Max Caspar

Johannes Kepler


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la dirección en que debía orientarlas para descubrir nuevas tierras. Como su vida interior se abastecía en última instancia de las fuentes de las que bebe la religión, también se vio inmerso en las pugnas confesionales que configuraron la fisonomía de aquel momento. En su primera fase, aquella gran guerra fue, de hecho, un conflicto religioso derivado de las tensiones insostenibles que habían surgido entre los distintos cultos.

      A lo largo de nuestra descripción de la vida de Kepler conoceremos más detalles sobre la evolución de los acontecimientos políticos y sobre la variedad de tendencias imperantes en aquella época. Pero a modo de introducción y para una buena comprensión de los mismos, conviene mencionar algo sobre el panorama intelectual de finales del siglo XVI, ya que se trata de un aspecto significativo en la vida y obra de Kepler.

      Hacía alrededor de doscientos años que se había operado un cambio profundo en el pensamiento filosófico y científico. La escolástica, que culminó con el grandioso sistema de Tomás de Aquino, había centrado su cometido en desarrollar, sistematizar y ahondar intelectualmente en las verdades elevadas de la enseñanza cristiana, al menos hasta donde le resultara posible a la razón humana. En su época, y no solo entonces, realizó esta tarea de un modo admirable; pero en su evolución posterior, la escolástica degeneró cada vez más en especulaciones sutiles incapaces de convencer por más tiempo a intelectuales abiertos al mundo y a librepensadores. Estos se sintieron constreñidos y atrapados en un sistema de estructuras abstractas que ponía cadenas al espíritu. La autoridad de Aristóteles, de validez preeminente desde la escolástica antigua y que no solo abarcaba el campo de la filosofía, sino también el de la física, experimentó un incremento considerable. Tanto fue así que cundió la idea de que encontrar y demostrar una verdad significaba e implicaba comprobar las tesis con los principios del filósofo. Con el tiempo, esa angostura se volvió insoportable y favoreció el hallazgo de una salida. Dada la situación, el espíritu, siempre inquieto y curioso, se dedicó a observar la naturaleza y a ubicar al ser humano dentro de ella. Ante él se abrió un territorio lleno de enigmas y secretos, un nuevo mundo, un cosmos de belleza extraordinaria, una aparente maraña de relaciones y dependencias ocultas tras la cual se intuía y percibía un orden sublime. No es que antes los pensadores hubieran sentido una indiferencia absoluta ante la naturaleza y hubieran permanecido ciegos a su poder y a su grandiosidad, o que ahora quisieran prescindir de la unión con Dios y lo sobrenatural. Más bien, antes buscaban comprender la naturaleza desde dentro, o si se prefiere desde arriba, como un todo, siempre desde la perspectiva del destino del ser humano en el más allá. Mientras que ahora la mirada se dirige hacia la abundancia de los fenómenos, que por supuesto se siguen considerando obra del Creador todopoderoso de bondad infinita. Si antes se había mirado hacia abajo, desde el más allá hacia la tierra y hacia la totalidad del mundo físico, ahora el hombre se situaba dentro de las cosas y desde ellas alzaba la mirada al cielo. El centro del pensamiento se trasladó de lo sobrenatural a lo natural. Junto a la revelación de Dios por la palabra surgió la revelación de Dios a través de su obra; junto a las Santas Escrituras apareció el libro de la naturaleza, cuya interpretación era ahora la tarea principal. Explicar la palabra de Dios era competencia de los teólogos; examinar su obra incumbía a los estudiosos entusiastas de los fenómenos naturales. Comenzaba una secularización de la ciencia y de la filosofía, y el establecimiento de estos nuevos objetivos favoreció la emancipación paulatina y definitiva del hombre con respecto a la autoridad de la Iglesia, la cual había acaparado hasta ahora su vida intelectual.

      Lo que el ser humano practicaba entonces no eran todavía las ciencias naturales tal y como hoy las entendemos. Aún no se sabía cuánta paciencia y cuánto esfuerzo indecibles que se precisan para desentrañar los secretos de la naturaleza a través de la observación y de la experimentación. Todavía desconocían el concepto de las leyes naturales que establecen una relación causal entre los fenómenos y los traducen a fórmulas. Aún no se conocía el método de conocimiento inductivo, según el cual a partir de una hipótesis se extraen conclusiones que deben comprobarse empíricamente para demostrar su exactitud o, al menos, su probabilidad. ¿Cómo podían encontrar respuestas acertadas en la naturaleza si aún no habían aprendido a formularle las preguntas adecuadas? Ante todo, no se practicaba ciencia, sino filosofía de la naturaleza. Querían acceder de golpe a lo que el mundo alberga en su interior más profundo. Percibieron el orden y lo denominaron armonía. Se especuló sobre el alma de la Tierra y del universo, sobre la simpatía y la antipatía entre los objetos, sobre elementos y espíritus vivos, sobre macrocosmos y microcosmos. No pensaban tanto en causas como en efectos. Se plantearon cómo sería posible el conocimiento de la naturaleza y en qué consistiría. El platonismo y el neoplatonismo cautivaron las mentes con su hechizo. Para muchos, Platón y Plotino reemplazaron a Aristóteles; se entusiasmaron con la idea de que Dios creó el mundo con la belleza máxima, y en las ideas platónicas admiraban los pensamientos de Dios, que se hacían patentes en los fenómenos sensibles.

      Como ilustran estas pinceladas breves, el cuadro del pensamiento teórico durante el periodo histórico que solemos denominar Renacimiento, exhibe un rico colorido en cuanto a la diversidad de las tendencias y de las orientaciones. Rebasaríamos con creces los límites de esta introducción si detalláramos los nombres y las aportaciones de las principales figuras que contribuyeron a amasar y esculpir la intelectualidad de la época. Solo la mención de Nicolás de Cusa o de Paracelso ya lanza una profusión de ideas difícil de expresar en pocas palabras. En este momento cada sabio edifica su propio mundo, cada cual vaga y se regodea en sus fantasías y en sus conocimientos, o en lo que considera como tales, cada uno pretende asir la verdad desde algún otro cabo. Lo viejo y lo nuevo se empujan entre sí. Este jura en el nombre de Platón, aquel en el de Aristóteles, un tercero busca una síntesis de ambos. La escolástica todavía permanecerá vigente durante mucho tiempo y su creación de conceptos continúa prestando unos servicios excelentes. Alquimistas y astrólogos escarban en busca de nuevos tesoros del conocimiento. También en el mundo conceptual de Kepler se entrecruzan, como ya veremos, las distintas tendencias. Está poseído y fascinado por la idea de armonía, construye todo un sistema astrológico basado en su sicología, abraza la idea de un alma de la Tierra y profesa la teoría idealista del saber platónico. Asimismo, se revela conocedor del espíritu de la escolástica, defiende su principio de observación, se sirve de sus conceptos básicos para interpretar la evolución orgánica y, siempre que puede, orienta sus consideraciones hacia la senda de la teoría aristotélica sobre la materia y la forma; esto con la misma decisión con que se opone a su física, para la cual sigue una vía personal, nueva, prometedora.

      La astronomía fue la primera en beneficiarse, y en mayor profundidad, de este retorno a la naturaleza. Los estímulos llegaron desde varias direcciones. El mundo de los astros colocó el pensamiento estético-metafísico ante un reino natural al que él mismo atribuyó el apelativo especial de cosmos por su belleza majestuosa, y descubrir sus misterios había sido uno de sus anhelos más fervientes desde la Antigüedad. Ahora, con el renacer de aquellas consideraciones estético-metafísicas, el espíritu sintió una llamada al observar que la estabilidad y continuidad inalterables del firmamento se oponían al fluir perpetuo de los fenómenos terrestres, a su aparición y a su extinción, a su nacer y a su perecer, que la diversidad inmensa de aquí abajo contrastaba con la armonía y la sencillez inmutables del cielo. ¿No resplandecía en él claramente la armonía, la misma que se oculta en el resto de la naturaleza bajo un velo casi inescrutable? ¿Acaso no se revelaba allí lo que justamente debe entenderse por armonía, un sistema de exquisitas relaciones numéricas? Y ese mundo rutilante, lejanía inalcanzable para el ser humano, ¿no es acaso imagen de la mismísima divinidad, origen primero de la armonía, para que la humanidad pueda sentirla más de cerca mediante la contemplación del firmamento?