A. Pollock, a Louis Renshaw y la también actriz de Brodway Blyth Daly104. Blasco le regaló a su anfitriona un ejemplar de una de sus novelas, mientras ella hacía lo propio con otro ejemplar de su autobiografía Just Me, en la que estampó la dedicatoria: «From the worst author in the world to the greatest»105. La sintonía entre los dos parecía perfecta, y ambos se intercambiaron elogios. Pearl apreciaba la habilidad del escritor en la creación de personajes. Blasco no quedó atrás en sus elogios: «In Europe and South America your admirers can be counted by the million. It is my deep conviction that such admiration is well deserved. I am one of those millions»106.
Según parece, hubo más visitas de Blasco a Bayside, en las que tan cotizadas figuras podían conversar un poco en francés y unas cuantas palabras en italiano. Años más tarde, como resultado de esta magnífica relación, Blasco escribiría una novela corta sobre el cine y su influjo en la percepción de la realidad de los espectadores. La protagonista de Piedra de luna era el correlato novelesco de la célebre Pearl White107.
Anuncio de una conferencia en el teatro Fulton (The Sun, noviembre 1919)
A medida que el escritor fue visitando más ciudades norteamericanas, se familiarizó con las costumbres y aficiones representativas de aquel país. Hacia el 21 de noviembre había llegado a Boston. Seguramente el primer evento al que asistió fue un partido de football en el Harvard Stadium. Allí comprobó que el entusiasmo mostrado por los espectadores era muy parecido al que se reconocía en una corrida de toros en España108. Al día siguiente, el Club Español de Boston le agasajó con una comida en el hotel Westminster. Bajo los auspicios de esta asociación impartiría la conferencia «Los cuatro jinetes del Apocalipsis». Otra vez el peligro de una revolución social. Se anunciaban otras disertaciones, en el Wellesley College, en Tremont Temple. Ahora para hablar de la verdadera España, ahora para expresar su optimismo en el futuro que le aguardaba a los Estados Unidos, aprovechando cualquier ocasión para dejar constancia de su afecto a la bandera norteamericana109.
La prensa destacaba la inmensa popularidad del autor, que se había extendido como la pólvora, al mismo tiempo que se preguntaba cómo era posible que este hombre tuviese amigos por todas partes. En realidad, Blasco dominaba las estrategias del buen publicista y repetía constantemente que se sentía muy a gusto en aquella república. Sin embargo, en medio de tanto trasiego, fastos y oropeles, le volvió a visitar la tragedia. Años atrás le había sorprendido la noticia de la muerte de su padre mientras se hallaba en su gira de conferencias en la Argentina. Ahora el golpe se lo asestaba la muerte inclemente llevándose consigo a su hijo Julio César. Blasco no pudo asistir al sepelio, quedando doblemente afectado. De ello dejó testimonio en una misiva remitida a Huntington, el 26 de noviembre, y sellada en Otawa. Es decir, para entonces había cruzado la frontera de Canadá, según le confiaba a su querida Elena Ortúzar en otra carta del 27. En ella le informaba que se hallaba en Ottawa para dar una conferencia en un templo protestante y que, al día siguiente, saldría hacia Montreal. Se había visto obligado a cambiar su itinerario, pues era imposible desplazarse hasta Toronto, a causa de una epidemia de viruela. El caso es que se encontraba abatido: «Comprenderás mi estado de ánimo después de la muerte de mi pobre Julio. Además aún no he recibido ni una sola carta tuya. Voy como un sonámbulo de un lado para otro. Mis negocios marchan bien, pero me faltan ánimos». Quizá las sombras que se cernían sobre él se viesen mínimamente disipadas con la visita a las cataratas del Niágara. Aun así, a su familia remitió una postal, con la imagen coloreada de esta majestuosa belleza natural, manifestando su pena por la muerte de Julio.
11. Texto de la postal enviada por Blasco a sus hijos
(Colección Libertad Blasco-Ibáñez. Casa Museo Blasco Ibáñez)
Con mucha probabilidad fue por esas fechas cuando, ya instalado en el hotel Statler de Búfalo, respondió a la carta que le había enviado unas semanas antes Conrado Massaguer solicitándole una colaboración para su Revista Social. Blasco declinó la invitación alegando la carencia de tiempo material para atender a todos los compromisos que hacían de la suya una existencia frenética. Vale reproducir algunos párrafos de esta carta por la valiosa información que suministran:
Cada dos días visito una ciudad de los Estados Unidos.
En cada una de ellas me dan un banquete y doy una conferencia. El otro día en el curso de 48 horas, hablé en una universidad de señoritas, en una sinagoga, en un templo protestante y en la escuela militar de West Point, siendo todas estas conferencias alternadas con largos viajes de ferrocarril.
Además recibo visitas, hablo con los periodistas, dedico libros y postales (¡ay las postales!, ¡si me diesen un centavo por cada una que firmo!… ¡qué fortuna!). Algunas mañanas al salir de la cama pretendo afeitarme, y suenan las ocho de la noche antes de haberlo conseguido.
¡Y quiere usted, viviendo así, que le envíe unas cuartillas! […]
Voy a correr una parte de esta región de los Estados Unidos (Cleveland, Chicago, Nebraska, etc.) hasta el 29 de diciembre; luego iré a pasar las Navidades en New York (Hotel Belmont). En enero saldré para el Oeste y el Sur (California, Texas, etc.), en febrero volveré a New York; en marzo deseo ir a Cuba, en abril a México…
¿Cuándo podré tener unos días libres para escribir?…110
Con el plan de trabajo pergeñado no resultaba difícil aventurar que la transición entre los meses de noviembre y diciembre cobraría forma bajo el mismo signo del movimiento delirante. Si acaso, le podían ofrecer alguna tregua momentánea las recepciones con personajes interesantes, pensemos en las comidas compartidas con la actriz peruana S. Díaz de Rábago o con la contralto del mismo país Margarita Álvarez111. Tal vez entre refrigerios y risas era posible remontarse sobre la fatiga y el dolor por la pérdida de un hijo, incluso para lanzar de nuevo a volar la imaginación. Así, por ejemplo, su estancia en Búfalo le permitió conocer al rabino Louis Kopald, del templo Beth Zion. A partir de la conversación mantenida con él, surgió la idea para una futura novela que bien podría titularse El judío. Puesto que Blasco intuía más privilegios en los hebreos de América que en aquellos otros diseminados por diferentes lugares del mundo, su inspiración le dictaba la oportunidad de una historia protagonizada por un judío de Salónica que viajaba hasta los Estados Unidos y cuya percepción de las cosas entraba en abierto contraste con la de otro personaje de su mismo pueblo, afincado en la república de las barras y las estrellas, y por ello, con una cosmovisión más progresista y optimista112.
Esa historia nunca llegó a escribirla. Lo que sí que continuó fue su gira de conferencias. El 11 de diciembre, estuvo en Pittsburgh, más concretamente en el Carnegie Music, correspondiendo a las atenciones de The Author's Club de la ciudad, del que era presidente Georges N. Sollom, con la enésima exposición sobre los «cinco jinetes»113. Inmediatamente después, le esperaba con los brazos abiertos la ciudad de Chicago. No obstante, al ser alojado en el Congress Hotel, en la mejor de sus habitaciones, algo ocurrió que propiciaría, casi cuatro años más tarde, las declaraciones poco gratas del señor James B. Pond sobre el comportamiento del escritor. El responsable de la agencia que le había contratado señalaba que Blasco tenía, digámoslo así, un temperamento excesivo. Además, él era «the most accomplished cusser I ever knew. If he got himself well started on a series of Spanish oaths, few people could hope to equal his unusual and most comprehensive selection of swearwords and fiery delivery»114. Para desempeñarse como su intérprete, la agencia había elegido a un ex oficial del ejército norteamericano, que era incapaz de soportar el flujo constante de un léxico que no estaba autorizado en ningún diccionario. Por ende, el intérprete acabó supuestamente desquiciado en dos semanas y quería sacar su revólver: «He was a wild man, eager to slay!». Lo tuvieron que despedir abonándole el salario estipulado. En su lugar, el elegido fue un puertorriqueño, Robert King Atwell, que conocía a la perfección el rico vocabulario castellano.
Pero regresemos a su habitación