorge Basadre denomina la «Restauración», que representa en realidad —tras los aciagos primeros años de caos, militarismo autoritario y autocracias— una oportunidad de repensar el futuro del Perú republicano, esta vez desde los resultados de una experiencia errática de más de dos décadas de vida republicana, así como en función de las nuevas condiciones geopolíticas y la economía internacional del momento. El Perú no podía seguir sometido al designio de líderes sin arraigo nacional, como tampoco estar en permanente zozobra en medio de un debate ideológico fragmentado, intermitente y no conclusivo entre liberales, conservadores o constitucionalistas. Este debate, si bien no tuvo un correlato explícito en términos de urbanismo y arquitectura, significó un marco de referencia ineludible para la implementación de una serie de iniciativas, la mayoría de ellas nunca concretadas.

      Si bien la liquidación del proyecto de la Confederación en 1839 y las posteriores tensiones bélicas del Perú con Bolivia y Ecuador configuraron un periodo tensional que se extendió hasta el inicio de la década de 1840, es evidente que este momento da cuenta no solo del fin de un primer periodo, que se inicia en 1821, caracterizado por un militarismo autoritario y una elite funcional a este, sino del inicio de otro nuevo periodo, en el que la construcción de la promesa republicana adquirió un nuevo perfil y otras condiciones de concreción. Estos cambios tendrán un notable impacto en la reconfiguración del territorio y la producción urbanística y arquitectónica del país. Este nuevo periodo, el de la «Restauración», no fue uno estructuralmente distinto, pues representa un momento en el que, por diversos factores —entre ellos el decantamiento del debate político en ciertos espacios de consenso—, se vuelve a pensar el futuro del Perú como República. Jorge Basadre resume este momento decisivo advirtiendo lo siguiente:

      [...] más que una «restauración» lo que hubo en 1839 fue una «consolidación». Porque en 1839 quedó aclarado que el Perú sería, en el futuro, el Perú. Hasta entonces el país había vivido periódicamente bajo la sensación íntima de la transitoriedad de sus instituciones. [...] Bien es verdad, que, con un criterio exacto, este primer periodo de la República concluye todavía dos años después (1841), en la batalla de Ingavi, al fracasar el anhelo de que el Perú dominase Bolivia (2005, I, p. 192).

      La reforma encargada a Felipe Barreda se encuentra a medio camino entre la conservación del viejo formato generado a partir de su modelo de origen (la Alameda de Hércules, en Sevilla, y el Paseo del Prado de Valladolid) y una nueva configuración unitaria. A ello contribuyeron el rediseño de la capa vegetal de los jardines, la colocación de una verja de hierro forjado, lo que le otorgó un matiz de romanticismo paisajístico, así como la instalación de un nuevo mobiliario entre bancas, jarrones y doce estatuas de mármol traídos de Italia.

      Con excepción de las intervenciones del presbítero arquitecto Matías Maestro Alegría, la controversia entre