reconocieron enseguida las ventajas que les dispensaba el nuevo estado de cosas. La desunión iba a ser duradera para desgracia de Alemania y para dolor de todos los que reconocen y veneran en Cristo al redentor del mundo.
Esta introducción no puede aspirar a presentar la evolución tensa y dramática de los acontecimientos, las disputas y las negociaciones de consenso, las divergencias doctrinales, las argucias políticas, el trasfondo último de los sucesos durante aquellos decenios, y mucho menos a emitir un juicio sobre el movimiento reformador. Los hechos son conocidos y el lector puede extraer su propio dictamen. No obstante, es necesario exponer ciertas cuestiones dogmáticas y político-eclesiásticas relacionadas con Kepler para entender y valorar tanto su suerte, marcada y condicionada por la confusa situación de la época, como, sobre todo, su postura personal ante la religión, la cual determinó, junto con las circunstancias históricas, su difícil camino.
Entre los textos simbólicos en que los reformadores expusieron su doctrina en oposición a la de la Iglesia católica, destaca en primer lugar la Confesión de Augsburgo. Después de que el cisma alcanzara su máxima expresión en la Dieta (Reichstag) de Espira, la Dieta de Augsburgo, que comenzó en 1530, tuvo que aspirar a volver a unir a los escindidos. Para disponer de una base durante las negociaciones, los electores protestantes presentaron precisamente aquel libro simbólico en el que se habían fijado los puntos esenciales del dogma luterano. Melanchthon, que lo había compuesto o al menos redactado, eligió una forma de exposición que, de acuerdo con su actitud amable y más conciliadora, dejó las discrepancias en un segundo plano y dio prioridad a expresiones más fáciles de casar con la doctrina católica. Pero los severos antagonismos que ya existían no pudieron erradicarse con aquel proceder. De hecho, volvieron a aflorar con claridad en debates sucesivos. No se pudo alcanzar la unidad pretendida. Ya veremos cómo Kepler, de una condición similar a la de Melanchthon, se declaró siempre fiel a la Confesión de Augsburgo.
El desarrollo de la nueva doctrina no cesó con aquel texto. Muy pronto, junto a los adversarios de la Iglesia católica apareció otra oposición que perturbó todavía más la situación eclesiástica alemana y que más tarde desencadenó polémicas y conflictos más agudos. En Suiza, Ulrico Zuinglio, que emprendió la lucha contra la vieja Iglesia casi al mismo tiempo que Lutero en Alemania, atacó con fuerza la doctrina y disciplina católicas. Mientras ambos reformadores seguían el mismo camino en la mayoría de los puntos esenciales y estaban de acuerdo en su oposición al catolicismo, discrepaban ampliamente en la enseñanza de la eucaristía. Aunque la reconciliación era inviable, este desacuerdo no frenó el avance de la obra reformadora en Alemania. Pero la situación cambió cuando, varios años después, Calvino implantó en Ginebra la tiranía de su régimen teocrático y desplegó su dogma como tercer líder reformador. También su precepto eucarístico se apartó del luterano, y la pugna sacramental se enardeció con fuerza. La enseñanza calvinista logró entrar en Alemania cuando el elector del Palatinado, Federico III, la implantó en su territorio como doctrina imperante en el año 1562. En las décadas siguientes se le sumaron otros príncipes imperiales. Incluso Melanchthon simpatizó con la eucaristía calvinista, la cual, gracias a su autoridad, alcanzó una difusión mayor, sobre todo tras la muerte de Lutero y fundamentalmente en Sajonia. La furia colérica de los antiguos luteranos se levantó contra los seguidores de Melanchthon, conocidos como criptocalvinistas o filipistas. Es difícil hacerse una idea hoy en día de la vehemencia y la saña con que los contrincantes arremetieron unos contra otros. El odio de los seguidores de la Confesión de Augsburgo hacia los calvinistas no fue inferior al que profesaban a los seguidores del sumo pontífice. Para alzar un dique contra la abominada doctrina calvinista, el teólogo de Tubinga Jakob Andreä elaboró entre 1576 y 1577 un nuevo libro de fe, llamado Fórmula de Concordia, junto a algunos hombres de convicciones similares a las suyas, en el que fijó la doctrina luterana con toda precisión. Pero la controversia no llegó con eso a su fin puesto que no todos los electores leales a la Reforma aceptaron la Fórmula. El reconocimiento de la Fórmula de Concordia se exigió con más severidad en todos los territorios seguidores de la Confesión de Augsburgo, a los que asimismo pertenecía la tierra natal de Kepler, el ducado de Württemberg.
El punto crucial radicaba en que la piedra de choque, o sea el sacramento eucarístico, se interpretaba de maneras diferentes en cada culto. La Iglesia católica, siguiendo las palabras sacramentales del Señor, entiende que la sustancia del pan se trasmuta en el cuerpo de Cristo durante la misa a través de la transustanciación. Lutero, en cambio, que rechazaba la misa, negaba la transustanciación, pero perseveraba en la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo durante la eucaristía. En lugar de la transustanciación creía en la consustanciación, es decir, la sustancia del pan se mantiene tal cual, pero es penetrada sacramentalmente por la sustancia del cuerpo de Cristo. Para aportar pruebas en contra las objeciones de los teólogos reformadores, Lutero aportó el siguiente dogma: en virtud de la unión hipostática, es decir, la fusión de la naturaleza humana y la divina en una sola persona, Cristo goza también de la ubicuidad corpórea. Ese precepto específico de la doctrina de la ubicuidad, insostenible desde el punto de vista de la cristología tradicional y abandonado algo más tarde por los propios teólogos luteranos, constituyó la piedra angular de la Fórmula de Concordia. Calvino también lo desestimó. Según él, es verdad que el creyente recibe el cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento de la comunión, pero de manera que junto a la ingestión de la sustancia material, que en todo caso sigue siendo lo que es y tan solo simboliza a Cristo, el espíritu recibe una fuerza que emana del cuerpo de Cristo, presente únicamente en el cielo. De acuerdo con su terrible idea de la predestinación, según la cual parte de la humanidad sería sentenciada de antemano por Dios a la condena eterna sin la consideración de sus obras, Calvino incluyó en su teoría de la eucaristía la apostilla de que solo los elegidos participarían del cuerpo de Cristo al recibir la comunión. Estas disputas conformaron el angustioso lastre que arrastró Kepler a lo largo de toda su vida.
En lo que atañe a la política eclesiástica, la paz religiosa de Augsburgo del año 1555 ocupó un lugar destacado en la historia de la Reforma del siglo XVI. Ya no se pretendía la reconciliación de las distintas tendencias. La posición de los protestantes se había consolidado tanto que lo aconsejable era buscar más bien una paz que instaurara un marco viable para la convivencia de los seguidores de cada culto. Según las resoluciones de aquella dieta, la elección de la fe católica o la augsburguesa competía a los estados del imperio. Incluso más. La decisión de cada estado debía regir también en la totalidad de sus dominios. Con ello se constituyó en ley la máxima: «cuius regio, eius religio» («de quien es la región, suya la religión»). Con este precepto legal absolutamente monstruoso para la mentalidad actual, el soberano dirigente se apoderó del dominio privado del corazón de los hombres. La libertad confesional desapareció. El elector reinante ordenaba, y los súbditos tenían que creer lo que gustara el señor. Quien no estuviera dispuesto a acatar su imposición, podía expatriarse. Se concedía ese derecho de forma expresa. Cabe figurarse el conflicto de fe que tuvieron que afrontar quienes se tomaban en serio sus creencias religiosas. Se vieron ante la disyuntiva de abandonar su hogar y su patrimonio o renunciar a lo más sagrado. Hay que mencionar que la elección de culto no incluyó el calvinismo. En las ciudades imperiales podían seguir coexistiendo las dos religiones, la católica y la augsburguesa, si hasta entonces se habían practicado juntas. En los años siguientes fueron los protestantes quienes sacaron el mayor provecho de las nuevas disposiciones. La Iglesia católica mantuvo la situación defensiva a la que se había visto relegada desde hacía tiempo. Solo en las postrimerías del siglo, justo cuando Kepler saltó a la vida pública, se dispuso a retomar las posiciones perdidas con la ayuda de los jesuitas en lo que se denominó la Contrarreforma.
Así era, pues, la época en la que nos adentraremos para recorrer la vida de Kepler desde el principio. Un sinnúmero de electores y otras instancias del imperio hicieron valer sus derechos a voces. Los unos eran católicos, los otros augsburgueses, los terceros calvinistas. Cada tendencia reivindicó estar en posesión de la fe verdadera. A los enfrentamientos políticos ya existentes se sumaron los religiosos, aún más peligrosos y delicados. ¿Qué quedaba de la libertad confesional que anunciara Lutero? ¿Qué de la idea de la comunidad indistinta de creyentes que concibió? La exigencia de un gobierno autoritario favorable a la Iglesia, contra la que él mismo había arremetido con tanto